El lunes por la mañana suena el teléfono mientras me estoy afeitando en el baño. Ayer fue un domingo apacible, y lo pasamos en la dulce ociosidad que sigue a las fiestas: Adrianí estaba satisfecha porque su cena resultó todo un éxito y tenía razones de sobra para sentirse feliz; Katerina estaba contenta porque le habíamos quitado un peso, y yo, por último, porque había conseguido olvidar los suicidios y actuar como un anfitrión afable y sonriente, hasta el punto de que los padres de Fanis se preguntaran si habían juzgado mal a los polis, que quizá no son tan agrios y ceñudos como ellos creían.
Adrianí me avisa desde el recibidor:
—¡Vlasópulos al teléfono!
Me seco la cara y acudo corriendo. Vuelvo a estar obsesionado, y se apodera de mí el pánico de que se produzca un nuevo suicidio. Por suerte, la voz de Vlasópulos rebosa entusiasmo y me tranquiliza.
—¡Lo he encontrado! —anuncia.
—¿A quién?
—Al que confecciona las camisetas. ¿Sabe cómo se llama? —Casi estoy convencido de que va a pronunciar el nombre de Minás Logarás—. ¡Jristos Calafatis!
El nombre no me suena en absoluto, pero intento hacer memoria. Vlasópulos interpreta correctamente mi silencio.
—¿No le dice nada? —pregunta extrañado.
—Pues no.
—Jristos Calafatis… Aquel guaperas, el policía militar que fue juzgado por torturador y condenado a diez años de cárcel. Favieros, Stefanakos y Vakirtzís comparecieron como testigos de cargo en el juicio. Lo comprobé, está confirmado.
—¿Ahora se dedica a confeccionar camisetas con la cara del Che?
—¡Exacto!
Un policía militar, ex torturador de la dictadura, que fabrica camisetas del Che Guevara. ¿Será posible que los suicidios constituyesen un acto de venganza de Calafatis contra las tres personas que habían testificado en su contra y lo habían enviado a pudrirse en la cárcel durante diez años? En ese caso, seguro que los chantajeaba amenazándolos con divulgar algún secreto de su pasado, algo que ocurrió durante el período de su detención por parte de la policía militar. ¿Cómo, si no, lo sabría Calafatis?
—¿Tienes su dirección?
—Sí, la del taller de confección. Liaku 8, cerca de la estación del Metro de San Nicolás, entre la avenida Jonia y Ajarnón.
—Si Guikas pregunta por mí, dile que estaré en jefatura dentro de un par de horas. Buen trabajo, Vlasópulos.
—¡No íbamos a permitir que nos gane la partida la señorita secretaria! —responde con ironía y cuelga el teléfono.
El recorrido más corto sería bajar hasta la avenida de Patisia, tomar la calle Agazupóleos y enfilar la avenida Jonia. Pensándolo mejor, creo que el próximo caso de suicidio será el mío. Opto por dejar el Mirafiori en el garaje de la jefatura y trasladarme en Metro. Haciendo dos transbordos, uno en Sintagma y el otro en Omonia, llego a la estación de San Nicolás veinte minutos más tarde. La calle Liaku está casi enfrente de la estación.
El número 8 corresponde a un viejo almacén de piedra y cemento, con ventanas estrechas y una puerta metálica de dos hojas, que están entreabiertas. Empujo y entro. El espacio interior no es muy grande. Apenas caben tres máquinas de confección de camisetas, una estampadora, una planchadora y una empaquetadora. Junto a las paredes se alinean pilas de camisetas. Manejan las máquinas seis mujeres, todas extranjeras. El suelo está cubierto de cajas, trozos de cartón y retales de tela, como si no lo hubieran barrido en meses. Al fondo del almacén, detrás de un escritorio, está sentado un hombre alto y musculoso, con barba y una calva incipiente, de unos cuarenta y cinco años de edad. Por su porte colijo que quizá fue policía militar en la juventud. Me acerco a él y levanta la cabeza para mirarme.
—¿Sí?
—Comisario Costas Jaritos.
Su rostro no se inmuta. Continúa observándome con la misma mirada inquisitiva.
—¿Puedo sentarme?
—¿Por qué? ¿Es necesario? —pregunta con ironía.
En lugar de responder, arrimo una silla y me siento.
—¿Perteneciste a la policía militar durante la época de la dictadura?
—¿Lo has descubierto tú sólito? —Salta a la vista que empieza a molestarse aunque pugna por no perder los estribos—. Oye, esto es agua pasada. Me juzgaron, salí en todos los periódicos. Pasé diez años en chirona y todo el mundo se olvidó de mí. Me concedieron la condicional cuando cumplí tres cuartas partes de mi condena por buena conducta, y ya no quiero saber nada de todo aquello.
—No se trata de ti. Estoy investigando otra cosa. ¿Te has enterado de los suicidios del empresario Iásonas Favieros, el diputado Lukás Stefanakos y el periodista Apóstolos Vakirtzís?
—Me he enterado, pero no me ha quitado el apetito.
—Los tres estuvieron encerrados en los calabozos de la policía militar cuando tú estabas allí.
—Puede que sí, no me acuerdo. Había tantos, que es imposible acordarme de todos.
—De estos deberías acordarte, porque declararon contra ti en tu juicio.
Se sorprende de que lo sepa y, para dominar su inquietud, se torna agresivo.
—¿Y qué? ¿Sabes cuántos testificaron para robarme diez años de mi vida? ¿Por qué crees que me he dejado la barba? Para que no me reconozcan en la calle. No soporto sus miradas.
—Ah, es por eso. Yo creía que te habías dejado barba para parecerte al Che Guevara —contesto con sarcasmo.
—¿A qué viene eso? —pregunta extrañado.
—¿Que a qué viene? Durante la dictadura, luchaste contra los rojos y sus compañeros. Por su culpa cumpliste diez años de condena. ¿Y ahora vendes camisetas con la jeta del Che Guevara?
Insisto con la intención de cabrearlo y tirarle de la lengua, pero él me mira como si hubiera caído de otro planeta.
—Despierta, la época de los rojos, ha pasado. Ahora estamos en la época de las camisetas —contesta—. Ya no se trata de luchar, sino de cobrar. ¿Recuerdas lo que decía Pattakós?
—¿Pattakós? ¿Qué tiene que ver Pattakós con esto?
—¿Recuerdas lo que decía? —insiste él.
—Decía muchas cosas, no puedo recordarlas todas.
—Pues déjame que te recuerde una frase profética: «Grecia es un inmenso campo de trabajo».
—¿Y por qué es profética? ¿Por las obras olímpicas?
—No. Porque el mundo de hoy es un mercado gigantesco. Ha pasado de ser un campo de trabajo a convertirse en un mercado. Por eso es profética. Se ha demostrado que Pattakós tenía razón y, de paso, nosotros también. Dentro de este gran mercado, el Che no es más que una cara que vende. Mañana podría ser la cara de Papadópulos, pasado, la de otro rojo cualquiera, como Mao, por ejemplo, con la gorra calada. La cara no tiene importancia, ya todas son lo mismo. Y esto te lo dice Jristos Calafatis, la mano derecha del capitán Skuludis.
—¿Qué Skuludis? ¿El torturador?
Ahora sí que se cabrea, y sus ojos parecen a punto de saltar de sus órbitas.
—El interrogador de la policía militar —me corrige, indignado—. Pero claro, vosotros, la pasma, os creíais superiores a nosotros.
—¿Fue él quien interrogó a los tres suicidas?
—Sí, a los tres niñatos de papá —espeta con desprecio—. No lo digo porque testificaran en mi contra. Eran unos gilipollas blandengues, que maullaban como gatos en cuanto les ponías la mano encima. Sólo había un valiente entre ellos, a pesar de que les doblaba la edad, o más.
—¿Quién era? —pregunto aunque ya sé la respuesta.
—Yannelis. El único que tenía cojones. Le hicieras lo que le hicieras, al final tenías que quitarte el sombrero.
—Él también se suicidó, aunque mucho antes. A principios del noventa.
—Pues aguantó mucho.
¿Qué significa esto? Intuyo que en esta frase tan sencilla radica la clave del misterio, pero intento conservar la calma y disimular mi agitación, para no asustarle y hacer que cierre la boca.
—¿Por qué lo dices? —inquiero, fingiendo indiferencia.
—Porque él pagó un precio más elevado que todos los demás. Quizá la vida reserva los peores castigos para los más fuertes, depende cómo se mire. Recibió un gran golpe. Es un milagro que aguantara hasta 1990.
—¿Qué golpe recibió?
—Su hija se casó con el capitán Skuludis.
Lo noto orgulloso porque ha conseguido impresionarme. Sí lo ha conseguido, aunque por razones que él desconoce. ¿Koralía Yanneli es la esposa del capitán Skuludis, el torturador de su padre? De modo que este era el secreto. El cabo suelto.
—¡Una preciosidad! —exclama Calafatis con una admiración impropia de su cinismo—. No tenía más de dieciocho años y visitaba al capitán para pedirle noticias de su padre y preguntarle cuándo pensaban liberarle. Skuludis podía resultar muy tierno. Te hablaba y pensabas que ese hombre era incapaz de torturar a nadie. Eso fue lo que sucedió con la pequeña. En menos de un mes, estaba coladita por él.
—¿Skuludis habló a Yannelis de su relación con su hija?
—¿Bromeas? Habría sido como matarlo. Te repito que el capitán respetaba a Yannelis.
—¿Y por qué no lo dejaba en libertad? —digo para provocarlo—. A fin de cuentas, era el padre de su novia.
—No podía soltarlo. Se habría metido en un lío. Yannelis y su organización estaban acusados de cometer atentados con bombas. Sin embargo, suspendió los interrogatorios, cerró el expediente y lo mandó a juicio. Yannelis todavía estaba en la cárcel cuando se casaron. Se enteró del matrimonio por boca de su hijo.
Ahora, a posteriori, entiendo por qué a Yanneli la ponía nerviosa hablar de su padre y de su hermano. No mintió cuando me confió que le costaba menos responder a preguntas relativas a las empresas de Favieros. Obviamente, rompió los lazos con su hermano a causa de su matrimonio con Skuludis. Pero, si se distanció del hermano, también debió de cortar con el padre. Aun así, comprendería que este secreto condujera al asesinato, pero no al suicidio de tres hombres. Si Skuludis hubiera sido asesinado, su matrimonio con Koralía Yanneli nos serviría en bandeja el móvil del crimen. Pero ¿qué relación puede haber entre la boda y los suicidios de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? Las únicas personas capaces de aclarar esta duda son la propia Koralía Yanneli y Minás Logarás, sea quien sea.
—¿Sigues en contacto con Skuludis?
—No. No quería más líos cuando salí de la cárcel. Abrí este negocio, me casé con una chica de mi pueblo y me mantengo al margen de todo.
Me levanto para irme cuando se me ocurre una última pregunta, que formulo sin demasiadas esperanzas de recibir respuesta.
—¿Conoces a un tal Minás Logarás?
Reflexiona por un momento.
—No, es la primera vez que lo oigo nombrar.
—Vale, eso es todo. —Me dirijo a la puerta metálica, que continúa entreabierta.
—No vuelvas —suena la voz a mis espaldas—. Yo ya he pagado con creces mi deuda con la pasma, el ejército, la cárcel y los calabozos. Estoy en mi derecho de no querer veros más el pelo durante el resto de mi vida.
Tiro de la puerta y salgo del almacén sin responder. Es el tercero que me pide que no vuelva. Primero fue Zamanis, luego, aunque de manera indirecta, Koralía Yanneli y ahora el ex policía militar Jristos Calafatis. Todo el mundo está contento, como dice Zisis; los que se vendieron por un mendrugo y los que venden la revolución estampada en camisetas. Nadie quiere recordar. Me viene a la memoria aquella canción que escuché en un taxi tras salir de la reunión con Guikas y Yanutsos: «Nos lo pasamos muy bien, y eso me aterra».