¿Qué vamos a hacer?

La luz de la madrugada se ha asentado apenas en el cielo cuando suena el teléfono. Morgana se levanta sobresaltada y con los ojos a medio abrir se precipita a atenderlo. En la sala se da en las canillas con una banqueta.

—Morgana, ¿estás ahí? —escucha a Sophie al otro lado del auricular.

—¿Otra vez no has podido dormir? —le pregunta al tiempo que se refriega los ojos y estira un brazo para desperezarse. En las ventanas tiembla el rocío de la noche.

Sophie niega con un hilo de voz.

—¿Pasa algo? —pregunta Morgana, ansiosa.

—Es Diego.

—Vamos, Sophie, dime ya, me vas a matar de nervios.

—Lo atacaron.

—¿Pero dónde está, qué pasó?

—Lo atacaron anoche cuando salía de una reunión en casa de un compañero. Lo molieron a palos dentro de una camioneta y luego lo botaron frente a la casa —Sophie se detiene. Morgana la escucha llorar.

—¿Cómo está? Anda, dime —le implora.

—Lo encontraron gimiendo y casi inconsciente esta madrugada a un costado del garaje. Es horrible.

—Pero dime cómo está.

—Acaba de entrar a la sala de operaciones. Estamos en la clínica Santa María.

—¿Estás sola?

—Paula está conmigo.

—Voy para allá.

Paula y Sophie esperan a Diego en su habitación de la clínica. Un crucifijo de madera pende sobre la cama vacía. Paula está sentada en una butaca, lleva una peluca corta y oscura, que resalta sus rasgos fuertes y le da un aire de existencialista francesa. Sophie se da vueltas en silencio, mirando el suelo. Al verla se precipita a sus brazos. Morgana la estrecha. Respiran fuerte, conteniendo las lágrimas.

—Ya sabemos que no tiene ningún órgano vital comprometido —escucha decir a Paula.

—Hola —la saluda Morgana sin soltar a Sophie—. ¿Saben algo más?

—No mucho más, nos han dicho que tenemos que esperar.

A medida que pasan las horas, en el pasillo la actividad se hace más intensa. Se asienta el día. Paula va a buscar café que toman en silencio. Por la ventana de la habitación no se distingue la luz que hace brillar las cosas. Los árboles del patio ya están desnudos. Morgana siente frío. Mirado desde allí, el otoño pareciera haberse precipitado. Paula sale en busca de noticias.

—¿Qué vamos a hacer? —murmura Sophie.

El desamparo de su pregunta la desarma, a la vez que le recuerda que algún día, Diego, Sophie y ella fueron un trío indisoluble.

—Va a estar bien, mignonne. Y tú, en tanto, te quedarás conmigo. No nos vamos a despegar ni un minuto —declara, acariciando su cabello bajo la mirada atenta del Jesús crucificado.

Paula retorna sin novedades. Nadie ha podido decirle qué ocurre dentro de la sala de operaciones. Un doctor joven abre la puerta y las tres mujeres se levantan de un salto.

—Disculpen, parece que me equivoqué de habitación.

De vuelta al silencio y a la espera. La luz en el cuarto es blanca, inclemente con los signos de cansancio que se van asentando en sus rostros. Las campanadas de una iglesia cercana marcan las horas. Morgana, de tanto en tanto, abraza a Sophie, y le dice que todo estará bien, pero el cuerpo de Sophie está rígido y sus ojos permanecen enterrados en un punto indefinido del suelo.

Al mediodía, una enfermera trae un ramo de flores. Morgana improvisa un florero con una jarra de agua que encuentra en el baño. Paula trae emparedados que apenas prueban. Llegan noticias de Diego. Han tenido que operarle una rodilla. Tarda más de lo acostumbrado en volver de la anestesia. Sophie recuerda a alguien que nunca retornó y ambas con Paula la disuaden de pensar fatalidades.

Por la tarde se abre la puerta y un par de enfermeros entra con una camilla. Diego tiene los ojos cerrados. Al verlo, Sophie se cubre la cara con las manos. Un grueso vendaje rodea su cabeza. Tiene un parche en la mejilla izquierda y el rostro desfigurado por hematomas y contusiones. Uno de sus brazos está sujeto por una venda, el otro, largo y delgado como una rama de abedul, descansa sobre la colcha blanca.

Sophie se aproxima a Diego y besa su frente.

Diego abre los ojos y emite un gemido apenas audible. Paula se acerca para escucharlo.

Morgana quisiera abrazarlo, pero en lugar de eso toma su mano. Percibe cómo sus dedos tiemblan al estrecharla. El ramo de flores despide un aroma demasiado intenso. Diego vuelve a cerrar los ojos y la mínima fuerza con que ha cogido sus dedos se distiende.

—Va a volver con nosotras, ¿verdad? —pregunta Sophie y su voz se quiebra.

—Está cansado, Sophie. En unos días se sentirá más fuerte, ya verás —la tranquiliza Paula, sosegada, erguida como las flores en el jarrón improvisado—. Ahora que Diego ya está aquí las voy a dejar un rato —agrega al cabo de unos minutos—. Estaré de vuelta en un par de horas. Cualquier cosa, tú tienes el número de teléfono de mi oficina, Sophie.

Cuando Paula cierra la puerta, Diego abre los ojos levemente y los vuelve a cerrar. Un silencio lúgubre cae sobre ellos.

—¿Qué vamos a hacer? —vuelve a preguntar Sophie. Y sus palabras quedan en el aire como partículas de plomo.