Amanece. En la ventana, los aleros de los tejados se recortan contra la misteriosa arquitectura del cielo. Sophie fuma un cigarrillo con las piernas recogidas. A su lado, Camilo duerme en un rincón de la cama. Levanta la mano izquierda a la altura de sus ojos y observa su muñequera. Cada uno de los intentos quedó estampado en su muñeca. Lombrices muertas que nunca mira. ¿Lo volvería a hacer? La respuesta surge rotunda. Seguirá viviendo, se dice, y los sobrevivirá.
Llegará el momento en que el deseo que une a Diego y Morgana se extinguirá, el día en que se mirarán a los ojos y no tendrán nada más que decirse. Pero para entonces, ella habrá olvidado el abrazo de Morgana en sus noches insomnes, el calor de su cuerpo inundándola de paz; habrá olvidado sus voces en la cocina, mientras ella, ignorándolo todo, dibujaba sobre la mesa del comedor; habrá olvidado la expresión radiante y orgullosa de Diego ante su obra; habrá olvidado las noches en la sala, Morgana y ella meciendo las caderas al compás de las canciones de los Rolling Stones, los ojos de Diego saltando de una en otra, su risa, esa risa que ahora se ha vuelto perversa en su memoria; habrá olvidado la amistad pueril con una poeta que nunca oyó hablar de ellas; habrá olvidado el resplandor azulado de la televisión oscilando en los muros como el agua tocada por el sol, mientras Diego, intentando ver las noticias, acallaba sus risotadas; habrá olvidado esos instantes, cuando sus miradas se cruzaban y en silencio daban constancia de su unión; habrá olvidado el sonido de las sirenas a lo lejos clavándose en sus pechos, la voz de Morgana diciéndole: «Tú puedes, tú puedes»; los rumores del río y esa impresión de que la vida estaba en el lugar donde se encontraban los tres. Habrá olvidado que una noche nadaron desnudas, que Morgana tocó su alma, que despertó su cuerpo, que abrió su corazón.
Cuando ese momento llegue, ella estará lejos.
Si de algo está segura es que no quiere volver a verlos. Jamás. Sonríe. Es una sonrisa oscura que, está segura, tiene más la apariencia de una mueca que la de una sonrisa. No sabe de dónde surge esa fuerza fría, sobrehumana, y a la vez dolorosa. Recoge su bolso del suelo, saca su cuaderno y dibuja letras. Al cabo de un rato, la hoja está cubierta de una textura similar a la corteza de un árbol. En ese enjambre busca la M y luego la O, la R, la I, y la R nuevamente. Las marca con más firmeza y las une con sus trazos.
* * *
Por la tarde, después de su trabajo en la imprenta, Camilo la acompaña a la central de teléfonos donde Sophie puede llamar a su madre a París con cobro revertido. Unas colegialas con sus flequillos y minifaldas cruzan del brazo la calle corriendo. Un camión militar se asoma por la esquina lentamente; bajo su toldo de lona, los rostros imberbes de los conscriptos las miran pasar.
—Están buscando armas. Ya hicieron ayer una redada de allanamientos. Dicen que lo hacen para proteger la democracia, pero lo que quieren es desarmar al pueblo —señala Camilo, modulando los vocablos con su acostumbrada dificultad.
Mientras aguarda a que la operadora la comunique, Sophie se siente mareada.
—¿Estás bien? —le pregunta Camilo y la sostiene de la cintura con suavidad—. No has comido nada, eso es lo que pasa. En la mañana te dejé un pan y ni lo tocaste.
De hecho, desde que salió de su departamento ayer por la madrugada que no come nada. Los brazos de Camilo la reconfortan.
—Allo, maman… oui, c’est moi. Je rentre… Oui je sais, je sais, mais pas maintenant… Je t’en prie…
Su voz se quiebra, contiene el sollozo, pero no logra evitar que su barbilla tiemble. Aspira varias veces con las ventanas nasales dilatadas.
—Je prends le billet demain… c’est trop long d’expliquer… je vais bien, ne t’inquiète pas… dans quelques jours je serai là… ¿Papa? Comme toujours.
—¿Qué le has dicho? —le pregunta Camilo cuando salen de la central y ambos respiran el aire aún caldeado de la tarde.
—Que me vuelvo a París.