Diego y Morgana avanzan taciturnos, la desesperación moviéndose dentro de ellos como un aceite espeso. Él aún camina con un leve rengueo. Los transeúntes pasan a su lado, algunos presurosos, mientras otros se detienen frente a las vitrinas.
Sophie ha desaparecido. Nada resultó como esperaban. Aunque ahora, después de lo ocurrido, Morgana ve todo con claridad. Era imposible que Sophie lo aceptara. Y mientras Diego la toma de la mano para apurar el paso, ella piensa que lo único que pudo cegarlo es esa palabra que no se atreve a nombrar, esa palabra de cuatro manoseadas letras que ha alojado en su conciencia, en su corazón, creando para ella un mundo propio.
La sirena de una ambulancia se acerca desde el fondo de la avenida.
—Detesto ese ruido —musita. La sensación de angustia se acrecienta. Diego oprime su mano con más fuerza, como si los presentimientos oscuros tan solo pudieran expresarse en silencio.
Temprano por la mañana, Diego llamó a Carmen Waugh para preguntarle si había tenido noticias de Sophie, pero ella le respondió que la última semana no se había aparecido por la galería. Camilo es ahora su única esperanza, el único hilo que podría conducirlos a Sophie. Mientras Diego entra con su paso balanceante a la papelería, Morgana lo aguarda en la vereda. La sirena de la ambulancia se aleja entre las calles.
Los ojos le escuecen. Ha llorado tanto que le duelen las costillas y los pulmones al respirar. En el desvelo, al conciliar el sueño, al despertar, al encontrarse luego con el semblante entristecido de Diego y sentir su abrazo. Entre dos automóviles estacionados se arremolinan pétalos de geranios rojos y papeles. Espera. La expectación y la impaciencia la ahogan. Piensa que si él desapareciera en este momento, ella se quedaría en medio de la calle, desorientada, sin saber adónde ir. En este huracán, él es su único punto de referencia. Sin embargo, la expresión desvalida de Diego mientras camina a paso lento por el pasillo de la papelería hacia ella, le hace saber que él también está perdido. Un cañonazo a lo lejos divide el día en dos.
Al menos ahora saben que su nombre completo es Camilo Herrera, que es un chico de pocas palabras pero eficiente, y que Sophie esta mañana estuvo ahí preguntando por su paradero. Recuerdan que Sophie pasó con él una noche, esa primera y única noche que ellos hicieron el amor en el departamento de Diego, la noche de los doce balazos. Un año y nueve meses atrás. No tienen más pistas de él que el número de teléfono de la dependienta a través de la cual llegó a la papelería y que ya tampoco trabaja ahí. Su nombre es Delis Zapata. Toman un taxi. Morgana se siente débil, apoya la cabeza en la ventanilla. La ciudad pasa frente a sus ojos con una distancia plomiza.
Apenas entran en su departamento, Diego comienza a llamar por teléfono. Disca compulsivamente el número de Delis Zapata, pero no hay respuesta. El sonido escalonado del dial en cada número al devolverse y la insistencia desesperada de Diego, la marean. Diego llama al Ministerio del Interior y pide que investiguen si Camilo Herrera tiene antecedentes. Morgana vuelve a sentir náuseas. Mientras él sigue hablando, se desliza hacia el baño, cierra la puerta y vomita. Ese niño allí dentro la está vaciando. Al cabo de unos minutos, Diego golpea la puerta.
—Morgana, déjame entrar.
—Ya estoy bien y todo aquí está muy feo. Espérame un momento que ya salgo.
—Morgana, mi preciosa, esto lo vamos a hacer juntos. ¿Oíste? Déjame entrar que te ayudo, por favor —dice suplicante.
Las lágrimas vuelven a surgir, lentas, gruesas. Se lava la cara y abre la puerta. Diego la abraza.
—Estamos juntos, Morgana.
Ella piensa que el miedo compartido desaloja la razón mezquina, esa que todo lo mide y sopesa. En este frío intenso, en este invierno ártico que irrumpe en medio del otoño y que los alcanza a ambos, sabe que solo el calor del otro podrá protegerlos.