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Leo en el diccionario: «Computador/a: 1. El que computa o calcula, jefe o auxiliar de un centro de cálculo. 2. El que toma en cuenta, ya sea en general o de forma determinada. 3. Calculador o calculadora».

Por supuesto, no esperaba encontrar en el diccionario de Dimitrakos, editado en 1954, la acepción actual de la palabra «computador», es decir, ordenador. Además, las primeras computadoras que llegaron a Grecia no eran ordenadores sino calculadoras. Cuando aparecieron los ordenadores de verdad, no los llamamos computadoras sino calculadoras, nombre que, en rigor, correspondía a las máquinas de calcular. Vaya lío. De todas formas, creo que la primera acepción de Dimitrakos, «jefe o auxiliar de un centro de cálculo», sigue siendo válida para los ordenadores de hoy. En nueve de cada diez casos, hacen las veces de auxiliares contables en farmacias, talleres de reparación, concesionarios de coches y toda clase de establecimientos. «El ordenador es el gilipollas más listo que existe —me dijo una vez un técnico de laboratorio—. Todo depende cómo lo maneje uno». Puesto que ya sé cómo lo manejaría yo, he procurado mantenerlo a distancia, para no acabar lidiando con un gilipollas.

No obstante, Dimitrakos ofrece una acepción que no sólo define el ordenador sino también a Vakirtzís: calculador. AI menos, eso parece a primera vista.

Los esfuerzos de Kula y su primo, Spiros, por introducirse en los registros del Ministerio de Comercio y encontrar las empresas de las que Vakirtzís era propietario o copropietario no han rendido fruto hasta el momento. Los he apartado de ese empeño, sin embargo, porque quiero que rebusquen primero en el portátil de Stefanakos.

Ahora estoy en ascuas, sentado en la cocina, intentando paliar mi impaciencia leyendo el diccionario, mientras ellos terminan el primer repaso del ordenador del diputado. La cocina apesta a vinagre, porque Adrianí está cocinando okras y se le ha metido en la sesera que, empapadas en vinagre, resultan menos viscosas.

Levanto la mirada del diccionario cuando oigo los pasos de Kula, que viene a informarme de los resultados de su búsqueda. El primo ha colocado a un lado la pantalla del ordenador de Kula y está agachado sobre el portátil de Stefanakos.

—Explícaselo tú, Spiros, que lo entiendes mejor —le pide ella.

Spiros no se toma la molestia de despegar los ojos de la pantalla.

—Bien. Tiene un programa.

—¿Qué programa?

—De limpieza.

Sus respuestas, breves y cortantes; la vista, clavada en la pantalla. Me crispa los nervios pero me contengo, porque no quiero dar un disgusto a Kula y porque, después de todo, el chico se ha ofrecido a ayudar voluntariamente.

—Mira, cuando me hablas de programas de limpieza, yo pienso en fregar el suelo —le replico con calma—. ¿Puedes ser más explícito?

Levanta la cabeza y me mira por primera vez, con una expresión que vacila entre el desprecio y la sorpresa. Pero se fija en Kula, que está de pie a mi lado, y se muerde la lengua para no soltar alguna inconveniencia.

—Si borras algo del ordenador, no queda borrado definitivamente —dice despacio y con paciencia—. Continúa guardado en algún lugar del disco duro, y hay maneras de recuperarlo. Existen unos programas, sin embargo, que limpian el disco duro y borran por completo la información que contiene. Puedes ejecutarlos en cualquier momento o programarlos para que lo hagan solos. Cuando hay uno de esos programas instalado en el ordenador, sólo se pueden recuperar los datos que no han sido borrados desde su última ejecución.

—¿Stefanakos tenía uno de esos programas en su ordenador?

—Sí, programado para limpiar el disco cada tres días.

—En otras palabras, me estás diciendo que, con esa frecuencia de limpieza, no encontraremos nada.

—Eso me temo.

Vuelvo la cabeza hacia Kula, decepcionado.

—¡Pues sí que vamos bien!

Ella, no obstante, no parece compartir mi desilusión y sonríe con sagacidad.

—No exactamente. Hemos descubierto algunas cosas interesantes.

—¿Como qué?

—Stefanakos tenía la buena costumbre de tomar notas de todo. Mire.

Pulsa algunas teclas y en la pantalla aparece una serie de recuadros llenos de anotaciones. Me recuerdan el reverso de las viejas cajetillas de tabaco La Nación, donde mi padre anotaba las tareas pendientes. A menudo, se pegaba una palmada en la frente y exclamaba: «¡Ay, lo había anotado en la cajetilla de tabaco y la he tirado!». Ahora La Nación ha ido a pique, los cigarrillos se empaquetan de otra manera y los ordenadores han reemplazado a las cajetillas. Empiezo a entender un poco. Me agacho para leer las notas de Stefanakos.

Lo que pide A. no tiene pies ni cabeza. L. no quiere ni oír hablar del tema. Dice que M. se ha hecho de oro gracias a nosotros. No le falta razón.

Menos mal que todas las anotaciones llevan fecha. Esta data del 10 de mayo, cuando yo estaba todavía en el hospital. Otra, correspondiente al 12 de mayo, reza:

He hablado con M. No está de acuerdo con A. Es imprescindible que hable con K.

Siguen dos o tres notas aparentemente irrelevantes, y luego una, más interesante, del 20 de mayo:

K. es categórico. Dice que se juega el puesto.

Y otra, del 22 de mayo:

Anoche vi el programa de A. Es un chantaje descarado. Debo hablar con la emisora y convencer a algún periodista de que me entreviste para que pueda rebatirlo.

De nuevo, unas notas irrelevantes. Después, dos seguidas, escritas el 2 y el 3 de junio:

¿De dónde ha salido este? ¿Qué pretende? Dice que tiene pruebas irrefutables. Creo que está mintiendo.

Y el 3 de junio:

Pide el oro y el moro para enviarme las pruebas. La gente está loca.

I. me ha dicho que no puede negarse a llamar a M. A. sabe mucho y le tiene miedo.

Vuelvo a leer las anotaciones, esforzándome por encontrar el hilo conductor. Para empezar, no me cabe duda de que A. es Apóstolos Vakirtzís. La L. debe de corresponder a Lilian Stazatu, la mujer de Stefanakos, e I. no puede designar a otro que a Iásonas Favieros. No sé quiénes son M. y K. De momento, he llegado a las siguientes conclusiones provisionales: en primer lugar, Vakirtzís presionaba a Stefanakos para que le echase una mano con sus empresas; Stefanakos, a su vez, presionaba a su esposa y a ese tal K., que debe de ser alguno de los miembros del gobierno, uno de los ministros, probablemente. En segundo lugar, Iásonas Favieros recelaba de Vakirtzís porque sabía demasiado. En tercer lugar, y lo que resulta más significativo, Vakirtzís chantajeaba a Stefanakos valiéndose de sus programas para obligarlo a ceder. Lo único que queda sin explicar es la nota del 3 de junio. Obviamente, se refiere a un desconocido que asegura disponer de pruebas irrefutables. ¿Qué tipo de pruebas y a quién concernían? ¿A Vakirtzís? Es muy posible, aunque de la nota no se desprende que Stefanakos estuviera reuniendo datos referentes a Vakirtzís. Seguramente el desconocido ofreció sus servicios a un precio considerable, como se infiere del comentario de Stefanakos sobre «el oro y el moro».

Después de tanto tiempo, es la primera vez que encontramos ciertos indicios que nos permiten formular una hipótesis. Como mínimo, ahora estoy convencido de que Favieros, Stefanakos y Vakirtzís no sólo se conocían sino que hacían negocios juntos, negocios no del todo limpios.

—Haz dos copias impresas —le indico a Kula. Pienso llevárselas directamente a Guikas, darle un huesito que roer, para matar un poco el hambre.

—Os felicito, muchachos. Habéis hecho un trabajo excelente.

La sonrisa se ensancha en la boca de Kula, aunque Spiros no se muestra muy impresionado por la enhorabuena.

—¿Podremos ver pronto el ordenador de Vakirtzís? —pregunta sin apartar los ojos de la pantalla. Por lo visto, es lo único que atrae su mirada.

—Lo veréis, pero ¿por qué tanta prisa?

De nuevo la mezcla de desprecio y sorpresa.

—Porque usted dijo que tenía un ordenador y no lo usaba demasiado. Es muy probable que instalara un programa de limpieza. Más que probable. Aun así, su suicidio es tan reciente que todavía podríamos recuperar algún dato del disco duro.

—De acuerdo, lo arreglaré para mañana mismo. Entretanto, seguid investigando los archivos del Ministerio de Comercio, a ver si encontramos algo relacionado con Vakirtzís.

Mientras Kula imprime las notas llamo a Guikas para pedirle que me espere.

Deben de haber despachado al poli de las revistas, o se ha ido a acompañar a la mujer de Guikas a la peluquería, porque ocupa su asiento un joven que, al menos, tiene el ordenador encendido y me pregunta quién soy y qué deseo.

Guikas está tan ansioso que olvida saludarme.

—Dime algo que pueda contarle al ministro; me llama tres veces al día.

Sin una palabra, despliego sobre el escritorio las copias de las notas de Stefanakos, como si fueran cartas de una baraja. Guikas las lee con atención una tras otra, luego levanta la vista hacia mí.

—¿Qué opinas? —pregunta.

—Para empezar, lo obvio. Vakirtzís no sólo era periodista sino también empresario. Estamos investigando en qué negocios andaba metido. Los encontraremos, es sólo cuestión de tiempo. En segundo lugar, Vakirtzís chantajeaba a Stefanakos, bien para sacar tajada de las empresas de su esposa, bien porque deseaba colaborar con ella. Y parece que Favieros estaba implicado en esta trama de negocios y extorsiones. —Callo por un momento y prosigo—: No sé hasta qué punto el ministro se alegrará de oír lo de Vakirtzís.

Guikas se encoge de hombros.

—No creo que le importe demasiado. Últimamente, se había convertido en un incordio. No dejaba de criticarlos y los ponía muy nerviosos. A juzgar por la información que me traes, sus ataques tenían otros objetivos.

—Todavía no sé quiénes son M. y K.

Sacude la cabeza con un suspiro.

—Yo tampoco sé quién es M. Sin embargo, si K. es quien yo me temo, al ministro le costará digerirlo.

—¿Quién cree que es? —pregunto, presa de la curiosidad.

—Karanikas, el funcionario del ministerio que supervisa las obras olímpicas.

A Guikas le preocupa el ministro y a mí la cara que pondrá Petrulakis cuando averigüe adónde nos llevan las investigaciones.

—¿Puede conseguirme una entrevista con Karanikas?

Me fulmina con la mirada, furiosa y extrañada a la vez.

—¿Te has vuelto loco? ¿Con qué pruebas abordarás a Karanikas? ¿Pretendes mostrarle tus cartas? El día siguiente saldrás en los periódicos, la radio y la televisión. —Hace una pequeña pausa y añade lentamente—: Debí suponerlo. Vuelves a las andadas.

No quiero insistir porque, en el fondo, tiene razón. En realidad, no dispongo de pruebas suficientes para obligar a Karanikas a confesar y, si mi investigación encubierta sale a la luz, Guikas me despellejará vivo, con la valiosa ayuda de Sotirópulos, que cuenta con el reportaje en exclusiva.

—Quisiera pedirle otro favor.

—¿Como el de Karanikas?

—No. Quisiera que consiga una grabación del programa de Vakirtzís del 21 de mayo, aquel en el que supuestamente chantajea a Stefanakos.

—Si existe, te la conseguiré.

—Mañana mandaré a Kula a registrar el ordenador de Vakirtzís. Si surgen problemas, le llamaré por teléfono.

—Llámame y me ocuparé.

Se ha restablecido el buen entendimiento aunque, justo cuando me dispongo a marchar, Guikas dispara una andanada de aviso:

—Ten cuidado, Costas. Estamos en la cuerda floja y, si damos un paso en falso, no habrá red que nos proteja. Ya has visto lo que pasó con Petrulakis.

Prefiero no contestar para no comprometerme, aunque sé que está en lo cierto cuando dice que estamos en la cuerda floja.