Para ella, por ella

Junto al mes de junio ha llegado el invierno otra vez. Las huelgas y los acaparamientos acabaron con el combustible de la ciudad y la pequeña estufa a parafina permanece apagada en un rincón de la sala. Por sus ranuras, en lugar de calor, pareciera emerger el frío. Morgana se frota una mano contra la otra para calentarlas, al tiempo que observa las jaulas de Sophie. Con la ayuda de un taladro han colgado del techo la mayoría de ellas. Carmen Waugh, una importante galerista, se ha interesado por el trabajo de Sophie y vendrá a verlas.

Con el fin de hacerles un espacio han debido mover el sillón, las butacas y la mesa de centro al comedor. El trabajo consiste en diez jaulas vacías elaboradas con diversos materiales, ramas, trozos de objetos abandonados, desechos. De cada una de ellas cuelga una banderola que lleva escrita la frase de un poema. Buscaron juntas los materiales para construirlas. Los encontraban en los lugares más impensables, al punto de que en ocasiones, Morgana tenía la impresión de que Sophie podía ver lo que yacía bajo la superficie de los objetos, escuchar su latir imperceptible, como si ante su presencia estos se animaran a despojarse de las capas que ocultan su verdadera naturaleza. En una de sus andanzas, ella le preguntó por qué las jaulas estaban vacías. Sophie miró hacia el pavimento y con cierta tristeza le dijo que lo invisible era infinitamente más vasto que lo visible. «Es el silencio que yace entre nota y nota, la luz que está oculta en la penumbra, el volumen que hace del vacío, vacío», dijo, y luego calló por el resto del día. Morgana sintió que Sophie le había revelado un secreto muy íntimo que contenía todos sus secretos.

Suena el teléfono y ambas miran el aparato con inquietud. Sophie responde.

—Es Diego —dice con una sonrisa.

A pesar de que ahora un par de policías hace guardia en el acceso del edificio las veinticuatro horas del día, él suele llamar varias veces durante la jornada.

No hay un instante en que Morgana no piense en Diego, ni un instante en el cual las imágenes de sus madrugadas no la estremezcan. Vuelve a recordar aquella noche en que él le pidió que le contara de la primera vez que había hecho el amor. Recuerda su excitación, y cómo desde entonces, y cada vez con más frecuencia, le pide que le hable de sus amores pasados. En ocasiones se contenta con pinceladas, un encuentro furtivo, una caricia robada, pero en otras le exige que se detenga en detalles para comprobar una y otra vez su veracidad, hasta que ella le dice que está harta, y entonces él la toma y hacen el amor. De vez en cuando le ordena que le muestre cómo la amaron otros hombres. «Acaríciate como él lo hizo». «Tócame como lo tocaste», le dice, incitándola a repetir el gesto, «más, más, más», hasta que ella cae sobre él, exhausta, algunas veces presa de excitación por su propio relato y el ardor que este provoca en Diego, y en otras entristecida.

La voz de Sophie la saca de sus ensoñaciones.

—Me gustaría que te llevaras esa jaula —la escucha decir de pronto, señalando una de las más pequeñas, construida de ramas de arrayán. Su banderola lleva escrito el verso «Morir y todavía amarte más».

—La hice para ti —añade.

Sus palabras la estremecen. En una ocasión, cuando recién se habían conocido, le contó a Sophie que todo lo que Brodsky escribía —cada verso, cada palabra— lo hacía para Auden. Él era la sombra a quien buscaba complacer. Unas semanas después, Sophie le dijo que todo lo que creara sería para ella, por ella. Morgana enciende un cigarrillo y, en un gesto viril e impetuoso, arroja el humo hacia delante.

—No digas eso, Sophie —responde, y se lleva una uña a la boca.

—Es que es verdad —dice Sophie, adelgazando la voz para disimular su emoción.

Los últimos rayos del sol entran oblicuos por la ventana e iluminan la sala. Las jaulas, con sus diversos materiales, arrojan resplandores. Da la impresión de que intentaran herirse unas a otras. Morgana se levanta del sillón y sepulta su cigarrillo en el cenicero. Al cabo de un par de segundos enciende otro.

—Sophie, ¿no has pensado que sería bueno que invitaras algún día a Camilo? Yo no lo conozco, tampoco Diego.

—Es que ya casi no lo veo.

—Deberías verlo más —señala Morgana sin mirarla. Con el cigarrillo sujeto entre los labios desata su moño para volver a armarlo con manos diestras.

—¿Para qué? Me basta con Diego, tú y yo. Y Anne, claro —concluye, e intenta reírse.

Morgana se acerca a ella y la toma con firmeza de los hombros.

—Es que no es normal, ¿no te das cuenta, Sophie? ¡No es normal que tu única vida seamos tu padre y yo! —le grita.

El rostro de Sophie se oscurece. Desde el fondo de sus ojos la mira sin decir palabra. En un gesto nervioso hace girar la cinta que lleva en su muñeca, como si echara a andar un mecanismo secreto en su interior. La de hoy es de colores tenues y más delgada que las otras. Un silencio duro y vigilante ha saltado sobre ellas.

—Dime algo —le pide al cabo de unos segundos.

Pero Sophie permanece inmóvil. Morgana sabe que se siente extraviada. Sabe también —como se lo confesó una noche que dormían juntas— que busca una superficie brillante en la cual detener sus ojos, una superficie para mirar la realidad desde allí, y en su reflejo deshacer aquello que la perturba.

—Perdóname. No quise hablarte así —le dice quedamente.

Sophie está de pie, los puños apretados, la cabeza vuelta hacia la ventana, la mirada húmeda fija en el ocaso que va con rapidez convirtiéndose en un añil oscuro.

—Dime algo —le ruega.

Morgana distingue la fosforescencia que aflora de su fragilidad. Aspira su cigarrillo una y otra vez, capturada por el silencio de Sophie.

—¿Me vas a hablar?

Los labios de Sophie tiemblan. Intuye en ellos un peligro, una advertencia. Tiene la impresión de que si persiste, Sophie volará en mil pedazos.