Hacía meses que no disfrutaba del desayuno familiar en la cocina; al menos desde que regresé a casa del hospital. Ahora son las nueve de la mañana, y estamos sentados los tres a la mesa. Adrianí con su taza de té, Katerina con su frappé y yo con mi café griego. Ya hemos tomado los primeros sorbos, y Adrianí no deja de mirar a Katerina de soslayo. Atribuyo su actitud a que la echaba de menos y no se cansa de verla pero me equivoco, como de costumbre:
—Oye, papá, ¿te apetecería conocer a los padres de Fanis? —pregunta Katerina de pronto.
Enseguida me explico las miradas de reflexión de Adrianí, que estaba impaciente por oír plantear el tema. Al parecer, hasta yo mismo me lo esperaba, porque la propuesta de Katerina no me causa la menor sorpresa.
—¿Huelo a un noviazgo serio en el aire o me equivoco? —pregunto tranquilamente.
—No sé cómo llamarlo, pero Fanis os conoce a vosotros y yo conozco a los padres de Fanis, pero nuestros padres no se conocen entre sí. Por eso se nos ocurrió presentaros antes de irnos de vacaciones. —Hace una pequeña pausa y añade con vacilación—: A los padres de Fanis les apetece mucho.
—Lo importante es que os apetezca a Fanis y a ti.
—Y así es —asegura sin dudarlo.
—Entonces, cuando quieras. —Katerina se levanta y me planta un beso en la mejilla.
—Yo opino que, aprovechando la reunión, los chicos podrían comprometerse —tercia Adrianí.
—Mamá, no te precipites. Cada cosa a su tiempo.
—Katerina, tu padre es policía y, cuando una relación estable no se formaliza, empiezan las habladurías.
—¿Quién te ha dicho que la policía detiene a los que mantienen una relación estable y no se comprometen? —inquiero.
Se dispone a contraatacar cuando suena el timbre, y Katerina va a abrir la puerta. Adrianí calla y aguarda a que vuelva su hija para continuar la discusión.
—¡Papá, es para ti! —llama ella desde el recibidor.
Se me encoge el alma. Dejo la taza de café y corro hacia la puerta, donde me espera un joven con casco y una bolsa en bandolera, el equipo clásico de un mensajero.
—¡Firme aquí! —Me tiende un sobre con el correspondiente albarán.
La biografía de Vakirtzís había llegado en un sobre idéntico. En lugar de agarrar el sobre, sujeto al joven del brazo y lo arrastro al interior de la casa.
—¡Dime quién te ha dado el sobre y dónde has ido a recogerlo! ¡Quiero la dirección exacta y una descripción detallada!
—¿Qué mosca te ha picado, papá? —suena la voz de Katerina, pero no es momento de entretenerse en explicaciones.
El muchacho está aterrorizado. No sabe si se enfrenta a un policía o a un loco.
—Niseas 12 —balbuce—. Lo pone en el sobre.
La casa abandonada cuyas señas utiliza Logarás.
—¿Una casa vieja?
—Sí, señor.
—¿Dónde te esperaban? ¿Dentro de la casa o fuera?
—Fuera. En la acera.
—¿Quién te entregó el sobre? Quiero que me lo describas con todo detalle.
Medita brevemente.
—Una mujer asiática. De Tailandia o de Filipinas, no estoy seguro. Bajita y regordeta. Llevaba téjanos y una camiseta de color marrón.
La cosa más sencilla del mundo. Mandas a tu filipina a entregar el sobre delante de una casa abandonada, y que te busque la policía.
—¿Cómo recibiste el aviso?
—No lo sé. Los avisos los reciben en la centralita, que llama al mensajero del distrito correspondiente para que recoja el paquete.
Estampo mi firma en el recibo y agarro el sobre. El joven sale corriendo y entra en el ascensor antes de que yo cambie de opinión.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Katerina, extrañada.
—¡Así recibí la biografía de Vakirtzís, por un mensajero y dentro de un sobre idéntico!
Toma conciencia de lo que esto significa y se coloca a mi lado para ver qué contiene el sobre. Sin duda esta biografía no es tan voluminosa como las anteriores, pues abulta bastante menos. Rasgo la solapa con impaciencia pero, en lugar de papeles impresos, encuentro un trozo de tela roja doblada en cuatro. Al desplegarla, advierto que se trata de una camiseta con la cara del Che Guevara.
De entre los pliegues de la tela cae algo al suelo. Katerina se agacha para recogerlo. Es un CD dentro de su caja. Miro la camiseta roja con la imagen del Che Guevara, miro el CD y no entiendo nada.
—¿Qué significa esto? ¿Te regala una camiseta del Che Guevara? —pregunta Katerina que, a todas luces, tampoco entiende nada.
—Intenta decirme algo. Es un mensaje, aunque no lo pillo.
Antes de seguir reflexionando, decido cumplir con las formalidades. Busco el teléfono de la empresa de mensajería en la factura pegada en el sobre y marco el número.
—Comisario Jaritos, del Departamento de Homicidios. Hace un momento, me han entregado un sobre y quisiera cierta información.
—¿Puede darme el número del pedido?
Se lo doy y espero unos segundos.
—Sí, señor comisario —dice al cabo—. ¿Qué desea, exactamente?
—Quiero saber cómo les avisaron que fueran a buscar el sobre.
—Por teléfono, al parecer.
—¿Han anotado el número?
—No, señor comisario. Sólo la dirección: Niseas 12, detrás de la estación de Ática.
—Muy bien. Muchas gracias.
Katerina me observa con expresión inquisitiva.
—Nada. No les proporcionó un teléfono, sólo la dirección. La de la casa abandonada.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Tengo que pensar un poco.
—Has conseguido contagiar tu enfermedad a tu hija —me recrimina Adrianí, que tiene la manía de expresar su opinión en los momentos más inoportunos—. Ven, cariño, dime qué comida les gustaría a los padres de Fanis.
Katerina me guiña el ojo y sigue a su madre sin rechistar. Está claro que pretende dejarme en paz para reflexionar pero, entretanto, yo he decidido que lo más conveniente será ir al despacho. Quizá Vlasópulos y Dermitzakis hayan descubierto algo. Echo otra ojeada a la camiseta y el CD que tengo en las manos, pero continúo con la mente en blanco. ¿Qué sentido tienen? Una camiseta con la cara del Che, de esas que abundan en los puestos de los mercadillos y en todas las tiendas que venden botas y uniformes militares de segunda mano. En cuanto al CD, no puedo escucharlo porque no dispongo de reproductor. La televisión satisface todas nuestras necesidades audiovisuales. Para las raras ocasiones en que esto no es así, enchufamos un radiocasete para oír la radio. Jamás hemos tocado el casete.
Meto la camiseta y el CD en una bolsa de supermercado y salgo de casa. A medio camino de la esquina, donde está aparcado el Mirafiori, me detengo bruscamente. ¿Por qué voy al despacho? Si estos dos objetos encierran realmente un mensaje, la persona más indicada para descifrarlo es Zisis. Es a su casa adonde debo encaminarme, no al despacho.