Solitario en su delirio

Afuera todo pesa, la atmósfera, los microbuses y sus chirridos, el calor asfixiante que produce el gran techo acerado de nubes. Morgana se da vueltas en su departamento, inquieta. Diego salió hoy de viaje con el presidente y no llegará hasta pasado mañana.

El fin de semana irán por primera vez juntos a una cena en casa de un senador. Fue Sophie quien insistió en que ella debía acompañarlos, y de forma inexplicable, Diego accedió. Aun cuando ansía participar de la vida de Diego, no es la perspectiva de este acontecimiento lo que la perturba.

Esta madrugada, él le pidió una vez más que conjurara a uno de sus novios. Un chico vasco que conoció en su pueblo y que a temprana edad ingresó a ETA. Manejaba un jeep, y por las tardes la conducía a las playas más lejanas. Ocultos tras los hierbajos hacían el amor. Él había establecido un ritmo, una secuencia de gestos y gemidos que seguía de forma minuciosa. Al principio, Morgana se resistió. Olvidaba qué antecedía y qué precedía qué. Se confundía, perdía el ímpetu cuando él le exigía recomenzar porque había errado el orden establecido. Pero al cabo de un tiempo descubrió que entregándose una y otra vez a un mismo patrón alcanzaba sensaciones más intensas y hondas, tal vez porque la cabeza, eximida de la responsabilidad de resolver, se hacía por fin a un lado. Diego le ha pedido que le cuente esta historia en reiteradas ocasiones. La escucha con esa atención incondicional que suele reservar para los asuntos de importancia extrema, mientras el humo de uno de sus cigarrillos negros remonta en círculos hacia el techo. Pero anoche fue diferente. Le pidió que ella lo nombrara mientras hacían el amor. Tuvo la impresión de que la sombra de aquel chico se había introducido en su cama, y que lo que él le pedía era que se entregara a ambos simultáneamente. Por momentos sintió incluso que Diego lo encarnaba, luego volvía a ser él mismo, iba y venía, eran tres, eran dos, era tan solo Diego, solitario en su delirio. Vinieron los espasmos, los gritos, y luego el silencio. Nunca antes había visto en él esa excitación, ese perderse a sí mismo en ella, en la imagen del chico haciéndole el amor.

En la mañana, una extraña energía lo embargaba. Se levantó antes de que sonara el despertador y frente a la ventana hizo decenas de flexiones. Después, suponiéndola dormida, se masturbó frente a ella. Al acabar dio vueltas por el cuarto largo rato, como si alguien lo hubiera dejado allí cautivo, pero al mismo tiempo una atadura interna le impidiera partir. Una vez más volvió a intuir en Diego ese lugar donde nervioso se revuelca el vacío. Una inquietud, una insatisfacción, una apetencia que ella nunca podrá saciar. Y sintió miedo.