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No le comprendo, señor comisario.

Koralía Yanneli nos contempla con expresión irónica y a la vez extrañada. Hemos venido directamente de las oficinas de Starad, ya que Eguialías sólo queda a cinco minutos de camino de Vikela.

—Si no me equivoco, esta es la cuarta vez que nos reunimos, y aún no entiendo a qué viene tanto interés en los suicidios. Empiezo a sospechar que ocultan algo detrás de todo esto, algo que usted no quiere confiarnos.

—No ocultamos nada, señora Yanneli.

—O sea que lo mueve un interés puramente humano, ¿no? Le urge saber por qué Favieros y Stefanakos se suicidaron de un modo tan atroz.

—También Vakirtzís. Anteayer se suicidó Vakirtzís, de un modo aún más atroz.

—De acuerdo, también Vakirtzís.

—¿Le conocía?

—Desde luego, al igual que otros diez millones de griegos. Era imposible abrir un periódico sin toparte con un artículo de Vakirtzís, o encender la radio sin oír la voz de Vakirtzís.

—¿No tenía tratos personales con él?

Yanneli suelta una carcajada.

—Usted sigue pensando que la explicación de la muerte de Iásonas y Stefanakos reside en el conglomerado de empresas de Favieros o en los negocios de Favieru y Stazatu o de esta última con Sotiría Favieru. Pero ¿cómo encaja en todo esto Vakirtzís, que era periodista?

Espera una respuesta esclarecedora, pero no se la daré, porque no la tengo. Las pocas respuestas que tengo no son convincentes. Los que comparten mi preocupación lo hacen porque les ronda el mismo mal presentimiento que a mí, como en el caso de Guikas, o porque temen el escándalo, como en el caso del ministro.

Yanneli interpreta mi silencio como señal de incertidumbre y prosigue:

—Puedo asegurarle que al menos Iásonas y Stefanakos no se suicidaron por problemas de liquidez. Si no me cree, solicite informes financieros de sus compañías y pida a un experto que los examine. Comprobará que todas las empresas marchan viento en popa. —Hace una breve pausa y, de repente, su semblante se torna severo—: Tres hombres murieron voluntariamente delante de los ojos de miles de personas, señor comisario. Es un hecho trágico para sus allegados y sus seres queridos. Pero no fueron asesinados. ¿A usted, pues, qué le importa?

La ironía ha ido cediendo su lugar a cierto nerviosismo controlado. Los tres han muerto, pienso. Si, en lugar de suicidios, se tratase de asesinatos, me sería más fácil encontrar alguna pista. ¿Cómo explicar a Yanneli, sin una sola prueba, que para mí los tres suicidios son crímenes indirectos? ¿Y cómo convencerla de que, si no descubrimos las causas a tiempo, las muertes continuarán con toda probabilidad y nos encontraremos frente a una situación epidémica que no sabremos cómo detener? Si estuviese investigando un asesinato, movilizaría tres o cuatro departamentos, reuniría pruebas, inspeccionaría cuentas bancarias y, tarde o temprano, encontraría algún cabo suelto. Tal como están las cosas, a falta de pruebas y argumentos, doy vueltas y vueltas a lo mismo, como un caballito de feria.

—¿Le parece una simple coincidencia que se hayan suicidado tres personalidades del mundo político, empresarial y periodístico?

Yanneli se encoge de hombros.

—Las coincidencias funestas existen.

—¿Y las biografías? Las dos primeras fueron publicadas a escasos días del suicidio correspondiente, y la tercera llegó a mis manos en el momento en que Vakirtzís se quitaba la vida.

Esta vez tarda un poco más en contestar.

—El argumento de las biografías tiene cierto peso, lo admito. Pero ¿quién le dice que no estaban preparadas y alguien supo sacar partido de los acontecimientos? Los tres suicidas eran personalidades conocidas y llevaban una vida muy activa; esto constituye toda una tentación para cualquier biógrafo. A fin de cuentas, tenemos el ejemplo de la organización nacionalista, que quiso aprovechar las muertes para llamar la atención del público. Quizás el biógrafo hizo lo mismo.

—Había escrito tres biografías de trescientas páginas cada una, señora Yanneli. Las dos primeras obraban ya en poder de los editores. Nadie escribiría tres biografías con la esperanza de que sus protagonistas se suiciden. Y no olvidemos que el tal Logarás no dejó sus señas ni los datos de una cuenta bancaria para que le abonasen sus derechos de autor.

—No los perderá. Puede aparecer en cualquier momento para reclamarlos.

—Tal vez, aunque su actitud indica que no lo hará.

Adopta una expresión grave y pregunta, en un tono que parece sincero:

—¿Qué está buscando, señor comisario?

—Ya se lo he dicho: las causas por las que se quitaron la vida Favieros, Stefanakos y Vakirtzís.

—¿Y lo averiguará investigando nuestras empresas? —Yanneli vuelve a clavarme una mirada irónica.

Me dispongo a contestar cuando interviene Kula:

—Perdone, señora Yanneli, ¿cómo sabe que no habrá nuevos suicidios? —pregunta amablemente—. Ya ha habido tres, todos cortados por el mismo patrón.

Yanneli se vuelve hacia ella, desconcertada como si la viera por primera vez.

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —inquiere con el mismo tono despectivo que emplean los taxistas cuando se dirigen a muchachas jóvenes—. Ni siquiera ustedes lo saben.

—Precisamente. Y, puesto que ni nosotros ni usted lo sabemos, podría contestar a nuestras preguntas, a ver si llegamos a alguna conclusión antes de que se produzcan más muertes que debamos llevar sobre nuestra conciencia.

La cara de Yanneli refleja una extrañeza aún mayor.

—Muy bien, contestaré —dice en tono conciliador—. Y, si alguna vez te cansas de ser policía, ven a verme y te contrataré.

Kula se pone roja como un tomate, señal de que conserva su humildad. Yo aprovecho la ventana que me ha abierto para lanzarme a hacer preguntas.

—¿Sabe si Iásonas Favieros tenía tratos con Apóstolos Vakirtzís?

—Si se refiere a tratos profesionales, no. Vakirtzís no era socio ni colaborador de ninguna de las empresas del grupo. De esto estoy segura.

—¿Sabe si tenían relaciones personales?

Yanneli reflexiona por unos instantes.

—Creo que se conocían desde la época de la dictadura. Que yo sepa, Vakirtzís también fue miembro de la resistencia. Iásonas mencionaba su nombre de vez en cuando, aunque no sé si se veían todavía.

—¿Lo sabría el señor Zamanis?

Esboza una sonrisa.

—Le aconsejaría que no se lo pregunte. En estos momentos, el señor Zamanis no guarda la mejor de las opiniones sobre usted.

A punto estoy de replicar que me importa un comino pero me contengo. Lo que importa es que existe un tercer lazo de unión entre las tres víctimas, aparte de los suicidios públicos y las biografías: los tres se conocían desde la época de la dictadura, cuando habían coincidido en sus actividades antifascistas. ¿Qué puede encerrar todo esto? Quizás algo sepultado en el pasado común, que alguien había desenterrado para chantajearlos. Tal vez esté en lo cierto, aunque antes debo indagar si existía tal secreto y en qué consistía.

Regreso al presente con la intención de seguir interrogando a Yanneli, cuando la veo descolgar el auricular.

—Hola, Xenofón. Dime una cosa, porque me muero de curiosidad. Este Vakirtzís que se suicidó hace dos días ¿conocía a Iásonas? —No esperaba que llamara a Zamanis por mí y me quedo boquiabierto. Kula me mira con una sonrisa mal disimulada en los labios—. No, por ninguna razón en concreto —prosigue Yanneli—. Pero la idea se me ocurrió ayer y quería confirmarla. —Escucha meneando la cabeza—. ¿Y todavía mantenían el contacto? —pregunta, al tiempo que posa los ojos en mí—. A veces se llamaban por teléfono. Ya. No me equivocaba, pues. En alguna ocasión había oído a Iásonas hablar de Vakirtzís.

Le da las gracias y cuelga el auricular. Después se dirige a mí:

—Ya lo ha oído. A veces hablaban por teléfono. El resto es tal como se lo he dicho. Participaron juntos en la lucha antifascista y fueron detenidos al mismo tiempo por la policía militar.

—Muchas gracias, señora Yanneli.

Ella sonríe.

—Me inspira sentimientos encontrados, señor comisario. Tan pronto me irrita como despierta mi admiración por la perseverancia con que busca a ciegas.

—En cuanto a esta empresa off-shore que dirigía Favieros junto con la señora Stazatu… —Retomo el hilo del interrogatorio para no dejarme engatusar con los elogios.

—Balkan Inns…

—Esta misma.

De nuevo me dedica una sonrisa sardónica.

—Ya hemos hablado de ello, si no recuerdo mal.

—Lo recuerda mal. En aquella ocasión me dijo que la persona más indicada para responder a mis preguntas era la señora Stazatu, y que usted sólo se ocupa de Balkan Prospect. Hoy, sin embargo, la señora Stazatu ha afirmado no saber nada y que es usted quien dirige Balkan Inns.

Aunque se percata de que la he arrinconado, no pierde el aplomo.

—Muy bien, pregunte.

—¿Guarda Balkan Inns alguna relación con su otra empresa off-shore?

Sin una palabra, Yanneli se levanta y sale del despacho. Kula me mira, extrañada.

—¿Qué mosca le ha picado?

—Espera y lo veremos.

No hace falta esperar mucho. Yanneli regresa casi enseguida, con dos carpetas en la mano.

—Son los historiales de ambas empresas, junto con sus últimos balances anuales. Si los estudia, encontrará todas las respuestas. —Sin sentarse, me tiende los dos dossieres—. Por desgracia, el folleto de Balkan Inns está en inglés, pues las copias en griego se han agotado —añade con cierta ironía.

Me da igual. Los balances representan un misterio para mí, aunque estén en griego. Kula ya se ha puesto de pie. Me levanto yo también y tomo las carpetas. Hay que irse, es el momento de pasar por el aro, como decía mi pobre madre.