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«Empeorando, la situación mejora». Era el lema de uno de nuestros profesores de la academia de policía. Corría la época que sucedió a la caída del gobierno de Georgios Papandreu, con las marchas, las manifestaciones y los choques diarios entre la policía y los estudiantes. Aquel profesor entraba en el aula, se frotaba las manos y decía: «Empeorando, la situación mejora». En su jerga particular, eso significaba que, aunque el estado de cosas se deterioraba día a día, en realidad, aquel conflicto implicaba una mejoría, ya que anunciaba la llegada de la dictadura. Lo repetía una y otra vez, hasta que sucedió de verdad. Desde luego, difícilmente podemos afirmar que las circunstancias mejoraron bajo la dictadura, aunque cada uno entiende a su manera lo que es un mejoramiento.

Reflexiono sobre ello mientras contemplo de soslayo al ministro. Con el suicidio de Vakirtzís la situación ha empeorado. Pero esta mañana me ha despertado la llamada de Guikas, que ha regresado con premura de la isla de Spetses, porque el ministro nos ha convocado a ambos a una reunión urgente. Cuando, al entrar en el despacho del ministro, advertí que Yanutsos no estaba allí, comprendí que, empeorando, la situación mejora. Éramos cuatro los reunidos: el ministro, sentado en su trono, Guikas y yo en cada uno de los extremos, y el director general, en medio. En este caso, no se trata del asiento de honor, sino del banquillo del acusado, ya que el ministro está sermoneando de lo lindo al director general.

—No te entiendo, Stazis —le dice—. Das al jefe del Departamento de Homicidios la orden de que detenga a esos delincuentes sin notificar al director de seguridad. Y ni siquiera es el jefe del Departamento de Homicidios, sino su sustituto.

—Cuando pedí al señor director que me informara, me contestó que es a mis subordinados a quienes corresponde hacerlo —apostilla Guikas, clavando su propio clavo en el ataúd del director general.

Este rehuye la mirada de Guikas y opta por continuar dialogando con el ministro.

—Ya le he dicho que recibí la orden desde arriba —se justifica.

—¿Y no debía saberlo yo, si venía de tan arriba? ¿Qué estás diciendo? ¿Que hay órdenes de arriba que no pasan por mis manos?

En vano espera una respuesta. El director general se limita a mirarlo a los ojos.

—¿Qué hacemos ahora? —El ministro insiste en preguntar, quizá porque así pone al director general en un brete—. Si dejamos a esos tres en libertad, se reirán de nosotros. Si los retenemos, nos comerán vivos.

—Podríamos dejar pasar un tiempo —sugiere el director general.

—¿Y qué ganaríamos con ello? Mientras tanto, nos convertiríamos en el hazmerreír de todo el mundo.

Tras cierta vacilación, el director general nos suelta a bocajarro:

—¿No cabe la posibilidad de que la extrema derecha sea también responsable de este suicidio? Los tres detenidos no son los únicos miembros de la organización.

Guikas se da la vuelta bruscamente, a punto de salir disparado de su asiento. El ministro percibe su reacción pero mantiene la calma.

—No es posible, Stazis —responde con una sonrisa irónica—. Vakirtzís estaba a favor de la repatriación forzosa de los inmigrantes ilegales a sus países de origen. Incluso había dedicado una serie de programas a este tema. ¿Crees que la extrema derecha desearía la muerte de alguien que defiende la expulsión de los inmigrantes ilegales? Reza por que ningún periodista se acuerde de aquellos programas, pues de lo contrario haremos un ridículo monumental. —De repente, deja de bromear y se dirige al director general con mucha frialdad—: Gracias, Stazis. Esto es todo.

Por el tono de su voz se entiende que lo está despidiendo. El director general sale del despacho callado y sin despedirse. En cuanto la puerta se cierra tras él, el ministro se vuelve hacia nosotros.

—¿Puedo saber qué está pasando, exactamente? —pregunta a Guikas.

—Se lo contará el comisario Jaritos, que ha sacrificado su baja médica para realizar una investigación a instancias mías —responde Guikas.

El ministro fija la vista en mí. En casos como este, tan difícil resulta no querer maquillar la verdad como evitar que cunda el pánico.

—Sinceramente, señor ministro, todavía no sé qué está pasando ni por qué se suicidaron Favieros, Stefanakos y Vakirtzís. Estoy convencido, sin embargo, de que alguien los indujo a quitarse la vida.

Empiezo a referirle la historia de las biografías, de la dirección falsa que facilitó Logarás, de los distintos editores a los que envió sus manuscritos y de la biografía de Vakirtzís, enviada a mi casa por medio de un mensajero. El ministro me escucha con atención y con gesto de preocupación creciente.

—¿A usted qué le llama más la atención? —quiere saber al final.

—Dos cosas. La decisión de suicidarse en público. Ni Favieros, ni Stefanakos, ni Vakirtzís parecían en absoluto personas proclives a convertir su muerte en un espectáculo.

—¿Y la otra cosa?

—Mientras que las biografías trazaban, en esencia, un retrato elogioso de los difuntos, cada una de ellas contenía ciertos datos que apuntaban a actividades sospechosas.

El ministro me contempla con gravedad y dice, muy tranquilamente:

—En otras palabras, del escándalo no nos libra nadie.

—No sé qué decirle. Está comprobado que el tal Logarás sabe de qué habla, al menos en lo que concierne a Favieros y Stefanakos. He estado demasiado ocupado para leer la biografía de Vakirtzís.

—¿Quién más estaba al corriente de todo esto?

Me habría extrañado que no formulase esta pregunta. Se supone que sólo Guikas y yo sabemos. Para explicar la detención de los matones, sin embargo, sería lógico pensar que habíamos hablado con una tercera persona. Miro a Guikas. Él aparta la vista y se dirige al ministro.

—El señor Petrulakis, el consejero del primer ministro, me pidió cuentas a mí, personalmente. El señor comisario se reunió con él y le contó todo lo que sabíamos.

Lo que no puede revelar es que a ambos nos interesaba hablar con Petrulakis. A Guikas, porque quiere hacer méritos para su ascenso; a mí, porque estoy luchando por recuperar mi puesto.

—¿Por qué no vino a contármelo a mí?

—Porque no disponíamos de pruebas fehacientes —se apresura a responder Guikas, quien, evidentemente, se esperaba la pregunta—. Para empezar, no se trata de asesinatos sino de suicidios, hechos que no justifican una investigación oficial. Los datos que ha revelado la investigación del señor comisario plantean nuevos interrogantes, desde luego, pero tampoco constituyen pruebas. De hecho, el suicidio de Vakirtzís y el envío de su biografía al propio comisario representan los únicos indicios fundados de que nos enfrentamos a una incitación al suicidio.

—Y, por no disponer de pruebas fehacientes, prefirieron hablar con alguien ajeno al asunto y a quien le faltó tiempo para tratar de encubrirlo todo de la manera más ingenua.

Su apreciación es correcta, de modo que cerramos el pico. Él lo interpreta como una admisión implícita de nuestra irresponsabilidad e intenta dorarnos la píldora.

—Por Dios, no crea que le estoy culpando del manejo de este caso, sé muy bien que se ha llevado a sus espaldas —le asegura a Guikas—. Pero ahora nos encontramos con una historia muy desagradable entre manos, cuando hubiéramos podido hacer lo que hace todo político que se precie en Grecia: nada. Ahora no sabemos cómo salir de este lío. —Se vuelve de nuevo hacia Guikas—. ¿Se le ocurre alguna idea?

—Sí, señor. No soltar todavía a los tres extremistas y declarar que los retenemos para interrogarlos acerca del asesinato de los dos kurdos. Al mismo tiempo, correremos la voz de que los suicidios reiterados han despertado sospechas y de que estamos investigando las causas. Esto no nos ahorrará los sarcasmos con respecto a lo segundo pero, al menos, nadie podrá acusarnos de utilizar a los tres tipos como chivos expiatorios.

El ministro reflexiona brevemente.

—De acuerdo, procedamos así. No hay mejor solución. —Piensa un poco más antes de dirigirse a mí—: ¿Cree que se producirán más suicidios, señor comisario?

—Ojalá lo supiera, señor ministro. Tal vez el de Vakirtzís fuera el último, aunque es posible que haya otros. Por desgracia, no sabemos por qué se quitan la vida ni quién es Logarás, que, evidentemente, está moviendo los hilos.

—Me entra el pánico sólo de pensar que la situación podría repetirse.

—A mí también. Ayer, no obstante, se abrió una pequeña puerta.

El ministro y Guikas clavan los ojos en mí.

—¿Qué puerta? —pregunta el ministro.

—La biografía que me envió Logarás. Lo hizo porque quiere establecer una vía de comunicación conmigo. Y me imagino que querrá aprovecharla.

—¿Con qué objeto? —inquiere Guikas.

Me encojo de hombros.

—Tal vez crea que voy de listo y quiere jugar conmigo. O tal vez se dispone a revelar sus motivos para empujarlos al suicidio. De lo que no cabe duda es de que sabe que estoy investigando estas muertes. Y esto indica que se trata de alguien a quien he interrogado.

Mientras hablo, se me ocurre que Logarás pudo enterarse a través de Sotirópulos. A él le he contado casi todos los pormenores de mi búsqueda. Es muy posible que los haya comentado con algún colega suyo, y que él sea la fuente de la filtración. No me atrevo a confesar a Guikas y al ministro que tengo tratos con Sotirópulos y le he revelado información importante. El ministro me echará la bronca, pero Guikas pensará que me he vuelto loco, porque conoce mi aversión por la prensa y los periodistas.

No sucede a menudo que Guikas me conceda el honor de llevarme en su coche oficial, pero hoy hace una excepción, quizá porque este caso se sale de lo común. Cuando investigas el asesinato de unos pobres diablos, inmigrantes o autóctonos, padrinos de la noche o mafiosos rusos, no necesitas más que el coche patrulla. Sin embargo, cuando te mueves en un ambiente de grandes salones en el que se suicidan empresarios, políticos y periodistas de gran calibre, adquieres un aura distinta y el derecho a viajar, de vez en cuando, en un coche oficial.

Al entrar en la antesala de Guikas, advierto que el policía esconde rápidamente una revista en uno de los cajones de Kula. Por lo visto Guikas ya conoce el juego, porque rápidamente vuelve la cabeza hacia la pared.

—¿Piensas interrumpir tu baja para regresar al trabajo? —pregunta en cuanto ocupamos nuestros asientos habituales.

Ya he considerado esta posibilidad y, en este caso, no es Adrianí quien me retiene.

—Preferiría seguir investigando en la sombra, con la ayuda de Kula. Si inicio una investigación oficial, se nos echará encima la prensa y los suicidios darán paso a los asesinatos. Temo que surjan problemas con las familias de los difuntos. Son influyentes y podrían ponernos la zancadilla en cualquier momento.

—Mira por dónde, has empezado a tenerles respeto a las personas con medios para ejercer presión. De ahora en adelante dormiré más tranquilo —comenta Guikas esbozando una sonrisa irónica.

—Este caso requiere cierta delicadeza.

Guikas reflexiona antes de soltar un suspiro.

—Tienes razón, aunque me convendría que volvieras a tu despacho.

—¿Por qué? ¿Por Yanutsos?

—No. Por Kula. Necesito que vuelva ella también y ponga un poco de orden.

—¿El de ahí fuera no le sirve? —pregunto inocentemente, aunque ya sé la respuesta.

—A mí, no. Se lo enviaré a mi mujer, para que intercambien revistas. Siempre lleva un montón cuando va a la peluquería.

Echamos a reír al mismo tiempo, como si hubiéramos estado aguardando una oportunidad de descargar la tensión.

—¿Qué piensa hacer con Yanutsos?

—Le mandaré de vuelta por donde ha venido y me ocuparé personalmente del departamento hasta que te reincorpores.

Me marcho después de prometer que lo mantendré informado. Cuando me dispongo a pulsar el botón de la planta baja, cambio de opinión y aprieto el de la tercera. Cruzo el pasillo y entro de improviso en el despacho donde están mis dos ex ayudantes, que ahora vuelven a ser mis ayudantes: Vlasópulos y Dermitzakis. Es evidente que ya no contaban conmigo, pues me miran como si fuera un fantasma. Tras un instante de incertidumbre, se levantan ambos de un salto.

—¡Señor comisario! —exclaman a coro.

Todavía estoy resentido por su comportamiento en casa de los kurdos. Paso por alto las bienvenidas y los buenos días.

—Vengo para deciros que me darán de alta dentro de quince días. Si necesitáis algo, entretanto, podéis llamarme a casa. Estaré en la ciudad.

—¿Quiere decir… que volverá? —pregunta Dermitzakis tímidamente.

—¿Por qué no iba a volver, Dermitzakis? ¿Piensas que me han concedido la invalidez total?

—No, no, señor comisario. Es que…

—Es que… ¿qué?

—Habíamos perdido la esperanza de que volviera, señor comisario —interviene Vlasópulos, el más atrevido de los dos, porque lleva más tiempo conmigo—. Pensábamos que ya nos jubilaríamos a las órdenes de ese imbécil. —Y señala la puerta de mi despacho—. En fin, mejor que me calle. Aquí, hasta las paredes oyen, como solía decir mi madre.

Quieren invitarme a un café para agradecerme sus nuevas perspectivas de jubilación, pero invento alguna excusa sobre el trabajo y me marcho apresurado. No tengo ganas de encontrarme con Yanutsos. No soy vengativo, y los perros apaleados me ponen de mal humor.

—Si necesito algo antes de mi reincorporación oficial al departamento, os pediré ayuda. Pero debéis actuar sin hacer preguntas —les aviso.

Me miran, perplejos, aunque se alegran tanto de verme que no se esfuerzan por comprender.

—Lo que usted diga, señor comisario.

Les pido que llamen a un coche patrulla para que me lleve a casa. No pienso asarme bajo el sol del mediodía. Tres minutos después, el coche me espera en la puerta.

Empeorando, la situación mejora. Lo dicho.