Al enterarse de que Morgana había nacido en una isla española, Diego les propuso que pasaran un fin de semana en la playa. Hace tiempo que se los había anunciado, pero siempre surgía un imprevisto. Ahora lee recostado sobre la arena a pocos metros de ellas. Cada cierto rato Morgana lo observa, pero él está enfrascado en su lectura y parece no advertir lo que ocurre a su alrededor. Sophie pinta con un tablero sobre sus rodillas.
Es una tarde templada de invierno y en la orilla las olas se precipitan, se abren, se deshacen en inocencia, mientras que en el fondo el océano ruge. Fue en el mar que Morgana dio sus primeras brazadas, que descubrió la levedad de su cuerpo, las placenteras lancetas que recorrían su piel al contacto del agua.
—¿Les gustaría caminar un poco? —pregunta Diego.
Ambas lo miran y ríen. Él se ha revuelto tanto la cabeza que su pelo corto está enhiesto y lleno de arena, como el de un vagabundo o el de un loco pronto a desatar su delirio.
—Primero tienes que hacer algo con tu cabeza —bromea Sophie.
Diego se levanta y se sacude el pelo con ambas manos.
—Yo prefiero seguir con esto —dice Sophie y vuelve a su pintura.
Morgana se queda pensativa, como si sopesara su proposición.
—Yo puedo acompañarte —anuncia.
Caminan en silencio hacia el promontorio al cual conducen las dunas. Morgana va un poco más adelante, la vista fija en el suelo para no dar un mal paso. Le resulta difícil respirar. Imagina los ojos de Diego tras ella, fijos en sus caderas, en sus piernas, en sus hombros que balancea a uno y otro lado. De pronto voltea la vista, esperando encontrarse con su mirada, pero lo sorprende observando atento una caracola que sostiene entre sus dedos. Se detiene avergonzada. A lo lejos, los habitantes del pueblo encienden sus cocinas a leña. De sus techos dispares remontan humaradas plomizas. El cielo vibra.
—¿Sabías que fue en una playa similar a esta donde Darwin hizo parte de sus estudios para llegar a la teoría del origen de las especies? —le pregunta Diego cuando la alcanza.
Morgana niega con la cabeza. Diego presiona su cintura instándola a seguir. Es un contacto tan perentorio como fugaz, que deja en su piel el rastro de sus dedos. Ahora avanzan juntos, mientras Diego señala diferentes especies de plantas que acrecientan su complejidad a medida que se alejan del mar. Pero ella ya no lo escucha, lo que quisiera es que él la besara. Faldones de viento se deslizan por sus rostros. Morgana se vuelve a mirarlo, pero su largo pelo rizado se levanta sobre su cara y limita su visión.
Desde la cima del montículo divisan a Sophie en la distancia. Los colores de su falda refulgen en la superficie de la playa.
—Morgana —dice Diego, y luego se detiene. Ella lo mira y aguarda a que continúe—, ya lo sabes, te lo he mencionado antes, pero aun así nunca está de más volver a decírtelo: para nosotros ha sido muy bueno tenerte cerca.
—¿Para ambos?
—Claro, para ambos.
—Supongo que debes estar más tranquilo cuando pasas la noche fuera, sabiendo que ahora Sophie tiene a alguien que la acompañe.
Lo dice sin afán de reprimenda, pero con el firme propósito de conducirlo a un lugar donde no han estado antes.
—Suenas como si te tuviera de celadora de mi hija —observa en un tono burlón.
—¿No es eso? ¿Entonces qué? —pregunta ella. Diego la mira y mueve la cabeza a un lado y a otro sonriendo—. Porque a mí tú me gustas mucho, ¿sabías? —declara. No sabe cómo ha llegado a decir esto. De pronto ya no es ella misma, sino un personaje de su imaginación. Se siente liviana, sonríe en su interior. Sus músculos y su conciencia ceden embriagados.
—Nunca te he pensado como una guardiana de Sophie. Me gusta verlas juntas, tú generas en ella un optimismo que nunca ha tenido.
Advierte la tensión de Diego. Se ha puesto en guardia. Pero la sonrisa continúa engarzada en su interior, la bravura, la inconsciencia. Aun si Diego la rechazara, siempre tendría sobre él la supremacía de la juventud. Su juventud la redime y la protege.
—Parece que no fui clara, o no me oíste, o no quieres oírme. A mí de verdad tú me gustas —dice mirándolo con fijeza.
Diego palmea su hombro suavemente, como se hace con los niños cuando han dicho una brutalidad que resulta divertida.
—No digas eso —puntualiza con una expresión seria.
—Tengo veintidós años. No soy ninguna niña.
—Y yo cuarenta y cinco.
—No te gusto, ¿verdad? —su expresión es desafiante.
Un fino hilo de sudor ha comenzado a correr por el cuello recio de Diego. Un aroma a yodo los alcanza y luego recula, al recogerse las olas en el mar Pacífico. Él se frota el rostro. Tarda unos segundos en responderle.
—Por supuesto que sí. Eres una persona muy linda. Además, Sophie te quiere mucho.
—¿Una persona o una mujer? —pregunta, agresiva y magnífica. Después de uno o dos segundos añade—: ¿Y qué tiene que ver Sophie con lo que dije?
Un viento fresco brota del agua, como si hubiera estado esperando su turno, oculto en el fondo del mar.
—Una persona y una mujer —responde Diego. Hace una pausa y luego agrega—: Deberíamos volver, Sophie debe tener frío.
—¿No quieres llegar hasta el bosque? —pregunta Morgana, y se pone en marcha sin esperar su respuesta.
En la ribera, los tejados despiden lenguas de humo lentas y blanquecinas. Remontan, dibujan figuras, y luego se unen a las partículas de cielo.
Si Diego no la sigue, ella llegará hasta el final, y desde las alturas lo mirará con desdén. Recoge su falda colorida con una mano y continúa subiendo sin mirar atrás ni romper la atmósfera de danza que sabe emana de su cuerpo. Alcanza el bosquecillo y se sienta en un peñón. Abajo se extiende el mar. Diego, con una expresión resignada, ha venido tras ella. Alcanza a escuchar su respiración agitada por el esfuerzo. Muchas veces ha pensado que con el paso de los años el cuerpo y el alma se fatigan. Y cuando esto ocurre, alma y cuerpo comienzan a circular por sitios que les son familiares, con el fin de no extraviarse ni dilapidar energía en intentos fallidos. Ya empieza a reconocer el actuar de Diego, rutas que quedaron fijadas hace tiempo, y que él no hace más que reproducir. Lo atisba en su lenguaje, en la construcción de sus frases, en sus énfasis, en la forma de abordar los conflictos: apretando los dientes, guardando la calma y continuando. También sus conquistas parecieran seguir un trazado. Es Sophie quien la ha instruido en esto. Y ambas ríen, ríen de lo previsible que puede llegar a ser. No obstante, hay un espacio que ni sus risas ni sus miradas alcanzan, esa cabeza gacha que camina hacia ella con resolución, esa mente que se lanza a la deriva y desata fantasías e impulsos prohibidos. Lo corroboró en sus dedos que quisieron quedarse más tiempo en su cintura, pero que él doblegó con voluntad.
Diego se sienta a su lado, toma una rama del suelo y la despoja con calma de sus hojas. En el espacio que dejan sus pantalones y sus zapatillas aparecen los vellos negros y ensortijados de sus piernas. Concentrado en su labor, guarda silencio.
—Tienes veintidós años, pero pareces saber más que yo de algunas cosas —observa de pronto, sin mirarla.
—¿Como qué cosas?
—Como, por ejemplo, obtener lo que quieres —dice con firmeza y calma, al tiempo que parte en dos la rama ya desnuda. Escuchan el graznido de las gaviotas a lo lejos. El mar es gris y por ratos bullicioso, cuando las olas crecen y estallan contra las rocas.
—Tú no lo haces nada mal —ríe Morgana. Extiende las piernas que sabe firmes y satinadas, como la piel de una montura—. ¿Y Paula? —pregunta de pronto.
—Entró en su quimioterapia —murmura él—. He tratado de ir a verla, pero a ella no le gusta que la vean enferma y desvalida. Ha perdido el pelo.
—Es la primera noticia que tengo de su enfermedad. Sophie no me lo había comentado —musita alarmada.
—Tal vez por respeto a Paula.
—Vamos, ¿lo has intentado lo suficiente o te mueres de miedo de verla así?
—¿Por qué eres tan insolente? Debieras empezar a medir tus palabras —la recrimina. Comprime los labios y la mira con severidad.
—Vaya, lo siento —dice ella.
Diego vuelve los ojos hacia el mar sin responderle. El triángulo blanco de un velero se recorta sobre la superficie deslucida del cielo.
—Disculpa, en serio —insiste Morgana y posa una mano sobre el muslo de Diego—. De verdad no quise decir algo tan rudo. Solo quería provocarte.
No sabe por qué ha dicho eso. Él sonríe. Ella no retira la mano que sigue sobre su pierna y Diego no hace nada por evitarla. Siente el impulso de besarlo, pero se contiene.
—De niña me gustaba mirar los veleros que en el verano llegaban de todas partes del mundo a la bahía —dice, al tiempo que señala el bote a vela que aún persiste en el horizonte.
Se voltea a mirarlo y descubre sus ojos ambarinos fijos en ella. Tienen un brillo donde cree encontrar ardor y contención.
—Estuve investigando. La isla donde naciste es muy bella y tiene una historia bastante particular.
La idea de que él le hubiera robado a sus frenéticas actividades un tiempo para pensar en ella, la llena de confianza. No más atajos, quiere besarlo y lo besa. Al principio nota su desconcierto, la rigidez de sus músculos, una resistencia que no alcanza a ser tan evidente como para detenerse. Hasta que siente su mano sobre el rostro y entonces sus lenguas se buscan, se entrelazan, recorriendo la superficie estriada y cálida donde habita la otra.
Cuando se separan, ella, maliciosamente, se larga a reír. Apoyado en uno de sus codos, Diego la mira. Morgana distingue el velo turbulento del deseo que cubre sus pupilas y que exacerba ese viso demente que distinguió la primera vez en ellas. Unos ojos que no están enfocados en ningún punto, pero a la vez lo están en todas partes, y que tienen el ímpetu para llegar a cualquier sitio. Diego se saca el suéter, lo extiende en la superficie dura y pedregosa, y Morgana se echa sobre él. Con cada uno de sus movimientos se levantan nubecillas de polvo en el aire claro y frío. Ella estira los brazos hacia atrás y él toma sus dos manos, aprisionándola, imposibilitándole cualquier forma de movimiento. No se resiste, sus músculos ceden, al tiempo que otros, más recónditos, se tensan alertas. Vuelven a besarse. Siente la barbilla áspera de él que raspa la suya. Sus manos recorren ansiosas sus muslos bajo la falda, sus muslos fuertes de nadadora. Ella libera una mano y presiona su erección por sobre su ropa. La comprime. Lo escucha gemir. Él cierra los ojos. En su boca entreabierta su lengua se encrespa, como si buscara otra vez el contacto de la suya. Se unen en un abrazo. Respiran en el oído del otro. Ella besa su cuello, se pierde en la oquedad que deja el hueso de su hombro. Sin desprenderse, los dedos de Diego buscan sus profundidades. El aire caliente de sus fosas nasales se estrella contra sus ojos. Los movimientos de sus dedos se hacen más hondos, más acompasados, hasta que Morgana emite un gemido que al instante ahoga en su interior, temiendo que su voz llegue a oídos de Sophie, allá lejos, sentada en la playa con su tela en las rodillas y sus pinturas sobre la arena.
De pronto, en un movimiento brusco, Diego se hace a un lado. Tiene la respiración agitada, pero sus ojos están vueltos sobre sí mismos. Morgana permanece quieta. Sin tocarlo advierte su cuerpo crispado. Un frío intenso la sacude, pero no es el mismo de hace unos momentos. Este atraviesa los tejidos y los órganos, como un taladro de hielo. No entiende por qué él se ha detenido, por qué no ha llegado hasta el final, por qué ha rechazado el contacto de su piel. Su mente va de un lado a otro en busca de un motivo. Pronto, el desconcierto y la humillación se instalan con la fuerza inapelable de su simpleza.
Ahora ambos están tendidos de espaldas.
Las gaviotas, en bandadas, graznan desde las alturas. Un silencio expectante los acecha.
—Para los japoneses, la palabra «sensación» es un invento occidental. Detestan su vaguedad —declara Diego después de un rato.
—¿Por qué hablas de eso ahora?
—No sé. Tal vez porque lo que pienso está muy lejos de la vaguedad de las sensaciones.
Su expresión se ha endurecido y despide destellos similares a los de la superficie del agua a lo lejos. Los graznidos de las gaviotas parecen adquirir un tono trágico, como si se despidieran del sol definitivamente.
—Lo que pienso —continúa Diego— es que debí impedir que esto ocurriera —habla sin mirarla, con los ojos puestos en las alturas—. Lo siento, Morgana.
—¿De verdad lo crees así?
—Sí.
Morgana guarda silencio. También Diego. Ahora no hay sonidos, ni siquiera el de los pájaros. La playa pareciera haberse vaciado de vida.
—Entonces, ¿por qué seguiste subiendo? —pregunta Morgana.
—No sé. De verdad no lo sé —luego de una pausa agrega—: Bueno, tal vez porque eres linda.
—Entonces…
—Eso no es suficiente.
Ella se levanta, se toma de los codos y niega con la cabeza.
—¿Que un hombre y una mujer se deseen no es suficiente?
—Es mejor que regresemos —dice Diego al tiempo que se reincorpora.
Morgana se aclara la garganta.
—¿No vas a decirme nada?
—Mira esto —señala él al cabo de unos segundos, sosteniendo en su mano el caparazón de un caracol—. Es una especie muy rara. Darwin se habría fascinado de encontrarla.
—¿No vas a responderme? —repite ella con la voz quebrada.
Intenta ahogarlas, respira fuerte, aprieta los párpados, pero las lágrimas no tardan en acumularse en las esquinas de sus párpados. No siente tristeza, ni rabia, no siente nada, pero las lágrimas caen por sus mejillas como si provinieran de otros ojos.
—¡Diego, Morgana! —escuchan a lo lejos la voz de Sophie.
—Tú y yo somos lo único que tiene Sophie ahora. Tenemos que volver —concluye Diego.
Descienden las dunas sin hablarse, Morgana unos metros más adelante con paso inseguro. Se levanta el viento, el cielo circula. Sophie, al verlos, camina hacia ellos. Entusiasmada les cuenta que ha visto una pareja de pelícanos. Diego abraza a su hija con la emoción de quien retorna de un largo viaje. Recogen sus cosas mientras Sophie habla de las aves. Ellos no se miran. Una tensión corpórea comprime sus cuerpos.
—¿Y a ustedes qué les pasa? —pregunta Sophie.
Diego se pasa la mano por el pelo en un gesto impetuoso. Morgana distingue en él a la vez rudeza y desvalimiento. El escudo frío de una voluntad de hierro que ha sido resquebrajado y que intenta recomponer.
—Es que se puso muy frío. Será mejor que nos apuremos —dice Diego, mientras dobla su toalla para introducirla dentro del bolso.
Sophie los mira, primero a uno y después al otro, y luego deja caer sus párpados de pestañas claras. Busca en su bolso una cajetilla de cigarrillos, enciende uno y espira el humo hacia el cielo.