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Ir del Primer Cementerio a Vranás en pleno mediodía no es la empresa más fácil del mundo. Me devano los sesos para discurrir el recorrido más breve, pero sólo hay una ruta: la que pasa por la avenida Kifisiás y la vía Ática. Se dice rápido. El trayecto de la avenida Rey Constantino hasta Kifisiás se convierte en un suplicio, por culpa del calor. Cuando llego a las obras del puente olímpico de Psijicó me encuentro en un atasco sin fin. Intento distraerme leyendo las vallas publicitarias: «De Marusi a Metamorfosi en 3 minutos por la vía Ática». «De Yérakas a Koropí en 4 minutos por la vía Ática». Las circunstancias hacen de Atenas la ciudad más cristiana del mundo. Has de pasar por el fuego y el azufre para llegar al paraíso. Has de sudar sangre en las calles de la ciudad, que están levantadas, abiertas y colapsadas, para conquistar el edén de la vía Ática. Piso el acelerador a fondo y avanzo a toda velocidad lo que, para el Mirafiori, significa ir a ochenta por hora. El viento me azota la cara y me refresca el ánimo, aunque sólo el ánimo, porque el aire está ardiendo.

El recorrido hasta el nudo de Spata resulta de lo más placentero, dentro de lo que cabe, pero desde el instante en que me incorporo a la avenida Maratón, dejo atrás el edén y me adentro de nuevo en el infierno. Tardo un total de dos horas en llegar a Vranás y, cuando avisto la mansión de Vakirtzís, me entran ganas de tirarme en la piscina con la ropa puesta. Resisto la tentación y subo los escalones que conducen a la terraza. Están asándose, en silencio bajo el sol, mecedora, sombrillas y mesas incluidas. El revuelo de la noche del suicidio de Vakirtzís no ha dejado huellas, como si nunca se hubiera producido.

Entro en la sala de estar y me encuentro con una cuarentona rolliza en camiseta y pantalones cortos de color blanco. Lleva el cabello teñido de rubio rojizo, y de las perneras del pantalón asoman dos muslos que serían la envidia de cualquier luchador o futbolista.

—¿Qué quiere? —pregunta en el tono que emplearía con un vendedor ambulante de palanganas de plástico.

—Comisario Jaritos.

Mi nombre debe de recordarle algo, porque al instante desempolva su sonrisa de bienvenida.

—Ah, sí, señor comisario. Soy Jarula Vakirtzís, la… viuda de Apóstolos Vakirtzís.

Me pilla desprevenido, porque tenía entendido que Vakirtzís estaba divorciado. Ya que no presenta el aspecto de una viuda desconsolada, me ahorro las condolencias.

—Había oído que Apóstolos Vakirtzís estaba divorciado —respondo, más que nada para picarla y ver su reacción.

—Sí, nos habíamos separado últimamente, pero aún no habíamos firmado el divorcio. —Pone énfasis en la última frase para subrayar la legitimidad de su presencia en la casa—. Comprenderá que vine corriendo en cuanto supe lo ocurrido. Apóstolos no tenía familia, y alguien debe ocuparse de todo.

En otras palabras, no sólo es legítima mi presencia aquí sino que soy la legítima heredera, puesto que todavía no estábamos divorciados. La irritación que me causa esta mujer crece por momentos.

—El día de los hechos hablé con una joven…

—¡Ah, esa! —me interrumpe—. La putita recogió sus cosas y se largó en cuanto se enteró de que yo venía. Ya comió bastante en plato ajeno. El festín ha terminado.

—¿Dónde están mis ayudantes?

—En el tercer piso, en el despacho de Apóstolos.

Me voy corriendo, no porque me atemorice sino para refrenar el impulso de propinarle unas cuantas bofetadas. Subo las escaleras sin detenerme a tomar aliento y llego al tercer piso, donde tenía su despacho Apóstolos Vakirtzís. Kula está arrodillada delante del escritorio, examinando las cintas guardadas en el segundo cajón, que yo había descubierto la noche del suicidio. Spiros está embebido en la contemplación de la pantalla.

—¿Por qué me habéis llamado con tanta urgencia? —pregunto a Kula, que se ha levantado de un salto al verme.

Por toda respuesta, se acerca al escritorio y me alarga un fajo de papeles, sin mediar palabra. En cuanto le echo un primer vistazo, casi se me cae de las manos. Lo que sostengo es una copia de la biografía de Vakirtzís, la misma que Logarás me envió a mi casa.

Tardo un poco en reaccionar y pensar con claridad. Antes que a mí, Logarás le mandó la biografía al propio Vakirtzís. Evidentemente, esto formaba parte de su plan, pero ¿por qué? Estoy tan alterado que no se me ocurre una razón posible. Lo dejo para después y les pregunto qué han encontrado en el ordenador.

—Ese tipo lo usaba para pasar el rato —interviene Spiros—. Como mucho, jugaba al solitario o navegaba alguna vez por Internet.

—¿Por qué? —inquiero—. ¿Porque no tenía un programa de limpieza?

Se vuelve y clava en mí su mirada de ironía.

—No sólo por eso. Cuando enciendes un ordenador, notas enseguida sí lo han dejado tal como lo entregó la tienda o si ha sufrido cambios por el uso. A este parece que lo hayan entregado esta misma mañana.

—¿Habéis recuperado algún dato?

—No, aunque eso no significa que no los hubiera.

Ya empieza a marearme otra vez y, con lo nervioso que estoy en este momento, poco me falta para partirle los dientes de un puñetazo.

—Explícamelo. No hables telegráficamente, porque no lo pillo.

—A veces los mensajes de correo llegan con un programita que los borra automáticamente al poco tiempo. Otros, con un programita que los devuelve al remitente. Si había mensajes de este tipo, no los vamos a encontrar.

—¿Y la biografía? ¿Por qué no fue destruida ni devuelta?

Se encoge de hombros.

—Yo qué sé. Quizá la dejaran más tiempo en el disco duro, para que Vakirtzís pudiera acabar de leerla.

Empiezo a entender lo que intenta decirme. Logarás había enviado a Vakirtzís más documentos, aunque sólo para que los leyese. Terminada la lectura, los mensajes eran borrados o devueltos. Le dejó la biografía, bien porque hace falta más tiempo para leerla, bien porque, de todos modos, saldría a la luz y no había motivos para hacerla desaparecer.

Ya que no abrigo esperanzas de desenterrar nuevos secretos del ordenador, dirijo mi atención a escondites más prosaicos y humildes, como los cajones.

—¿Qué has encontrado? —pregunto a Kula.

—Por lo que veo, grabaciones de los programas televisivos de Vakirtzís.

Me agacho y recojo una cinta. Lleva la fecha de la emisión del programa, como todas las demás. Me pongo a buscar la grabación correspondiente al 21 de mayo, el programa en el que, según Stefanakos, lo hacían objeto de chantaje, pero no figura entre el resto. Mis ojos se detienen en el último cajón, el que tiene cerradura de seguridad. Sigue cerrado con llave.

—Ya he buscado por todas partes pero no doy con la llave —se lamenta Kula.

—Ve a llamar a la mujer de Vakirtzís.

—Ya está, no hay nada más —anuncia Spiros.

Apaga el ordenador y se acerca al televisor, que está un poco más allá. Toma el mando a distancia, enciende el aparato y se apoltrona en el sillón que hay delante. Ni árboles, ni piscinas, ni nada. La única visión que lo emociona es la de una pantalla.

Kula reaparece, acompañada por la señora Vakirtzís. Al parecer le ha entrado un arrebato de pudor, porque ahora lleva pantalones largos.

—Estoy buscando la llave de este cajón. ¿No la tendrá usted?

—No. Apóstolos la llevaba siempre encima.

Entonces, se fundió cuando Vakirtzís se prendió fuego, y no la encontraremos nunca.

—Necesito abrir el cajón.

Se encoge de hombros con indiferencia.

—Ábralo.

—Llama a Guikas y pídele que mande a un cerrajero del laboratorio —le indico a Kula.

Mientras llega el cerrajero, bajo a la terraza. Me siento bajo una sombrilla y trato de ordenar mis pensamientos. Si Logarás envió una copia de la biografía a Vakirtzís, también debió de enviársela a los otros dos. Quizá se hayan borrado, pero esto no cambia las cosas. La cuestión es: ¿por qué las envió? Salvo por alguna indirecta aquí y allá, las tres biografías se expresaban en términos extremadamente halagadores acerca de los suicidas. La única explicación razonable es que Logarás quisiera asegurarles que su reputación no sufriría menoscabo tras la muerte. Pero ¿qué les importaría la reputación a Favieros, Stefanakos y Vakirtzís, que ya gozaban de gran renombre en la sociedad griega? ¿Acaso estaban dispuestos a suicidarse con tal de pasar a la posteridad gracias a la biografía de un tal Minás Logarás, un total desconocido? Salvo que su fama póstuma tuviera que ver con otra cosa: el secreto que encerraban los documentos que, según Spiros, Logarás les enviaba junto con la biografía y que, o se eliminaban automáticamente, o eran devueltos al remitente. ¿Qué tipo de documentos? Nunca lo sabremos aunque, sin duda, guardaban relación con la biografía. Por eso cuando leí la de Stefanakos me produjo la clara impresión de que era falsa, una fabricación.

De repente, se me ocurre otra idea, de las que caen del cielo. ¿Y si la clave de los suicidios reside en las biografías? ¿Y si el suicidio público era la condición para la gloria póstuma de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís? No es una explicación del todo descabellada, aunque seguimos sin saber por qué habrían de aceptar dicha condición. ¿Qué pudo inducirlos a ello?

Por muchas vueltas que le dé, no encuentro la respuesta. Me levanto y bajo al jardín. En menos de dos minutos, mi cabeza se calienta como un ladrillo refractario. Me alejo de la piscina y me dirijo al escenario de la inmolación de Vakirtzís. No queda rastro de ella. En el lugar donde yacía el cadáver sobre el césped quemado hay ahora tierra removida y sembrada. No sé si plantaron flores o pepinos, porque aún no ha despuntado nada.

Oigo a lo lejos el ruido de una motocicleta que se acerca. Es el cerrajero. Se detiene a poca distancia, abre el maletero de la moto y extrae una caja de herramientas. Lo espero junto a los escalones de la terraza.

—Buenos días, señor comisario. ¿Qué tengo que abrir? —pregunta al acercarse.

—El cajón de un escritorio, provisto de una cerradura de seguridad.

Subimos juntos al tercer piso. Spiros sigue sentado delante del televisor. Kula ha trasladado las cintas al tablero del escritorio para ordenarlas.

—Es este. —Le señalo el cajón al cerrajero. Él le echa una ojeada fugaz.

—Pan comido —dice.

La segunda llave con que lo intenta abre la cerradura. Kula y yo nos acercamos, curiosos. El cajón sólo contiene cinco cintas de audio. Una de ellas es la que buscábamos, la correspondiente al 21 de mayo. Las otras cuatro presentan fechas de octubre, diciembre, enero y febrero, aunque no sé de qué año. No hace falta ser un genio para comprender que Vakirtzís guardaba en este cajón las grabaciones de los entrevistados a los que chantajeaba.

—Llévatelas y las escucharemos —digo a Kula.

—Me llevaré también el resto.

—De acuerdo, aunque primero hemos de escuchar estas. En ellas está el meollo de la cuestión.

Debajo de las cintas había dos sobres. Abro el primero y encuentro una copia de la carta-protesta dirigida al ministro, que Komi había mostrado a Favieros minutos antes de su suicidio. Debajo, la fotocopia de un cheque por valor de cuarenta millones de dracmas, que equivalen a unos ciento diecisiete mil euros actuales. Está extendido al portador y no tiene sello, de modo que debió de salir del talonario personal de Favieros. No resultará difícil descubrir quién cobró el cheque, aunque sí averiguar quién se esconde detrás de quien lo cobró. El chantajista Vakirtzís no guardaría una fotocopia, si el cheque no correspondiera a una compra o soborno. Más abajo, encuentro las fotocopias de tres contratos de compraventa. Kariofilis figura como notario en los tres. De manera que Vakirtzís conocía la red de agencias inmobiliarias de Favieros y su funcionamiento. Por eso Favieros lo temía.

El segundo sobre lleva el nombre de Stefanakos. El único documento que le concierne, sin embargo, es el proyecto de ley para la protección de la identidad cultural de los albaneses que viven en Grecia. El resto atañe a su mujer. Mirando por encima, encuentro tres fotocopias de escritos en los que consta la concesión de fondos por parte de la Unión Europea, unas sumas cuantiosas. Sin duda son pruebas de algunos de los chanchullos cometidos por Stazatu con la ayuda de su marido, el diputado, pues de lo contrario Vakirtzís no las habría guardado. Hay otra más, redactada en inglés, que habré de llevar a traducir; mi inglés no llega a tanto. En el fondo del cajón descubro otro cheque por valor de trescientos mil euros. Este, sin embargo, no está emitido por un banco griego sino por una entidad de Bucarest.

Si Vakirtzís hubiese muerto asesinado, ahora detendríamos a Favieros y a Stefanakos, como mínimo, por incitación. Él los extorsionaba y ellos lo mataron. Pero también el chantajista se suicidó. Así las cosas se complican y es para tirarse de los pelos.

El cerrajero es el primero en marcharse. Probablemente nos esté maldiciendo por haberlo obligado a venir hasta aquí por una tontería, pero son gajes del oficio.

Es la primera vez que obran en nuestro poder algunas pruebas, aunque no sepamos adónde nos pueden conducir.

—Os felicito, chicos. Habéis hecho un buen trabajo —comento a Kula y a Spiros mientras caminamos junto a la piscina.

—Gracias a Spiros —responde Kula, llena de entusiasmo—. Ya se lo dije, es un as de la informática. Lo lleva en la sangre.

—Vale, no te pases —interviene él con voz de hastío. Entre los jóvenes de hoy, la humildad suele expresarse como hastío.

—¿Sabía que a Spiros le gustaría trabajar en el laboratorio? —prosigue Kula, impertérrita.

—¡Oye, te enrollas muy mal! Te dije que eso debía quedar entre nosotros, todavía me lo estoy pensando. ¡Y tú vas y lo sueltas, como la poli chivata que eres!

—Espera, esto no saldrá de aquí. No es oficial —intervengo yo—. Lo único que te preguntaré, y me contestas si quieres, es por qué te interesa ingresar en la policía.

—Vale. Porque, estudiar informática, que es lo que me interesa, y además tener un puesto asegurado, sería genial.

Mi generación decía «estupendo», la actual dice «genial», pero tanto a ellos como a nosotros nos preocupa ganarnos las habichuelas.

—Piénsalo con tranquilidad. Si te decides, habla con Kula. Ya nos ocuparemos del resto.

A fin de cuentas, Guikas le debe a Kula este pequeño favor y no le costará mucho echarle un cable a su primo. Ya hemos llegado a la salida de la finca. Spiros monta en la moto de Kula y ella, detrás. Antes de ponerse en marcha, ella me guiña el ojo. Me doy cuenta que viaja de paquete para dejar que el chico se luzca.

Como había aparcado el Mirafiori debajo de los árboles, no está hecho un horno. Aunque no sé si logrará llevarme hasta Atenas antes de quedarse sin agua.