Las oficinas de Starad se encuentran en Vikela, frente al hospital La Salud. Stazatu debió de gastar mucho dinero en la decoración de su empresa. Al entrar, tus pies se hunden en una moqueta mullida que ahoga el sonido de tus pasos. Cuando te sientas, los sillones te abrazan la espalda como para evitar que te caigas. Los cuadros, de marco blanco, representan rectas, cubos y esferas de colores distintos, aunque siempre con un toque de rojo, para entretener la vista.
El despacho de Stazatu se distingue de los demás en que dos alfombras de gran valor cubren la moqueta, y en que, detrás de su sillón, en el lugar de la pared donde en jefatura hay un Cristo coronado de espinas, cuelga la pintura de un pequeño puerto de mar, con sus barquitas y una mujer con una puerta abierta a la espalda.
Stazatu es una cincuentona de buen ver que, maquillada, parecería más joven. Ahora está sin maquillar, luce un conjunto azul marino con discretas aplicaciones blancas en el cuello y me mira con expresión altiva, sin duda heredada de su padre. Junto al escritorio de Stazatu y un poco en diagonal, está sentada Sotiría Maskari-Favieru. Desprovisto también de cualquier cosmético, el rostro se le ve ajado. Lleva el pelo corto y resulta difícil determinar su edad e incluso si es hombre o mujer. Cuando visité su casa en Porto Rafti, después del suicidio de Favieros, me informaron de que la familia había salido a navegar. Pues bien, ella debió de quedarse encerrada en la cabina, porque está blanca como una sábana. Sentada con las piernas muy juntas, nos mira con recelo y temor. Vistas una al lado de la otra, se adivina enseguida quién lleva las riendas de la empresa y quién entró a trabajar allí como elemento decorativo, gracias a su marido.
A Kula y a mí nos relegan al sofá situado junto a una mesilla de cristal, a unos diez metros del escritorio de Stazatu. Kula las pasa negras intentando equilibrar su bloc sobre una rodilla, para tomar notas. Ha llegado esta mañana de Éguina, bronceada, con pantalones de lino y sandalias. Y, como es lista y sabe cómo las gasta Adrianí, en lugar de manifestarme su alegría por reanudar la investigación, le expresó su pesar a ella.
—¡Cuánto lamento que hayan tenido que posponer sus vacaciones, señora Adrianí! —Y añadió, santiguándose—: Dios me libre de casarme con un policía.
Adrianí, en lugar de contestar que los policías son personas honradas y, en su mayoría, buenos hombres de familia, sacudió la cabeza estoicamente y respondió:
—¡Desgraciadamente, hija mía, la voluntad de los dioses no contempla el deseo de los humanos!
Ahora, sentados frente a las dos señoras, pretendemos averiguar si notaron algo raro en el comportamiento de sus esposos antes de los suicidios, especialmente en el caso de Stefanakos, pues ya disponemos de información suficiente acerca de Favieros. Sin embargo, la actitud de ambas viudas no es muy prometedora; se muestran reservadas y no disimulan su incomodidad.
—¿Por qué remueve el asunto, señor comisario? —pregunta Stazatu—. Nuestros esposos eligieron morir. ¿Acaso su investigación los devolverá a la vida?
—No, aunque podría prevenir nuevas muertes. Por eso les pedimos su ayuda. Hasta el momento, nos enfrentamos a tres suicidios de características muy similares. ¿No le parece sospechoso?
—A ustedes, los policías, todo les parece sospechoso —replica Stazatu con desdén—. Aun así, puesto que no se trata de asesinatos, no comprendo el objeto de su investigación.
—¿Su esposo tenía motivos para quitarse la vida, señora Stazatu?
—Que yo sepa… no.
—¿Por qué lo hizo, entonces?
Se encoge de hombros con fatalismo.
—¿Por qué se suicida la gente, señor comisario? Porque la vida no les ha dado lo que esperaban de ella… Porque están insatisfechos con la realidad de este mundo… Porque están cansados de vivir y optan por abandonar…
—¿Fue eso lo que le ocurrió a su marido?
—No. A Lukás la vida le dio todo lo que quiso. Y era un hombre muy vital.
—¿Entonces?
—Se volvió loco —afirma secamente—. Puede suceder. Alguien se vuelve loco, así, sin motivo aparente. Esto le pasó a Lukás. Enloqueció. Es la única explicación posible.
—¿Piensa que su locura lo impulsó a suicidarse públicamente?
—Si lo conociera un poco, sabría que a Lukás le gustaban los gestos espectaculares. Necesitaba sobresalir, causar sensación con cada una de sus palabras y de sus actos. Cuando esta tendencia se vuelve patológica, puede conducir a actos extremos.
Si Stefanakos hubiera sido el único en suicidarse, esta teoría resultaría creíble. Pero no me creo que se hayan producido tres casos de locura sucesivos, ni que alguien, previéndolos, haya escrito las biografías de las víctimas. Por otro lado, en Grecia todo se achaca a la locura. Me dirijo a Favieru, con la esperanza de obtener una respuesta distinta:
—¿Y usted, señora Favieru? ¿Tiene alguna explicación?
Ella echa a Stazatu una mirada de pánico, luego clava los ojos en mí y empieza a cruzar y a descruzar las piernas.
—No sé qué decirle. Sólo sé que vivía con un hombre que pasaba día y noche en la oficina, incluso los fines de semana. Que quedaba conmigo para ir al cine y me llamaba en el último momento para decirme que había surgido algo y no podía venir. Que, cuando ya estaba vestida y lista para salir a cenar, me anunciaba que alguien lo había llamado y que no tenía más remedio que ir a verlo. —De repente, estalla—: ¡Déjeme, no quiero pensar en ello! —grita histéricamente—. ¡Iásonas ha muerto! ¡No tengo idea de por qué le dio la vena de suicidarse! ¡Sólo sé que ahora me toca lidiar con las empresas, las herencias, las casas, los yates y dos hijos que viven en su propio mundo, como si su padre siguiera con vida!
Se cubre la cara con las manos y prorrumpe en sollozos. Stazatu corre hacia ella y la abraza.
—Tranquila, cariño —intenta serenarla—. Tranquila. Sé lo que estás sufriendo, pero sé fuerte. Ya pasará. —Levanta la vista hacia Kula—: Pídale a mi secretaria que traiga un vaso de agua —le ordena, como si fuera la chica de los recados.
Kula deja su libreta y sale del despacho. Stazatu se vuelve ahora hacia mí.
—¿Ve lo que ocasionan sus interrogatorios innecesarios, señor comisario? Nos alteran sin motivo y nos hacen retroceder en nuestro esfuerzo por recobrarnos y seguir adelante con nuestra vida.
Trato de mantener la calma, porque los enfrentamientos no conducen a nada bueno.
—Siento haberlas alterado, señora Stazatu. Pero nos cuesta creer que tres personas se hayan vuelto locas y se hayan suicidado en tan poco tiempo. Aun admitiendo que esto es posible, quedan las biografías, escritas por el mismo autor y que, sin duda, ya estaban terminadas antes de que se quitasen la vida.
—¿Qué intenta decirme? No le entiendo.
—Que algo se oculta detrás de los suicidios, algo que todavía no hemos descubierto. Si nuestra hipótesis es acertada, habrá nuevas muertes. ¿Comprende lo que esto significa, especialmente tratándose de personalidades tan relevantes?
Kula llega con el vaso de agua, y Stazatu se libra de responder pues se vuelca en ayudar a Favieru. Espero a que esta vacíe el vaso y a que Stazatu termine de acariciarle el pelo cortado a lo garçon y ocupe de nuevo su asiento, antes de proseguir:
—No las entretendré mucho más. Procuraré ser breve. ¿Había observado algún cambio en las costumbres de su esposo últimamente?
Los labios de Stazatu esbozan una leve sonrisa.
—Lukás y yo teníamos agendas muy apretadas, señor comisario. Nos veíamos muy poco. Él se pasaba el día entre su despacho y el Parlamento, mientras yo me ocupaba de mis empresas. Por las noches, cada uno tenía sus compromisos: él, políticos, yo, profesionales. Únicamente coincidíamos por las mañanas, para tomar el café, y entonces sólo nos decíamos lo indispensable. Stella sabrá mejor que yo si hubo algún cambio en sus costumbres.
—¿Quién es Stella?
—La secretaria de su despacho.
Adrianí sabría decir hasta cuándo parpadeo, si se lo preguntaran. Fijo la mirada en Favieru. No formulo ninguna pregunta, para que no se vea obligada a responder si no se encuentra bien. Ella, no obstante, interpreta correctamente mi expresión inquisitiva.
—Sí, Iásonas había cambiado —asegura—. Aunque no le faltaban motivos para ello.
—¿Le importaría contármelos?
Vacila por unos instantes, insegura sobre si debe responder o no. Al final, se decide y dice, no sin reticencia:
—Le preocupaba un problema muy serio de nuestro hijo.
Al oír su forma de expresarlo no me cabe la menor duda del tipo de problema serio que padece el hijo, aunque esto no aclara si la inquietud que llevó a Favieros al suicidio obedecía a ello o a otra causa. A ambas cosas, probablemente.
—¿Sabe si su marido conocía a Apóstolos Vakirtzís, señora Stazatu?
Ella rompe a reír.
—Es una pregunta ingenua, señor comisario. ¿Acaso existe algún político, aspirante a político o siquiera concejal de ayuntamiento en Grecia que no conozca a Apóstolos Vakirtzís?
—¿Sabe si mantenían una relación amistosa?
—Otra pregunta ingenua. Con Apóstolos Vakirtzís sólo se podían mantener relaciones amistosas. Siempre que él lo pidiese, había que salir en su programa, concederle entrevistas o facilitarle información. Si no, te declaraba la guerra y, tarde o temprano, te aniquilaba.
—¿Y Iásonas Favieros, señora Favieru?
Se encoge de hombros.
—Iásonas conocía a tanta gente, desde políticos hasta empresarios, que es imposible que recuerde a un Vakirtzís o a cualquier otro individuo entre ellos.
No tiene sentido insistir más. Aunque Favieros hubiese conocido a Vakirtzís, no le habría hablado de él a su mujer. Me cuesta formular la siguiente pregunta, no sólo porque no estoy seguro de que sea conveniente sino también porque no sé cómo reaccionarán.
—¿Creen que los suicidios de sus esposos podrían estar relacionados con la actividad profesional de ustedes?
—No sé qué relación podría haber… —empieza Favieru, pero Stazatu la interrumpe bruscamente.
—De ningún modo. Sotiría y yo llevamos nuestros negocios solas. Ni Lukás ni Iásonas tenían nada que ver, y no pienso comentar nuestras actividades profesionales con usted, señor comisario.
—Ni yo pienso interrogarle acerca de ellas, señora Stazatu. No me interesan. Aunque lo que acaba de decir, que Lukás Stefanakos y Iásonas Favieros no estaban implicados en las empresas de ustedes, no es rigurosamente cierto. Si no recuerdo mal, dirigían con Favieros una empresa off-shore dedicada al sector de la hostelería en los Balcanes.
Ella se queda desconcertada, pues no imaginaba que yo estaría al tanto de este detalle, aunque enseguida recobra el aplomo.
—Ah, sí, Balkan Inns —contesta con indiferencia, como si la hubiera olvidado—. Yo nunca me he ocupado de ella; la dirigían Iásonas y Koralía Yanneli.
Empiezo a pensar que Koralía Yanneli desempeña para el grupo el papel de ministra de asuntos balcánicos. Tendré que probar suerte con ella otra vez. Me cae mejor que Stazatu, aunque nunca he obtenido de ella otra cosa que su sonrisa y su actitud afable.
Kula abre la boca por primera vez cuando ya nos hemos levantado para marcharnos.
—¿Nos autorizarían para registrar los ordenadores de los señores Favieros y Stefanakos en su casa y en el despacho?
Favieru la mira, sorprendida. Stazatu adopta de nuevo una actitud altanera, como si el mero sonido de la voz de Kula la hubiera irritado.
—¿Qué cree que va a encontrar en el ordenador, señorita? Si Lukás o Iásonas hubieran dejado una nota explicativa, ya lo sabríamos.
—No son notas lo que estoy buscando, señora Stazatu —repone Kula, tranquilamente—. La secretaria del señor Favieros nos comentó que, antes de morir, él pasaba muchas horas encerrado en su despacho frente al ordenador. El hecho le había llamado la atención. La compañera del señor Vakirtzís le declaró lo mismo al señor comisario, que últimamente él también pasaba muchas horas ante el teclado, escribiendo. Nos gustaría averiguar si sus ordenadores contienen algún dato al respecto.
Stazatu hace un gesto de ignorancia.
—Lukás no tenía ordenador en casa, sólo en el despacho. Hablaré con Stella, su secretaria, que todavía trabaja allí, para que les permita investigar.
De su tono se desprende que está convencida de que no vamos a encontrar nada. Kula le da las gracias y yo le indico con una seña que debemos irnos. La secretaria sentada en la antesala no levanta la cabeza para mirarnos. Quizá porque la moqueta ahoga el sonido de nuestros pasos.