Ahora ya sé qué se entiende por lector experto. No es el que lee muy deprisa o con mucha atención. Es el que sabe en qué fijarse y qué pasar por alto. Yo he alcanzado esta categoría gracias a las tres biografías de Logarás. La primera, la de Favieros, la leí palabra por palabra. Durante la lectura de la segunda, la de Stefanakos, llegué a entender muchas frases sin necesidad de leerlas completas. Con la biografía de Vakirtzís, que empecé anoche, he alcanzado la perfección: me salté el primer tercio, dedicado a sus años de la infancia y de la juventud, así como los elogios dirigidos a su labor como periodista y pasé directamente a la última parte del libro, allí donde Logarás suele sembrar sus insinuaciones.
Para mi enorme satisfacción, descubrí que no me había equivocado. Justo donde terminaban las alabanzas, aparecía la primera indirecta:
Dicen que, para ser un buen periodista, hay que ser muy decidido. Y Apóstolos Vakirtzís no se detenía ante nada. Insistía y presionaba hasta conseguir la información que quería. Todos, ministros, diputados, alcaldes y concejales, lo temían y le hacían todos los favores posibles para no tener conflictos con él. Apóstolos Vakirtzís utilizaba los datos así obtenidos para fundamentar sus denuncias y revelaciones.
Hasta aquí, nada reprochable. Son muchos los periodistas que emplean estos métodos, aunque quizá no de un modo tan agresivo como Vakirtzís. La verdadera pista de Logarás venía inmediatamente después:
Las malas lenguas afirman que Vakirtzís aprovechaba esas «relaciones especiales» que cultivaba para favorecer a las empresas de las que era socio, si bien un socio en la sombra. Gracias a esas «relaciones especiales» no sólo obtenía información de interés periodístico, sino también un trato privilegiado para dichas empresas. Eso dicen las malas lenguas. Ignoramos si hay pruebas fehacientes que lo corroboren.
Mi primera reacción fue pensar que Logarás estaba exagerando. Después, sin embargo, recordé que todo lo que ha escrito hasta el momento ha resultado ser cierto. ¿Están sus insinuaciones basadas en datos concretos y, si es así, por qué no los saca a la luz? Otra pregunta sin responder. ¿Por qué no nombra las empresas sospechosas relacionadas con Vakirtzís, Favieros y Stefanakos, sino que deja que sus insidias contaminen la atmósfera? Una explicación sería que habla de oídas y no tiene pruebas suficientes. Otra, que sí dispone de pruebas pero no las divulga por miedo a que delaten su verdadera identidad. La tercera explicación sería que posee dichas pruebas y se las calla de momento para seguir extorsionando. ¿A quiénes? A las familias de los tres difuntos. A la mujer y los hijos de Favieros, a Stazatu y los parientes de Vakirtzís que, sin duda, también existen.
Esta tercera explicación me parece la más probable, y también la más siniestra. Porque, mientras continúe el chantaje, continuarán los suicidios. Ya ha habido tres, y yo me siento como la circulación urbana matinal: atascado y sin salida.
Lo bueno de la experiencia como lector que he adquirido es que no hace falta trasnochar para leer las biografías de Logarás. He terminado la tercera lectura con tanta rapidez, que me sobra tiempo para ver el telediario de la noche, repleto de noticias, entrevistas y reportajes dedicados a Apóstolos Vakirtzís. Cuando acaban, llego a la conclusión de que nuestro misterioso biógrafo sabe más que ellos.
Ahora son las diez de la mañana y Kula me ayuda a planear el programa de la jornada. Le pido que reclute otra vez a su primo, para que acceda a los archivos del Ministerio de Comercio e intente descubrir algo acerca de las empresas de las que era socio Vakirtzís.
—¿Y los ordenadores de las víctimas?
—Después. Primero hemos de averiguar en qué andaba metido Vakirtzís. Algo me huele mal, aunque tal vez sea el hedor de los tubos de escape que no se me va de la nariz.
La dejo llamando a su primo, Spiros, para poner manos a la obra.
Lukás Stefanakos era diputado por la segunda circunscripción de Atenas y tenía su despacho en la calle Dardanelíon 22, cerca del parque de Egáleo. Esto significa que tardaré en llegar lo mismo que si me dirigiese a Patrás: unas tres horas.
El cielo está encapotado y el sol no asoma la nariz. El resultado, un bochorno agobiante que habrá que soportar hasta que caiga el chaparrón y claree. En Atenas, el tiempo se alivia como las personas: con estallidos de corta duración. En un momento da la impresión de que se acerca el fin del mundo, y al momento siguiente, aquí no ha pasado nada.
El tráfico hasta la avenida de Pireo discurre lento pero fluido. La avenida está aún más despejada, lo que me sube la moral, aunque el milagro dura muy poco. A la altura del semáforo de la vía Sacra, me topo con un embotellamiento interminable, aderezado con sirenas de ambulancias y coches patrulla. A los diez minutos empiezo a mancillar la memoria de Lukás Stefanakos, que tuvo la ocurrencia de abrir su despacho en Egáleo. ¿Ni Glifada ni Nea Smirni eran lo bastante buenas para él? El diputado de izquierdas, por lo visto, quería estar presente en uno de los barrios tradicionalmente obreros de la ciudad, aunque actualmente en Egáleo el barrio obrero se oculte tras una fachada de boutiques y tiendas de moda, de la misma manera que Stefanakos se ocultaba tras las empresas de su mujer.
Veinte minutos después llego, por fin, al semáforo, donde se ha producido una carambola entre un autocar y tres turismos. El autocar está abandonado en medio del cruce, en dirección a Kifisós, mientras que uno de los turismos, procedente de la vía Sacra, se ha estampado contra él, y dos turismos más, contra el primero. Los vehículos accidentados bloquean el paso de tal manera que sólo puede pasar un coche cada cinco minutos, y esto gracias al guardia de tráfico que está echando los pulmones por la boca de tanto pitar.
En cuanto dejo atrás el lugar del accidente, la vía Sacra se extiende ante mí casi totalmente vacía, como la carretera nacional el domingo de Pascua, y piso a fondo el acelerador. El tiempo perdido se puede recuperar. Lo que es irrecuperable es la salud y la tranquilidad.
La calle Dardanelíon es paralela a Tebas. El número 22 corresponde a un bloque de pisos de construcción barata, aunque también esto forma parte del juego de camuflaje al que se ha entregado el barrio entero: por todas partes se derriban las viejas viviendas obreras y se construyen pisos de tres al cuarto. El despacho de Stefanakos está en la segunda planta y consta de dos espacios contiguos: uno para el diputado y otro para Stella, la secretaria, que ha recibido el aviso de Stazatu, por lo que mi nombre le resulta familiar. Antes de ocupar el asiento que me indica echo un vistazo alrededor. Nada me impresiona o me llama la atención, salvo las flores. La antesala está llena de flores. Hay jarrones por todas partes, en el escritorio, en la mesilla, en el suelo.
—Las traen los vecinos —explica Stella al percibir mi extrañeza—. Ya he tenido que tirar la mitad, pero traen más cada día. La puerta del señor Stefanakos siempre estaba abierta para ellos. Se esforzaba por resolver sus problemas, y ellos lo adoraban. —Se sienta tras el escritorio y adopta una actitud de espera—. Le escucho.
—Tanto en el caso de Favieros como en el de Vakirtzís, se observaron cambios en su comportamiento antes del suicidio. Quisiera preguntar si usted también apreció alguna anomalía en la conducta del señor Stefanakos.
Reflexiona brevemente.
—Pensé que estaba enfermo y lo guardaba en secreto —admitió al fin.
Su respuesta me pilla por sorpresa.
—¿A qué se refiere?
Se queda callada, pensativa. Es de esas personas que necesitan meditar mucho sus respuestas. Normalmente, son las que presentan los testimonios más jugosos.
—Lo notaba abatido, malhumorado, como si estuviera gravemente enfermo. Cuando se quedaba aquí al mediodía, íbamos a comer juntos a un viejo restaurante a dos manzanas del despacho. Se había convertido en una costumbre. Últimamente, sin embargo, había perdido el apetito. Ya casi no íbamos a comer y, cuando íbamos, apenas probaba bocado.
—¿No le preguntó qué le pasaba?
—Le pregunté cuando descubrí los tranquilizantes en su escritorio.
—¿Tranquilizantes?
—Sí. Lukás era un hombre jovial, extrovertido, muy seguro de sí mismo. No le hacían falta ni tranquilizantes ni ansiolíticos. Cuando, un día, abrí el cajón de su escritorio y vi una caja de tranquilizantes, me llamó la atención, así que lo interrogué al respecto.
—¿Y qué le contestó?
—Que todos tenemos nuestros altibajos.
—¿Cuánto tiempo antes del suicidio sucedió esto?
—Unas dos semanas.
De repente, se me ocurre una pregunta que también debería haberle hecho a la secretaria de Favieros.
—¿Recuerda si, en este espacio de dos semanas, recibió una o varias llamadas que pudieran turbarlo?
—Un diputado recibe en su despacho llamadas de todo tipo, tanto de gente conocida como de extraños, señor comisario. Por lo tanto, me es imposible saber si alguna de esas llamadas lo turbó. Aunque diría que no.
—¿Percibió algún otro cambio en su actitud?
Formulo la pregunta deliberadamente sin especificar, para no mencionar el ordenador e influir en su respuesta, que es categórica:
—No.
—¿Stefanakos tenía ordenador?
—Sí.
—¿Pasaba muchas horas delante del ordenador?
A Stella se le escapa la risa.
—Lukás pasaba horas interminables delante del ordenador, señor comisario. Por eso tenía un portátil, para llevarlo consigo a todas partes. En él lo escribía todo, desde sus discursos y sus investigaciones sobre asuntos varios hasta sus anotaciones a las peticiones de los ciudadanos y electores de su circunscripción. No puedo decirle si pasaba más tiempo con el ordenador últimamente, porque siempre lo tenía delante.
Esto resulta alentador. Si Stefanakos lo anotaba todo en su ordenador, quizá logremos encontrar pistas que conduzcan a alguna parte.
—¿Dónde está ahora su ordenador?
—En su despacho. —Y señala con un gesto de la cabeza la habitación contigua.
—¿Puedo llevármelo? —Al percatarme de que me mira indecisa, añado—: Ya he hablado con la señora Stazatu.
—Lo sé.
—Se lo devolveremos cuando terminemos.
Se lo piensa y se encoge de hombros.
—¿Por qué no?
Entra en el despacho de Stefanakos para buscar el ordenador y deja la puerta abierta. Echo una ojeada al interior y, de repente, me vuelve a la mente la imagen, emitida por la televisión, de los cuchillos en la puerta, los cuchillos contra los que se había arrojado Stefanakos. Según el presentador, el programa iba a grabarse en el despacho del diputado, pero la puerta que veo en absoluto me recuerda la otra.
—Perdone, ¿la entrevista que concedió Stefanakos la noche de su muerte se realizó en este despacho…?
—¿Cree que me encontraría aquí, si fuera así? —espeta ella hoscamente. Recobra el aplomo enseguida y agrega, más amable—: No, Lukás tenía otro despacho debajo de las oficinas de Starad, en Vikela.
Dejo el ordenador en el asiento trasero del Mirafiori y me siento al volante, tratando de ordenar mis pensamientos. Favieros y Stefanakos presentaron durante los últimos días el mismo comportamiento ambiguo. Los trabajadores extranjeros juraban por el nombre de Favieros que los ayudaba, aunque, al margen de su altruismo, ganaba un montón de dinero negro a sus expensas, vendiéndoles casas y pisos a precios inflados. Los votantes llevaban flores al despacho de Stefanakos para honrar su memoria, pese a que él les echaba las migajas y se servía de sus importantes enchufes para conceder privilegios a las empresas de su mujer.
De repente, me viene a la cabeza otra idea que, en lugar de alegrarme, me hiela la sangre. ¿Y si los suicidios no tienen nada que ver con un posible escándalo? ¿Y si alguien conocía las actividades encubiertas de Favieros, Stefanakos y Vakirtzís y decidió castigarlos para hacer justicia?