52

La llamo en cuanto llego a mi despacho.

—¿Usted otra vez, señor comisario? Creía que ya estaba todo dicho.

—Yo también lo creía, pero me equivocaba, señora Skuludis.

Silencio en la línea. Cuando contesta por fin, su voz suena grave y serena:

—Finalmente ha descubierto quién soy.

—Sí, esta misma mañana.

—¿Puedo preguntar cómo?

—Por medio de Jristos Calafatis, el que fabrica las camisetas del Che.

Ella recobra el buen humor.

—Me alegro. Es el único que lo sabe, y usted lo ha localizado.

—Tenemos que hablar. ¿Cuándo le vendría bien pasar por mi despacho?

—No es necesario que le devuelva las visitas que me ha hecho —dice con una risita. Luego añade, en serio—: Ni en su despacho ni en el mío. Pase por casa. Esta tarde a las seis.

Le pido su dirección.

—Tombasi 7, en Pefki. Se cruza con la calle Crisóstomo de Esmirna a la altura del parque Katsímbali.

Me planteo si debo telefonear a Guikas de inmediato para informarle de lo que me ha dicho Calafatis, o esperar hasta después de mi conversación con Yanneli. La disyuntiva deriva, sobre todo, de mi impaciencia. Por muchos años que uno lleve en el servicio, por mucha experiencia que haya acumulado, en cuanto huele el éxito ansía ir corriendo a contárselo al director. Es una especie de pulsión irresistible. Decido armarme de paciencia, porque es más apropiado entrevistarme primero con Yanneli, tapar todos los agujeros y luego vanagloriarme ante Guikas.

¿Cómo aguantar cinco horas sentado sobre ascuas? Prolongo mi reunión con los reporteros. Los dejo estupefactos, porque es la primera vez que hablo con ellos hasta por los codos. Sotirópulos, que sospecha algo, decide quedarse un poco más, en beneficio de ambos, porque él toca su tema favorito, el de los suicidios, y yo contesto con vaguedades, para matar el tiempo. Al final, me invade el sentimiento de culpabilidad y le pido que mantenga la calma hasta mañana, cuando seguramente habrá novedades. Me presiona para que especifique de qué tipo, yo me muestro firme como una roca y así transcurre un buen rato mientras nos pasamos mutuamente la pelota. Bajo tres veces al bar, pido tres cafés griegos ma non troppo, un cruasán en celofán y un paquete de tostadas para asentar el estómago.

Calculo que necesito tres cuartos de hora para llegar a Pefki. Lo más lógico sería remontar la avenida de Kifisiás y, pasada la fábrica de refrescos Ivi, torcer a la izquierda en la avenida San Constantino, cuya prolongación conduce hasta Crisóstomo de Esmirna. Es la tarde de un lunes de verano, los comercios están cerrados y no hay tráfico. Llego con quince minutos de antelación y doy dos vueltas alrededor de la manzana para no presentarme antes de tiempo. El timbre del número 7 lleva sólo el nombre de Koralía Yanneli. Me pregunto si Skuludis ha muerto o si simplemente lo han tachado de la lista de los vivos. El piso es un ático que ocupa la quinta planta.

Me abre Yanneli en persona. Luce la misma sonrisa que en su despacho de Balkan Prospect y luce uno de sus conjuntitos de trabajo.

—Pase —dice y me guía a una sala de estar espaciosa, que da a una terraza cubierta con un toldo y llena de plantas, en su mayor parte árboles pequeños en grandes macetas. En la pared de la derecha hay una puerta corredera, que está cerrada. Del otro lado llega el sonido apagado de un televisor.

—Siéntese. —Señala un sillón orientado hacia el parque de Pefki—. ¿Quiere tomar algo?

—No, gracias.

Ella se sienta en el sofá, frente a mí. Actúa como si me hubiese invitado a tomar un café y charlar, pero no le resulta fácil disimular su nerviosismo.

—¿Por dónde empezamos? ¿Por Minás Logarás?

Yanneli rompe a reír.

—Minás Logarás no existe, y usted lo sabe. —Se pone seria de repente—. No, empecemos por la detención de mi padre.

Dejo que ella vaya a su ritmo. Ahora que me encuentro sentado frente a ella, estoy tranquilo. No tengo prisa, puedo esperar.

—A mi padre le arrestaron en la primavera del setenta y dos. Nos despertaron a las dos de la madrugada, agarraron a mi padre y empezaron a propinarle una paliza al tiempo que lo arrastraban hacia la puerta. —Se interrumpe y añade en tono neutro, como haciendo una simple constatación—: Aquella fue la última vez que vi a mi padre, señor comisario. —Suspira y guarda un breve silencio—. Mi padre se pasó la vida tramando rebeliones y revoluciones. Mi madre también. Pero a sus hijos quisieron mantenerlos al margen de todo eso. No nos hablaban de ello, no nos daban explicaciones, no nos decían nada. Lo hacían para protegernos, aunque también para evitar que nos fuéramos de la lengua. Así que crecimos sin saber, en un ambiente de terror muy vago. Se lo cuento para que se imagine nuestro pánico cuando vinieron a detener a papá. —Me sonríe con cierta ironía—. A fin de cuentas, usted es policía. Sabe de qué estoy hablando.

Lo sé. Aunque, desde mi posición, raras veces he percibido el pánico de los inocentes. Generalmente, lo que veo es el pánico de los culpables.

—Por ese entonces estaba en el último año de instituto y Kimonas cursaba el tercero de bachillerato. Nuestra madre había muerto hacía dos años. No teníamos a nadie, no conocíamos a nadie. Por la mañana empecé a preguntar discretamente dónde encerraban los soldados a los detenidos. Así supe de la existencia de la policía militar. Preparé una bolsa con ropa, porque papá no había podido llevarse nada, y fui al cuartel. Me dijeron que tenía que hablar con el capitán Skuludis. Me recibió muy amablemente. Me aseguró que él mismo entregaría la ropa a mi padre, que lo retenían para interrogarlo y que no sabía cuándo lo pondrían en libertad, pero me pidió que no me preocupara, porque se encontraba bien de salud y que, siempre que quisiera tener noticias suyas o llevarle algo recurriera a él. —Calla de nuevo y me mira—. Quizá pueda entender también lo que voy a decirle ahora. Cuando has pasado la vida temiendo lo desconocido, cuando te has quedado sola con un hermano menor y no sabes a qué puerta llamar y, de pronto, conoces a alguien que se muestra amigable y dispuesto a ayudar, ese alguien, tarde o temprano, acaba por ganarse tu afecto. Y no se trata sólo de esto. Mis padres jamás me habían dado respuestas. Skuludis se sacaba siempre una respuesta de la manga, que resolvía todas mis dudas. Desde luego, me contaba cuentos, pero a los niños asustados hay que contarles cuentos para que duerman tranquilos. Así son las cosas. —Vuelve a suspirar—. ¿Seguro que no le apetece tomar algo? —repite.

—No, gracias.

—Entonces yo tomaré mi dosis.

Se levanta y sale del salón. He realizado miles de interrogatorios en mi vida y sé cómo se producen las confesiones: a regañadientes, con interrupciones, retrasos y silencios. Aguardo con paciencia, mientras el televisor sigue sonando en la habitación contigua. Yanneli reaparece con un vaso de whisky con hielo.

—Por eso me enamoré y por eso me casé con él, señor comisario. Por la sensación de seguridad que me infundía —dice al sentarse—. Yo todavía era menor de edad. No sé cómo consiguió Yangos la licencia de matrimonio. Casi nadie vino a la boda. A mí me acompañaron Kimonas y Yangos, un par de amigos. Después de la ceremonia, quise ver a papá. Yangos me advirtió que sería mejor evitarlo, que a mí me haría daño y a él también, porque nadie veía con buenos ojos que se casara con la hija de un terrorista. Entonces escribí a mi padre una carta muy larga. No recibí contestación. Volví a escribirle. Nada.

Hace una nueva pausa para tomar un sorbo de whisky. Parece que necesita un respiro antes de pasar a lo más difícil.

—La contestación llegó después de la caída de la dictadura.

Se pone de pie y se dirige a un secreter, colocado frente a la puerta corredera. Extrae un papel doblado de un cajón y me lo tiende. Yo no la consideraría una carta, sino más bien una nota escrita en una hoja de cuaderno.

Me has traicionado. Te has casado con mi torturador. A partir de ahora y durante el resto de mi vida tendré que ocultar esta vergüenza. No te atrevas a acercarte a mí, ni siquiera cuando esté muerto. Ya no eres mi hija. Kimonas se queda conmigo. A él tampoco lo volverás a ver.

La firma es una Z mayúscula. Devuelvo la nota a Yanneli.

—Hice innumerables intentos de establecer contacto con él, lo llamé muchas veces por teléfono, pero fue en vano. Mi padre y mi hermano rompieron toda relación conmigo. —Está alterada y aspira profundamente para recuperar la calma—. Cuando leí la noticia de su suicidio, logré averiguar dónde vivía y fui corriendo hasta allí. Mi hermano abrió la puerta. Me gritó que me largara y que no se me ocurriera asistir al entierro, porque me echaría de la iglesia a patadas.

—¿Mostró a su esposo la nota que le escribió su padre?

—Cuando recibí la nota, le había tocado el turno a mi esposo de estar en la cárcel. Lo habían detenido una semana después de jurar el cargo en el primer gobierno de Karamanlís.

—¿Y más tarde? ¿No le pidió explicaciones?

Suelta una risotada amarga.

—¿Le sorprende?

—Me extraña.

—Venga —me indica y se pone de pie.

Abre la puerta corredera y se aparta para dejarme pasar. Entro en una sala más pequeña, con un sofá, una mesilla y un asiento de respaldo alto arrimados a cada una de las paredes. Frente al sofá hay un televisor de pantalla gigante. A media distancia entre el sofá y el televisor, un hombre está sentado en una silla de ruedas. Salta a la vista que ha sido víctima de una embolia cerebral. Tiene el brazo izquierdo paralizado y la cabeza, con la boca torcida en un rictus grotesco, ladeada sobre el hombro izquierdo. Su cuerpo tiembla incesantemente. Sólo es capaz de mover la mano derecha, y con dificultad.

—Este es mi marido, señor comisario —dice la voz de Koralía Yanneli a mi lado—. El capitán Yangos Skuludis, oficial expulsado con deshonor del ejército de tierra de Grecia. El Coco, como lo llamaban en la policía militar. Lo condenaron a quince años de cárcel y, de pura desesperación sufrió tres embolias cerebrales que le causaron daños irreversibles. Lo pusieron en libertad en atención a su delicado estado de salud. No puede caminar, no puede hablar; el único modo de comunicarnos es a través de estas notas.

Señala una pequeña cesta llena de notas, que cuelga del brazo de la silla de ruedas. Acoplado al mismo brazo hay una especie de tablero semejante al de los pupitres, sobre el que descansan un bloc de notas y un bolígrafo. Evidentemente, Skuludis escribe las notas y las tira en la cesta.

—Puede leerlas, si quiere —dice Yanneli.

Es evidente que a Skuludis le cuesta un gran esfuerzo escribir. Las letras redondas y muy separadas están trazadas con demasiada presión.

Ojos Rasgados sólo me hace té. Le pido café y se lo pasa por el forro. Maldita amarilla.

La segunda nota es un grito de protesta:

¡PURÉ DE PATATAS! ¡PURÉ DE PATATAS! ¡ESTOY HARTO DEL PURÉ DE PATATAS!

—No puede masticar —explica Yanneli, que lee las notas por encima de mi hombro—. Sólo come sopas, cremas y, como mucho, algún pescado.

La tercera es una orden militar:

Dile a esa zorra que me saque a pasear más tarde. Volvemos demasiado pronto, se me cae la casa encima.

La última es un comentario:

He visto American Yakuza 2. Los fuertes siempre ganan. Sólo nosotros perdimos. ¡Es una vergüenza!

Yanneli se inclina sobre él.

—He de hablar con el señor. No tardaré. ¿De acuerdo, Yangos? —Le dice con dulzura.

Debido al tembleque crónico de la cabeza resulta muy difícil discernir si asiente o pasa de todo. Yanneli me invita con señas a salir y cierra la puerta.

—Tres días después de su arresto, un amigo pasó por casa para dejarme una llave y una dirección que indicaba una calle de Llosia. Descubrí un apartamento de dos habitaciones lleno de carpetas. Yangos guardaba copias de todos los interrogatorios que había conducido, de los informes, las fotografías y los documentos. Entre ellos figuraban el expediente de mi padre y los de Iásonas Favieros, Lukás Stefanakos y Apóstolos Vakirtzís. Así fue como me enteré de la existencia del comando Che Guevara. Cuando quemaron los archivos de la policía militar en Keratsini, sólo quedaban los de Yangos —añade con una sonrisa.

—¿Dónde están ahora?

—Déjeme terminar. Mientras estuvo detenido, comencé a desenmascarar la red que había tejido Yangos a lo largo de los años. De vez en cuando, llamaban a mi puerta personas desconocidas y me entregaban información de todo tipo, con la esperanza de poder ayudar al «señor capitán». Un día, durante una visita, le dije en clave que la gente me traía regalos para él. Me entendió enseguida y replicó: «No los toques». Hasta que apareció alguien con información que me interesaba personalmente. Me comunicó que Yannelis y su grupo habían vuelto a la acción. Habían disuelto la Organización Che Guevara de Resistencia Independiente y, en su lugar, habían fundado la Organización Revolucionaria 8 de Octubre.

El nombre me suena de algo.

—¿No fueron ellos quienes pusieron las bombas en las sucursales bancarias?

—Sí, y dos en la Bolsa, que no llegaron a estallar. El 8 de octubre de 1967 mataron al Che Guevara. El que me proporcionó la información había sido muy metódico. Había descubierto el zulo, lo había fotografiado, había captado imágenes de ellos cuatro entrando y saliendo. Incluso consiguió colarse en el zulo con una llave maestra y tomar fotografías del interior. A pesar de la advertencia de Yangos, yo me quedé con el material. Todos, excepto mi padre, ejercían paralelamente un oficio anodino. Iásonas acababa de montar un pequeño negocio de instalaciones técnicas, Lukás se había metido en política y Vakirtzís ya se labraba un nombre en el campo periodístico. Con el paso del tiempo, sus negocios prosperaron y ellos, deslumbrados por el éxito, se fueron olvidando de la revolución hasta que la tacharon por completo de su agenda. A mediados de la década de los ochenta, mi padre se había quedado totalmente solo, traicionado por su hija y por sus ex camaradas.

Se va a la cocina y reaparece con otro vaso de whisky. Toma un trago, cierra los ojos y trata de ordenar sus pensamientos.

—La idea de la venganza nació con el suicidio de mi padre. Concluí que ellos lo habían empujado a la muerte, no yo. El razonamiento era muy sencillo: si se hubiera suicidado por mí, lo habría hecho hacía años. Pero se mató a principios del noventa, porque veía que sus ex camaradas se habían convertido en grandes figuras de este mismo sistema que antes deseaban destruir. El desmoronamiento de los regímenes socialistas no supuso más que el tiro de gracia. —Sostiene la copa entre las manos y la observa—. Me dirá que pienso así porque me conviene. Quizá tenga razón, a mí también me atormenta esta duda. Sea como fuere, yo quería liberar la rabia que había acumulado en mi interior. Yangos fue expulsado del ejército, sus pequeños ahorros pasaron a engrosar las cuentas corrientes de los abogados y yo me vi obligada a ponerme a trabajar. Al mismo tiempo, estudiaba por las tardes administración de empresas y programación informática. Cuando tomé la decisión de vengarme, presenté una solicitud de empleo a la empresa de Favieros, firmando como Koralía Yanneli de Azanasios. Mi padre, fiel a su palabra, había ocultado su vergüenza y no había confesado a nadie que su hija se había casado con el torturador Yangos Skuludis. Yangos, por su parte, me había prohibido que asistiera a su juicio. Por lo tanto, estaba segura de que Favieros no sabía la verdad. Y no me equivocaba: pocos días después me llamó, se cercioró de que era la hija de Zanos Yannelis y me contrató. Soy competente en mi trabajo y ascendí rápidamente. En mis horas libres, escribí las biografías de los tres. Disponía del inmenso banco de datos de Yangos y de la información que me traían sus bienintencionados amigos. Cuando terminé los libros, puse en marcha mi plan.

—¿Ya había enviado la primera biografía al editor?

—Sí. Elegí una editorial pequeña y desconocida para no correr riesgos. Luego empecé a mandar a Favieros por correo electrónico copias de los datos que tenía sobre él. Uno al día, sin comentarios. Los mensajes se borraban al día siguiente y eran sustituidos por otros.

Recuerdo la nota de Stefanakos que hablaba de alguien que poseía información y pedía cosas irracionales. Ese alguien no era Vakirtzís, como había pensado originalmente, sino Yanneli.

—¿Cómo reaccionaron?

Por primera vez, se le escapa una risa relajada.

—Favieros me mandó un mensaje escueto: «¿Cuánto quieres?». Stefanakos fue más diplomático: «No sé qué pretendes pero todo es negociable». Vakirtzís no se anduvo por las ramas: «¿Cuál es tu precio, gusano?». Les respondí a todos de la misma manera: «Quiero que os suicidéis públicamente, y yo garantizaré vuestra buena fama póstuma con una biografía elogiosa. Si no lo hacéis, lo sacaré todo a la luz y os destruiré, a vosotros y a vuestras familias». Luego les envié las biografías, para que las leyeran y comprobasen que no bromeaba.

—¿Por qué públicamente, señora Yanneli? Esta duda me ha estado reconcomiendo desde el primer día.

—Lo sé, me lo ha dicho repetidas veces —responde con una sonrisa—. Porque mi padre se ahorcó en su habitación y estuvo tres días colgado, hasta que su cadáver empezó a apestar. Ellos, pues, tenían que morir delante de los ojos de todo el mundo. Por otro lado, claro está, les ofrecía la posibilidad de una retirada digna, gracias a sus biografías. ¿Se imagina el revuelo que se habría levantado si descubría que esos empresarios, políticos y periodistas de renombre habían estado poniendo bombas en los bancos y la Bolsa a principios de los ochenta? No sólo significaría su fin sino también la ruina de sus esposas y hermanos, que eran la fachada de sus negocios. Los tres se habían acostumbrado a vivir bien, se habían ablandado, eran grandes personalidades incapaces de sobrellevar la caída en desgracia, el oprobio, la cárcel. Prefirieron la solución que les proponía yo.

—¿Cómo sabía que Vakirtzís se suicidaría el día que me envió su biografía?

—Sabía que cada año celebraba una gran fiesta el día de su santo. Fue una de mis condiciones. O se suicidaba ese día o no había trato.

Ahora lo veo todo claro: la mancha en el pasado común, Logarás y sus biografías, mis suposiciones, acertadas hasta cierto punto, pero sin fundamento. Sólo me queda despejar una última duda:

—¿Por qué yo, señora Yanneli? ¿Por qué me eligió a mí?

Me mira sonriente.

—Porque usted era el único que realmente quería descubrir la verdad. Esto me impresionó desde el principio. A nadie más le interesaba saber el porqué. Sólo querían terminar cuanto antes con el trámite de los entierros, olvidar el suceso desagradable y seguir con sus vidas. Usted era el único. Y hay otra razón, que ya le he expuesto dos veces.

—¿Cuál?

—Creo que usted puede entender mis motivos. No sé por qué, pero eso me parece.

—Tal vez los entienda, pero esto no cambia las cosas. La inducción al suicidio es un delito y, como tal, está penado por la ley. Deberá acompañarme a jefatura para una declaración oficial.

Ella prorrumpe en carcajadas.

—Vamos, señor comisario. ¿Cómo piensa fundamentar su acusación? No tiene pruebas, excepto una copia de una biografía escrita por un tal Minás Logarás.

—Es posible, pero buscaré la forma de demostrarlo.

—No la encontrará, se lo aseguro. Hace años que destruí el contenido de los archivos que no me interesaban. Anteayer, cuando le envié la camiseta del Che Guevara, quemé el resto. No queda ni un folio, señor comisario. Sólo la nota de mi padre. Hay quienes conservan fotografías que les recuerdan a sus padres; yo tengo su nota de repudio. —Se recupera enseguida de un acceso pasajero de amargura—. ¿Cómo probará mi culpabilidad? ¿Y qué tribunal accederá a procesarme?

Tiene razón. Por eso jugaba conmigo como el gato con el ratón. Sabía que no podía tocarla.

—Esas personas engañaron a mi padre y a mi marido, señor comisario. Mi padre nunca se habría unido a ellos de haber sabido que se convertirían en empresarios. Él odiaba a los empresarios. Y, de haberlo sabido, mi marido jamás los habría torturado. Admiraba a los empresarios, juraba en nombre de Onassis y de Bodosakis. Mi padre se pudrió colgado de una soga, mi marido recibió quince años de condena y, de torturador, pasó a convertirse en torturado. No pretendo lavar la cara de nadie, ni siquiera la mía, pero también ellos tenían que pagar. La niña asustada acabó por vencerlos a todos. —Es la primera vez que detecto cierto deje de orgullo en su voz.

Se pone de pie para indicar que nuestra conversación ha terminado. Me gustaría replicar algo pero me faltan palabras. Al parecer lo ve en mi mirada, porque me dice al llegar a la puerta:

—Mañana usted irá a jefatura y yo, a mi trabajo. Seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para que marchen bien las empresas que dirijo, seguiré colaborando con Zamanis, Stazatu y Favieru, y nadie sabrá nunca que empujé a la muerte al amigo del primero y a los esposos de las otras dos. Pero quería que lo supiera alguien más que yo. Me alegro de que sea usted, créame. Piense lo que piense de mí, yo me alegro.

Me abre la puerta. Me detengo en el umbral con la esperanza de que se me ocurra algo que decir, pero sin resultado. No puedo acusarla ni reprenderla, pero tampoco estrecharle la mano. Me doy la vuelta y me marcho de allí.

Subo al Mirafiori sin ánimos para arrancar el motor. Intento poner en orden mis ideas, pero me cuesta. Debo contarle todo a Guikas tal y como ha sucedido, sin ocultarle un solo detalle. Al ministro, también. Ninguno de los dos se rasgará las vestiduras por la imposibilidad de arrestar a Yanneli. Estarán felices de saber que no habrá más suicidios y que el asunto quedará relegado al olvido sin escándalos indeseados. Guikas sale ganando por partida doble: mañana mismo Kula volverá a trabajar para él.

¿Merecían morir Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? No sé la respuesta. ¿Merece Yanneli sentarse en el banquillo de los acusados? Tampoco lo sé. ¿Qué más hay? Los tres vencedores: Andreadis, Calafatis y Yanneli. Digamos que también Guikas y el ministro. Si hacemos caso a Zisis y a Andreadis, yo debo contarme entre los vencedores. Quizás estén en lo cierto. Al fin y al cabo, he conseguido recuperar mi puesto y hacer un buen papel ante Guikas y el ministro…

No quiero ser un desagradecido, pero ¿cómo es que al final me siento siempre como un gilipollas?