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Cuando en Jalandri hace calor, Ambelókipi está ardiendo. Cuando Ambelókipi está ardiendo, Ajarnón se abrasa. Y, cuando Ajarnón se abrasa, la avenida Dekelías es un infierno. Yo salgo de las brasas de Ajarnón y me adentro en el horno de Dekelías. Recorriéndola, me invade la sensación de que el asfalto, el cemento y el vidrio arrojan una lava encendida que me chamusca la cara. En la cafetería de Kanakis, algunas señoras y unos cuantos jubilados están sentados bajo las sombrillas y contemplan con ojos anonadados los zumos de naranja y los helados que tienen delante, incapaces de extender la mano para alcanzarlos.

Me paro delante del primer quiosco y compro una botella de agua, que vacío de un trago para aliviar la sequedad de mi garganta. Ojalá Zisis no haya terminado de regar las plantas, así pasaré por debajo para refrescarme con las gotas que caigan.

Por lo visto llego con un minuto de retraso, porque el cemento del patio está aún mojado y despide vapor. Zisis está tomando su café sentado en el balcón, mitad dentro y mitad fuera de casa. Repara en mi presencia pero sigue sorbiendo su café como si yo no existiera, no sé si porque no se ha fijado en mí o porque no me considera digno de su atención, pero lo averiguaré al ver con qué expresión me recibe. Remonto lentamente la escalera que conduce al balcón, con la bolsa de plástico en la mano.

—Necesito tus luces.

Hace tiempo que prescindimos de los saludos. Aunque no nos hayamos visto en meses, parece que pasemos el día uno en casa del otro. Zisis se levanta en silencio y entra en casa. Se acerca a la cocina mientras me siento en una de las dos viejas sillas de madera que, junto con la mesa de café, componen el mobiliario de su saloncito. Él reaparece a los cinco minutos con mi café, que deposita encima de la mesa sin abrir la boca.

De repente, me imagino cómo sería mi vida sin Adrianí ni Katerina. Zisis y yo pasaríamos las horas muertas juntos, dos viejos solitarios que toman café sin cruzar palabra. La primera convivencia entre un poli y un comunista en la historia. Le sigo el juego y, en silencio, saco de la bolsa la camiseta y se la tiendo. La mira, le da la vuelta y pregunta lentamente:

—¿Me has traído un regalo para el verano?

—El regalo es para mí. Me lo ha enviado Minás Logarás, el que escribió las biografías de Favieros y Stefanakos.

Le refiero la historia de los puntos en común no sólo de los tres suicidios sino del pasado de las víctimas. Después le cuento que Logarás me envió la tercera biografía a casa, poco antes del suicidio de Vakirtzís.

—¿Entiendes lo que te digo? Primero la biografía, luego esto. Quiere comunicarse conmigo, me envía mensajes. Por eso he venido a verte, para que me ayudes a dilucidar lo que quiere transmitirme.

Zisis vuelve a examinar la camiseta, la vuelve del derecho y del revés pero no parece aclararse.

—Es una de esas camisetas que venden en todas partes, ridiculizando al Che —comenta encogiéndose de hombros—. ¿Qué puede significar?

—Hay otro regalito —extraigo el CD de la bolsa—. Quizá juntos sean más elocuentes.

Agarra el CD y se dirige al equipo estereofónico que hay en un extremo de su nutrida biblioteca. A pesar del calor asfixiante, noto que me domina el nerviosismo. ¿Qué espero oír? Quizás un mensaje hablado de Logarás, explicando por qué hace todo esto, por qué indujo a los tres desgraciados al suicidio. O, como mínimo, algún desafío en forma de ironía o de acertijo. En cambio, lo que suena es una canción latinoamericana con acompañamiento de guitarras, como todas las canciones latinoamericanas. La escucho con agrado pero no resuelve el misterio, sino que, por el contrario, lo hace más incomprensible. Una camiseta del Che Guevara y una canción latinoamericana. ¿Qué representan? ¿Qué relación guardaban con América Latina Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? Hasta el momento, no he hallado un solo dato que apunte, ni aun remotamente, en esa dirección. No es esto lo que quiere decirme Logarás; pretende llamarme la atención sobre otra cosa. Pero ¿sobre qué?

Seguiría reflexionando si no me interrumpiera la voz de Zisis, que está cantando. El viejo, calvo y de barba rala, al que le falta la mitad de sus dientes, sostiene entre los dedos amarillentos un pitillo a medio fumar y corea la canción con voz estentórea, mientras las lágrimas le resbalan por las mejillas. Tengo la impresión de que no pronuncia bien pero no me atrevería a jurarlo, porque no distingo una palabra. No entiendo la letra de la canción, ni por qué Zisis está llorando, ni nada de nada. Lo único que pillo es una especie de estribillo que repite: «comandante Che Guevara». Esta frase es el único nexo que he encontrado entre la canción con la camiseta.

Aguardo a que termine la música, con la esperanza de recibir una explicación, pero sólo hay silencio. El CD no contiene nada más. Zisis también se queda callado. Sus ojos siguen bañados en lágrimas. Ya he reconocido en otras ocasiones que no se me da bien expresar mis sentimientos. Por eso opto por la huida hacia delante y voy al grano.

—¿Has sacado alguna conclusión? —pregunto.

Se pone de pie en silencio y sale de la habitación. Sospecho que se le ha ocurrido alguna idea, pero debo tener paciencia y respetar su ritmo. Al poco regresa con una pequeña tarjeta cubierta de garabatos. Ya he visto estas tarjetas y sé que provienen de sus archivos secretos. Espero a que él hable.

—Favieros, Stefanakos y Vakirtzís proclamaban su pertenencia al espacio ideológico de la izquierda, sin militar en ninguna formación política en concreto. —Juguetea con la tarjeta entre los dedos—. Pero esta es sólo media verdad. No pertenecían a ningún partido político pero sí militaban.

—¿Dónde?

—En un grupo llamado Organización Che Guevara de Resistencia Independiente. No pensé en ella cuando me enseñaste la camiseta. Ha sido la canción la que me ha abierto los ojos. —Exhala un suspiro y añade, como en un monólogo—: Las canciones siempre te abren los ojos. Ahora, tanto como entonces.

Comprendo lo que quiere decir pero prefiero no hacer comentarios. Sigo respetando su ritmo, aunque estoy en ascuas.

—No creas que se trataba de una gran organización. Como mucho, contaba con unos diez miembros. Pero creían en la resistencia armada. No es que desdeñaran las otras formas de lucha, las protestas, las concentraciones, las sentadas. Pero consideraban que, para resultar más eficaces, necesitaban del apoyo de una formación armada. No sé si llegaron a poner bombas o se quedaron en la fase de planificación, como sucedió con muchos grupos en aquella época. En un momento determinado, la policía militar anunció la desarticulación del comando Che. Esto, claro está, no significa que hubieran puesto bombas. En ese entonces te detenían por una simple sospecha y te torturaban hasta que confesaras lo que ellos querían. —Hace una pausa antes de añadir—: Tú sabes a qué me refiero.

Cuando lanza indirectas contra mi condición de policía, consigue que me ponga a la defensiva, a mi pesar.

—Yo no pasé por la policía militar —replico con frialdad.

—¡No me vengas con eso! ¡Yo tampoco pasé por la policía militar, sólo por vuestras manos! ¿Quieres ver cómo me dejasteis el cuerpo? ¡Es una obra vuestra, en exclusiva!

Callo y aguardo a que pase la ventisca. Sé que, si lo irrito, se desviará del tema y me quedaré sin saber lo más importante. En efecto, su ánimo no tarda en calmarse y adopta un tono más sereno.

—Estoy hablando de tus antecesores. Tú no entras en esa categoría.

Lo dice porque, cuando estuvo detenido en los calabozos de la calle Bubulinas y yo iniciaba mi carrera de guardia, lo sacaba por la noche a escondidas de su celda, para que desentumeciese un poco los músculos, se fumase algún pitillo y se acercase al radiador para secarse la ropa, que llevaba empapada porque lo metían durante horas en una bañera con agua helada.

—¿Sabes quiénes eran los otros miembros del comando? —inquiero para devolver la conversación al cauce que me interesa.

—Conozco a tres, aunque quizás hubiese más. —Consulta su tarjeta—. Stelios Dimu, Anestis Telópulos y Vasos Zikas. Aunque no sé decirte qué ha sido de ellos, si viven o están muertos.

Saco mi pequeño bloc de notas y anoto los tres nombres.

—El que sí ha muerto es el cerebro de la organización —prosigue Zisis—. Quien seguramente concibió su formación y se ocupó de reclutar a los demás. Parece que la policía militar opinaba lo mismo, porque lo torturaron más que al resto. Los jóvenes lo apodaron «el tío», porque en el sesenta y siete debía de tener unos cuarenta y cinco años, es decir, era veinticinco años mayor que ellos. Desapareció después de la caída de la dictadura y nunca más se supo de él. Me enteré de su muerte hace un año, por casualidad.

—Dime cómo se llamaba, para apuntar también su nombre.

—Zanos Yannelis.

Aprieto la libreta para que no se me escape de la mano. ¿Qué vínculo había entre Zanos Yannelis y Koralía Yanneli? ¿O se trataba de una casualidad? Si Yannelis viviera todavía, contaría más de setenta y cinco años. Es imposible que Koralía fuera su hermana. ¿Su hija, entonces?

—¿Sabes si Yannelis tenía una hija?

—¡Eres insaciable! —grita Zisis, indignado—. Por si no te bastara la información que te proporciono, me pides su árbol genealógico. No tengo idea de si tenía hijos o perros.

De repente, me acuerdo de las cincuentonas que trabajan en las empresas de Favieros y de un comentario que le hice a Kula: que Favieros las había contratado porque las conocía de la época de la dictadura. Si en el caso de Koralía Yanneli no me equivocaba, sin duda tenía algo que ver con Zanos Yannelis.

Cuando me pongo de pie para irme, me tira la camiseta.

—Llévatela, no la quiero —gruñe—. Aunque me gustaría quedarme con la canción.

—Quédate con ella.

No traemos entre manos un caso de asesinato, así que no necesitamos guardar las pruebas.

—Gracias, Lambros —le digo mientras guardo la camiseta en la bolsa de plástico—. Sé que la pasma no te cae bien, pero a mí me ayudas siempre y te lo agradezco.

Se refugia en el gesto de encender un pitillo para evitar responder. En el momento en que salgo al balcón, oigo su voz a mis espaldas:

—¡Cómo es la vida, poli! Antes despreciábamos a los vuestros porque se vendían por un mendrugo. Ahora los nuestros venden los símbolos de la revolución. Todos han salido ganando.