No soy supersticioso, pero aquí pasa algo. Cada vez que invitamos a Fanis a casa formalmente, yo sufro un ataque de ansiedad. En la primera ocasión, acababan de suspenderme de empleo y sueldo, y la cena casi pareció un velatorio. Hoy que vienen a cenar sus padres, no soy capaz de apartar la mente de los suicidios. Me preocupa mostrarme distraído durante la visita y que los demás crean que me aburro y tengo ganas de que se vayan. Es lo que estuvo a punto de ocurrir con la primera visita de Fanis, y el malentendido habría durado toda la vida si yo no hubiese confesado el problema que me mantenía en tensión. Pero nadie duda que la suspensión de empleo y sueldo constituye un tema de importancia vital. ¿Cómo explicar que los suicidios de tres peces gordos que no conocía de nada también revistan para mí una importancia vital? Sólo cabría esperar cierta comprensión por parte de Fanis y de mi hija. Adrianí sería la primera en crucificarme.
La arriba mencionada Adrianí se ha pasado la mañana entre el supermercado, la carnicería, la verdulería y las papelerías. Lleva toda la tarde encerrada en la cocina. En este preciso momento está delante de una fila de diez tomates destripados como huchas desvalijadas y de cinco o seis pimientos decapitados, disponiéndose a rellenarlos. Es el primer plato, tomates rellenos en versión original. Es decir, nada de «huérfanos» sin cebolla, como los que cocinaba para mí cuando estaba de baja, para facilitarme la digestión. El segundo es un plato que no prepara a menudo y le causa un gran desasosiego: ternera a la jardinera. Un solomillo de ternera con verduras al horno, envuelto en papel parafinado. Pasó la tarde de ayer buscando el papel parafinado, que ahora ya nadie quiere, porque nos recuerda la época de la miseria nacional. Todos le aconsejaban que comprara papel de aluminio, que sirve para lo mismo. Finalmente, encontró lo que buscaba en una papelería mayorista.
Katerina no está de acuerdo con todo esto. Ella opina que no había por qué invitarlos a cenar, que bastaría con ofrecerles café y pastas por la tarde. La discusión quedó zanjada en menos de cinco minutos con el veto de Adrianí.
—A mí me enseñaron las cosas de otra manera, hija mía —le explicó—. En mi familia, los padres de la novia tenían que invitar a comer a los padres del novio.
—¡Mamá, Fanis y yo no estamos prometidos! ¡Compréndelo de una vez!
—Pregúntale a tu padre —insistió Adrianí, imperturbable—. Pregúntale si sus padres aceptarían que la novia no los invitara a comer.
Katerina no me lo preguntó. Quiso salir a dar un paseo para tener la fiesta en paz, pero Adrianí no se lo permitió.
—¿Por qué no me echas una mano? Así no tendré que hacerlo todo sola.
Y ahora estos dos focos potenciales de incendio se apretujan en una cocina que sólo mide dos metros por tres. Adrianí se afana en terminarlo todo a tiempo y descarga su inseguridad contra Katerina, que no es, hay que reconocerlo, un genio de la cocina. Katerina, a su vez, está a punto de mandarlo todo al cuerno para invitar a los padres de Fanis a un helado en Lentzos, pero aprieta los dientes y se aguanta para no mostrarse desagradecida.
Yo opto por hacer honor al proverbio que dice que tres son multitud y salgo a dar el paseo que le ha sido negado a Katerina, para evitar encontrarme atrapado entre fuego cruzado y verme obligado a ejercer de mediador. Si, en cambio, la conflagración se produjera durante mi ausencia, ninguna de las dos me lo comentaría, para no disgustarme.
Mi primera intención es ir a la plaza de San Lázaro pero desecho la idea enseguida, porque, siendo una tarde de sábado, la cafetería estará atestada de gente, y la plaza llena de niños. Con esta prevención, cambio de rumbo y me dirijo al consabido parque y el banco de siempre. A esta hora, la gente está en la playa, o durmiendo la siesta, o tomando un helado o un café.
Se demuestra que no iba yo errado, porque el único ser animado con el que me topo es el gato. Ha bajado de su puesto habitual y descansa encima del banco, allí donde da el sol. Oye mis pasos, entreabre los ojos, comprueba que se trata del comisario Costas Jaritos y los cierra de nuevo, impávido.
El parque está tranquilo. No hay ni un alma excepto el gato y yo, y es el lugar ideal para sentarse a reflexionar, suponiendo que consiga pensar en algo. No lo consigo. He entrado en la fase de reciclaje, pero el producto reciclado aún no ha salido. Con la ayuda de Logarás —por no decir «orientación», término humillante para mí—, he llegado hasta el suicidio de Yannelis. Comprendo las protestas de su hija y admito la existencia de diferencias fundamentales entre su muerte y las otras, diferencias que no se limitan al carácter público de esta y el privado de aquellas sino que van más allá: Yannelis no poseía una fortuna ni empresas en Grecia y los Balcanes. Subsistía con la parca pensión de luchador antifascista. Es posible que sus hijos le ayudaran económicamente pero, a juzgar por la imagen de revolucionario orgulloso que me ha pintado Yanneli, dudo que fuera así.
Soy consciente de todos los argumentos en contra, pero mi intuición me dice que, a pesar de todo, hay un hilo conductor que parte del suicidio de Yannelis y llega hasta la muerte de Vakirtzís. No sé dónde está ese hilo conductor y sólo hay dos maneras de encontrarlo: o Logarás me lleva de la mano, como ha hecho hasta el momento, o localizo a otro miembro del comando que me lo indique. No creo que el departamento esté dispuesto a sufragarme un viaje a Canadá para entrevistarme con Telópulos, y, entre nosotros, tampoco me apetece la idea.
El sol se oculta y el gato despierta. Se despereza, se sienta y abre mucho la boca en un bostezo. Después vuelve la mirada hacia mí y emite un breve maullido. Es la primera vez que me habla después de tantos meses de relación; me planteo cómo debo reaccionar pero mi cavilación se revela innecesaria. El gato descubre de nuevo el sol, que se ha deslizado al extremo del banco, se enrosca sobre la mancha luminosa y vuelve a cerrar los párpados.
Me levanto yo también para ir a casa, con la esperanza de que los preparativos de la cena hayan concluido y la tensión haya remitido. Y así es: la casa está tranquila y Katerina está poniendo la mesa.
—¿Está lista la cena? —pregunto.
—Ya lo ves. Ahora estamos preparando la mesa. —Termina de colocar los vasos y se lleva la bandeja vacía a la cocina, para cargarla con los cubiertos—. ¿Sabes en qué nos equivocamos Fanis y yo? —pregunta desde la puerta.
—¿En qué?
—Debimos llevaros a todos a una taberna.
—Ya es un poco tarde.
—Lo sé. La culpa la tiene Salónica, que me ha hecho olvidar las manías de mamá.
Los candidatos a consuegros y el candidato a yerno, como diría el diputado Andreadis, llegan a las ocho y media en punto. Un matrimonio, Pródromos y Sevastí Uzunidi, de más o menos la misma estatura —mediana— y más o menos la misma corpulencia —apreciable— esperan entre un médico nervioso y una aspirante a juez no menos nerviosa a oír nuestro «bienvenidos» para responder con su «bienhallados», antes de corear el tetrafónico «por fin nos conocemos».
Ya en la sala de estar, pasamos de las presentaciones onomásticas a las profesionales. Si bien Pródromos Uzunidis ya sabe que soy policía, yo vengo a enterarme ahora de que él es el típico griego apañado: con un poco de campesino y otro tanto de pequeño comerciante. Es propietario de una parcela en la que siembra tabaco y de un pequeño ultramarinos en Veria. Cuando él trabaja en la parcela, Sevastí Uzunidi atiende a los clientes en la tienda; cuando Pródromos lleva la tienda, Sevastí se encarga de las labores domésticas.
Casi toda esta información procede de Sevastí Uzunidi. Pródromos habla poco. Su piel reluce de sudor, y usa repetidamente el pañuelo para enjugárselo, porque su sentido de la decencia le ha dictado que se engalanase con su traje de los domingos, que es de invierno. Estoy a punto de encender el aire acondicionado para procurarle cierto alivio cuando su mujer se me adelanta:
—Pródromos, ¿por qué no te quitas la chaqueta? Mira, el señor comisario va en mangas de camisa.
Ignoro si se trata de una simple constatación o si lleva implícita una especie de censura, porque no he tenido la deferencia de ponerme traje y me he presentado en manga corta. Sea como fuere, sus palabras suponen una tabla de salvación para Pródromos, que se quita la chaqueta y también la corbata con un suspiro. Yo, en cambio, leo en la mirada reprobatoria de Adrianí que he quedado mal. El único que se divierte es Fanis. Se fija en la expresión de su padre, en la de Adrianí y luego en la mía, y poco le falta para estallar en carcajadas.
Yo observo a Katerina. No sé cómo se siente cuando se presenta a los exámenes de la facultad, pero es la primera vez que la noto cohibida e incómoda. Se ha sentado en el borde de la silla y sonríe a todos alternativamente. Va vestida con sencillez pero parece que no cabe en su ropa; lleva unas sandalias que le aprietan. De pronto, se me ocurre que Kula se encontraría infinitamente más cómoda en su lugar. Participaría en la conversación, sabría qué decir a cada uno de nosotros y se ganaría la simpatía de todos en menos de un cuarto de hora. Mi hija es educada, sabe lo que quiere y seguro que la espera una carrera brillante, pero debo reconocer que, en las presentes circunstancias, Kula le daría mil vueltas.
Adrianí se levanta para ocuparse de la cena. Katerina se pone en pie de un salto, obviamente porque había acordado con Adrianí que esa sería la señal para que ella la acompañase a la cocina. La señora Sevastí, sin embargo, ha asumido hoy el papel de salvadora. Primero salvó a su marido de la chaqueta y ahora salva a Katerina de la cocina.
—Quédate con los hombres, hija —dice—. Yo ayudaré a la señora Jaritu.
Cuando Adrianí se dispone a protestar, Sevastí la corta de inmediato.
—¡Pero cómo, señora Jaritu! ¿Si usted viniera a mi casa no querría ayudarme? ¡Las cosas como son!
Katerina se ha quedado inmóvil, no sabe si debe obedecer a su madre y dirigirse a la cocina o hacerle caso a su futura suegra y permanecer en el salón. Por suerte, Fanis la saca del apuro.
—No vayas —dice riéndose—. ¿No sabes que las amas de casa estrechan sus relaciones en la cocina?
Adrianí y Sevastí abandonan la sala, Katerina se queda y el ambiente se relaja. Uzunidis padre empieza a hablar del tabaco y nos explica que ya sólo se planta la variedad Virginia, lo que ha aumentado la competencia y reducido los beneficios al mínimo. Lo escucho con amabilidad y suma paciencia. Mi padre era guardia civil, pero sus dos hermanos cultivaban sendas parcelas con mucho esfuerzo, por lo que comprendo sus inquietudes.
Quizá no me habría mostrado tan comprensivo de haber sabido que, una vez finalizada su exposición, me instaría a iniciar la mía:
—¿Y su trabajo en qué consiste?
Lo más sencillo sería contestar que me ocupo de cadáveres de asesinados y, últimamente, de suicidas, pero temo que se lo tome a mal. Trato, por tanto, de ser poco preciso en mis explicaciones, pero el señor Uzunidis ya ha visto muchas veces las imágenes de los telediarios y está ansioso por descubrir qué es lo que no muestran. Pretende que le describa el proceso con pelos y señales, desde el momento en que recibimos la llamada de urgencia hasta que abrimos las bolsitas de plástico que contienen las pruebas.
Decido complacerlo y respondo a todas sus preguntas. Fanis ha estado a punto de intervenir para llamar a su padre al orden pero, al ver que satisfago sus dudas exhaustivamente y con una diligencia que el propio Guikas envidiaría, empieza a sospechar que me estoy divirtiendo y opta por callar.
No me estoy divirtiendo en absoluto y me alegro cuando aparece Adrianí con una bandeja de tomates rellenos, seguida por Sevastí, con la ternera a la jardinera. Nos sentamos a la mesa y comienza la ronda de elogios de la cena. Adrianí se pavonea y queda olvidado el tema de la policía. Pasamos el resto de la velada charlando de cosas intrascendentes. A las once los padres de Fanis se ponen de pie pero, antes de marcharse, insisten en arrancarnos la promesa de visitarlos en Vería.
—Créame, les gustará —nos anima Sevastí—. Es una ciudad tranquila, donde se respira aire limpio. Si van a Salónica para ver a Katerina, Veria les pilla de paso.
Adrianí acepta enseguida. Yo pienso que los visitará la mitad de la familia, es decir, mi mujer, porque yo sólo he viajado dos veces a Salónica en todos los años que lleva allí mi hija.
En cuanto cerramos la puerta, Katerina se abraza a mi cuello y me besa en ambas mejillas.
—Gracias, papá, eres estupendo —dice entusiasmada.
—Es que tienes una idea equivocada de mí. También tu abuelo provenía de una familia campesina.
—No lo digo por eso sino por tu paciencia en contestar a todas esas preguntas sobre la policía. Sé cuánto lo detestas.
—Lo he hecho por Fanis —confieso espontáneamente.
—Lo sé. Y él también lo sabe. Por eso te quiere tanto.
Cuando Katerina empezó a salir con Fanis, temí que abandonara su doctorado para casarse. Ahora que estoy seguro de que terminará sus estudios, reconozco que me emociona la perspectiva de la boda.