La ciudad reacciona con zarpazos lerdos y desesperados de animal herido. Morgana intenta dormir, pero las sirenas la perturban. Añora el abrazo de su padre, sus peroratas, los libros recién llegados de España y su expresión entusiasta al enseñárselos; añora los hogares que su madre reproduce una y otra vez en cada país donde han vivido, estacionados siempre en el tiempo y en el universo que dejó en la isla remota de España donde nació. Ya son dos años que vive sola. Buscó un trabajo, un departamento próximo a su universidad y se mudó. No se arrepiente de haberlo hecho. La vida que llevaban sus padres la ahogaba.
Cuando por fin logra conciliar el sueño escucha un timbre, pero no está segura de que sea el teléfono. Sueña con una llanura yerma donde ni siquiera la luz encuentra un lugar donde guarecer sus colores. Abre los ojos y el sonido sigue allí. Salta de la cama y camina a tientas hasta la sala. Debe ser Sophie en uno de sus desvelos. No le importa bajar a acompañarla. Ya se ha vuelto una costumbre. Duermen abrazadas y sus cuerpos se ajustan el uno al otro, confiados. El calor y la respiración de Sophie le producen un sentimiento de plenitud. A veces incluso aguarda su llamada mirando el techo de su cuarto, y una vez que Sophie duerme en sus brazos, todo adquiere un orden, un sentido. La posibilidad que ella le da de apaciguar su alma es acaso lo más próxima que ha estado nunca de alguien.
Mira la hora, son las doce y media de la noche. Toma el auricular. Al otro lado de la línea su conciencia aún adormilada tropieza con la voz de Diego.
—¿Estabas durmiendo?
El corazón le da un brinco. Desde el episodio de la playa que no se han visto, de eso hace doce días. Está convencida de que él la evita. Lo imagina con frecuencia. Recuerda sus facciones tensas a pocos centímetros de su rostro, sus dedos hábiles, su sudor cayendo a gotas sobre ella. Recuerda también su abatimiento y su expresión de agobio al concluir todo.
—Perdona que te despierte, ¿pero sabes dónde está Sophie?
—Me dijo que saldría por la tarde con Camilo.
—No me comentó nada. ¿Quién es Camilo?
Morgana le explica que Camilo trabaja en la papelería donde Sophie compra sus materiales de trabajo.
—No entiendo por qué no me avisó. No es tan difícil, una llamada basta. ¿Estás segura?
—No te lo puedo jurar, pero sí, estoy casi segura.
—Gracias. La voy a esperar.
—Diego, sé que estás preocupado… —musita, y luego duda un segundo—. ¿Quieres que baje unos momentos? Da igual, ya me despertaste —dice con prisa. Escucha la fricción de un encendedor al otro lado del auricular.
—Sophie podría llegar en cualquier momento —dice él.
—¿Y qué? Nos encontrará charlando como los dos buenos amigos que somos.
—Te voy a preparar un té —señala Diego con brusca decisión.
Morgana baja en pijama y descalza, como suele acudir en auxilio de su amiga. Diego le abre la puerta con la tetera en la mano.
—Ya ponía a calentar el agua.
La expresión de Diego al verla con su camisón ligero, la cara lavada y el cabello tomado en una trenza, no es alegre. Morgana intuye el acceso de desaliento que lo embarga al enfrentarse con tal crudeza a su juventud. Sobre la mesa del comedor divisa un alto de carpetas, el diario de la tarde y varios dibujos de Sophie. Una sola mirada le basta para saber que son los bocetos que hace de ella. Cuando están juntas, Sophie la observa, y a veces traza bosquejos en su cuaderno. Si Morgana le pregunta qué hace, ella lo cierra de golpe y sonríe misteriosamente. En una ocasión, después de mirarla atenta por algunos minutos, Sophie le mostró el dibujo ágil y seguro que estaba haciendo de su perfil.
«¿Estará Sophie con Camilo? ¿Y quién es Camilo?», se pregunta de pronto. Nunca lo ha visto, y no sabe de él más que unas pocas cosas. Tendría que haberle preguntado, indagado más. Siente miedo por Sophie. La noche con sus sirenas exacerba los temores. Sin embargo, no puede hacer evidentes sus aprensiones frente a Diego. No tiene sentido preocuparlo.
Se sienta en el borde del sillón y Diego entra en la cocina. Al rato vuelve con una taza humeante de té para ella y una cerveza para él. Le entrega la taza sin mirarla. Después de girar en la palma de su mano un encendedor Zippo, prende un cigarrillo y se acerca a la ventana. Un suave resplandor ocre ilumina el cielo. Son las luces de la ciudad, y también de la luna que está pronta a emerger tras la cordillera. Da un largo sorbo a su botella con la vista fija en la noche.
—¿Supiste lo que ocurrió? —pregunta.
—Sí —musita Morgana—. Es horrible.
—Doce balazos. ¿Te das cuenta? Iba en el automóvil con su hija —aspira hondo y con los ojos cerrados expulsa el humo con fuerza hacia el techo, como si hubiera pronunciado las palabras que pesaban en su corazón por largo rato.
—Oí las noticias en la radio. Un comando interceptó su automóvil. ¿Qué va a pasar con tanta violencia, Diego?
—Nos vamos a quedar solos. Completamente solos. Si entendieran… si pudieran entender que sus actos violentos solo van a traer más violencia… —dice Diego sin mirarla y luego toma otro trago largo de cerveza.
Sus palabras surgen secas, cargadas de rabia e impotencia. Morgana vislumbra en ellas su implacable virilidad. Piensa que debería irse, pero en lugar de eso se lleva la taza a la mejilla para sentir su calor. Él tarda un buen rato en volver a hablar.
—¿De verdad crees que Sophie está con ese tal Camilo?
—Me ha hablado varias veces de él. Es un chico que le gusta, aunque creo que ella no se ha dado cuenta.
—¿Que le gusta?
Sus ojos, que hasta ahora han saltado de un rincón de la sala a otro, se detienen en ella.
—Sí.
—¿Y cómo puede ser eso?
—A veces ocurre.
Él apaga el cigarrillo en el cenicero mientras espira una última bocanada. La luz de una lámpara dibuja en la comisura de su boca sombras que le dan un aire triste.
—A las mujeres, querrás decir. Porque los hombres sabemos muy bien cuando una mujer nos gusta —señala con la mirada aún enterrada en el cenicero.
Morgana tiene la impresión de que, hacia el final de la frase, su voz se extingue, arrepentido quizás de haberla pronunciado. Ella vuelve a pensar que ha llegado el momento de dejarlo solo. Comienza a levantarse, pero Diego se le adelanta, entra a la cocina y retorna con una botella de vino y dos copas. Sus movimientos son bruscos pero precisos. Morgana percibe en él una pulsión controlada y férrea. Recoge los pies en el sillón y abraza sus rodillas.
—¿Tienes frío? —le pregunta él.
—Un poco —dice, mientras enciende un cigarrillo y le da varias caladas con rapidez.
—Es que ese pijama tuyo es muy delgado. Espera —Diego desaparece en el pasillo y vuelve con una amplia sudadera gris de algodón—. Póntela —le indica.
Después de servir las copas de vino, se sienta en el otro extremo del sofá y extiende el brazo a lo largo del respaldo. Su posición es relajada, pero lo traiciona su mano que va y viene, en un intento inútil de alisar la textura estriada del tapiz.
—Tu padre es diplomático de carrera, ¿verdad? —pregunta. Levanta su copa y la mira a trasluz.
—Sí —responde Morgana, mientras trata de soltar la ceniza que aún no se ha formado.
—¿Sigues con frío?
—Menos.
—Acércate.
Diego la rodea con un brazo. Ella apoya la cabeza en su hombro. Él envuelve los dedos en el mechón de pelo que se ha desprendido de su trenza y acaricia su rostro, siguiendo el contorno, luego la nariz, las cejas, los labios carnosos, como si intentara conocer sus facciones. Mirándola, dice:
—Me encantan tu nariz y tus pies, sí, sobre todo me gustan tus pies —extiende una mano y alcanza uno de sus pies morenos—. Sophie está haciendo un retrato tuyo. ¿Sabías?
—Solo he visto un bosquejo.
—Quiere hacer su versión del cuadro de un pintor húngaro. Es una mujer que sostiene una jaula verde donde está prisionero un pájaro blanco. Todo está en penumbras a excepción del pájaro, la jaula, las manos y el perfil de la mujer. Es muy bello. La mujer lleva un pesado vestido ciruela oscuro, pero Sophie quiere pintarte desnuda.
Con la última palabra, Diego roza con sus dedos una mejilla de Morgana.
—¡Desnuda! ¿Por qué?
Los ojos amarillo girasol la miran con el asombro y la fruición de quien ha saltado un muro y se ha encontrado con lo que creía hasta ahora imposible. De pronto, las manos de él buscan a ciegas debajo de su camisón. Percibe el ardor de sus dedos en uno de sus pechos. Morgana extiende las piernas sobre el sofá y acomoda la cabeza sobre su regazo. Él desliza su camisón hacia arriba. Toca su vientre, deteniéndose en su ombligo, dibuja una circunferencia en su contorno y luego presiona en su hendidura.
—Ven —le indica él de pronto incorporándose, al tiempo que toma una de sus manos y la guía hasta su cuarto.
Mientras se saca la camisa, él la mira con fijeza, intentando acaso calibrar la impresión que produce en ella su torso desnudo. No hay preámbulos, Diego empuja sus caderas contra las suyas y entra profundo, de un golpe, pero una vez dentro permanece quieto, observándola, con una sonrisa minúscula pero visible. Vuelve a empujar, midiendo en los ojos de ella la intensidad de sus embestidas. Con una mano flexiona una de sus rodillas para llegar más adentro. Al cabo de un momento se detiene otra vez, cierra los ojos y la abraza. Advierte el calor de su aliento en el oído. Piensa que más tarde recordará este abrazo, a Diego dentro de ella, y siente una súbita tristeza. Sabe que a pesar de la cercanía, del acoplamiento de sus cuerpos, hasta el punto de sentir que toca una veta profunda de Diego, al deshacerse, ese contacto se llevará todo con él. Porque la existencia no resiste este ardor, lo apaga, lo arranca como a las malas hierbas; porque esta intensidad es incompatible con la razón, con la cordura que necesita la vida para seguir su curso y llevarse a cabo a sí misma.
Siente el deseo incontrolable de pedirle que siga, que no se contenga, que llegue hasta el fondo, aunque sabe que ese será el fin. Ya no lo tendrá allí, su pelvis contra la suya, sus ojos clavados en ella, interrogándola, sopesándola. Pero no puede evitarlo.
—No te detengas —le pide.
Él presiona hondo una y otra vez. Ya no hay vuelta atrás. Acaban, no juntos, pero casi al unísono.
Diego desliza el brazo por su espalda y la arrima a su cuerpo. Morgana descansa la mejilla sobre su hombro mojado por el sudor y pega los pechos a las costillas de él. Escucha el silencio, un silencio que es aparente, una cubierta que esconde otros sonidos. No se ha guardado nada para sí, se ha dejado ir hasta el final, y a la vez que experimenta una gran liberación, la tristeza de hace unos minutos vuelve a asaltarla.
Piensa en el cuerpo del ex ministro, su cabeza sin vida en el asiento ensangrentado, los doce balazos y la sangre que ahora se desliza por la noche, transformada en gritos lejanos, en un largo lamento que atraviesa la ciudad. Se arrima más a él. Diego se levanta de un salto y cierra las cortinas. Los sonidos del exterior se amortiguan pero no desaparecen. Morgana ve sus nalgas pequeñas y turgentes, sus muslos gruesos y firmes que no son obvios bajo su ropa. Le dan ganas de tocarlo nuevamente. Su torso, en cambio, no está tan bien desarrollado y le otorga a su cuerpo una apariencia de cierta fragilidad.
—Tú y Sophie a veces duermen juntas, ¿verdad? —le pregunta una vez de vuelta en la cama.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Me dijo que cuando no podía quedarse dormida, te llamaba y tú venías a acompañarla. Me conmovió mucho. ¿Qué hacen?
—No somos lesbianas.
—Lo sé, no me refiero a eso —ríe él—, pero desde que ella lo mencionó, cada vez que llego tarde no puedo sacarme de la cabeza que tal vez tú estás ahí al lado, en la cama de Sophie, y me perturba un poco.
—Nos cuidamos y nos acompañamos, debería alegrarte.
—Claro, por supuesto. Pero duermes con mi hija, abrazada con mi hija, y ahora estás en mis brazos.
—¿Eso te dijo Sophie?
—Sí, me dijo que tú la abrazabas, y así se quedaba dormida.
—Es cierto. Para mí también es bueno. ¿Ella te cuenta todas sus cosas?
—Supongo que sí. Me tiene confianza.
Morgana piensa que todo de pronto se vuelve ambiguo. Sí, quiere a Sophie de una forma honesta y entregada. Pero esa verdad, cuyo principio han atesorado juntas, se hace añicos cuando choca con el deseo. ¿Qué sentido tiene ser fiel y verdadera consigo misma, e infiel y mentirosa con Sophie? A su vez, intuye que por ella, por el ardor que le provoca, Diego ha roto una promesa que debió hacerse a sí mismo sin necesidad siquiera de pronunciársela, porque resulta obvia, imprescindible. Se resume en unas pocas palabras: jamás desear a una amiga de Sophie.
Un helicóptero los sobrevuela. Oyen el zumbido acercarse a la cumbre de su edificio. Morgana esconde uno de sus pies fríos bajo las piernas de él. El cuerpo de Diego se tensa. En su latir agitado escucha su intranquilidad.
—Creo que es mejor que subas —lo oye decir suavemente—. Sophie puede llegar en cualquier momento.
Distingue en su rostro esa misma necesidad de imperiosa distancia que lo asaltó en la playa. Se levanta de la cama con calma y sin mirarlo recoge su camisón del suelo.
—Espera, yo te acompaño hasta tu departamento —dice él.
—No es necesario —señala ella, intentando que su voz suene neutra.
—Pero quiero hacerlo —insiste, al tiempo que se pone los pantalones.
El traqueteo del helicóptero parece detenerse sobre sus cabezas. Es un ruido que por un momento lo abarca todo. Luego comienza a alejarse, pero en aquellos segundos algo ha ocurrido. Morgana sabe que ambos han pensado y temido por Sophie.