Fanis conduce un Fiat Brava, una especie de bisnieto del Mirafiori. Voy sentado a su lado, con el móvil en la palma abierta de la mano. Estoy esperando a que llame Sotirópulos para facilitarme la dirección exacta de la torre de Vakirtzís. Sotirópulos, no obstante, se toma su tiempo, y yo no aparto los ojos de la pantalla del móvil, que marca la hora. Mi agonía va en aumento.
En opinión de Fanis, la ruta más rápida hacia Vranás no pasa por La Cruz sino por Pendeli, el bosque de pinos carbonizados de Diónisos y Nea Makri. No hace más de tres cuartos de hora que salimos de casa y ya estamos subiendo por Diónisos. Fanis tenía razón; si hubiésemos tomado la avenida del Mediterráneo con rumbo a Aguía Paraskeví y La Cruz, aún estaríamos encallados a la altura de los estudios de la televisión nacional, por culpa de las obras olímpicas en curso. Sin embargo, una nueva preocupación empieza a reconcomerme. ¿Sabrá orientarse Fanis en Diónisos o nos perderemos por el monte y, mientras nosotros buscamos a algún alma para pedirle indicaciones, Vakirtzís se suicidará sin que alguien lo detenga? Observo que conduce con gran aplomo, lo que me tranquiliza un poco.
El móvil suena cuando emprendemos el descenso del puerto de Diónisos.
—Nadie conoce la dirección exacta de Vakirtzís —anuncia Sotirópulos—. Tendréis que preguntar en Vranás cómo llegar a su casa, todo el mundo la conoce.
—De acuerdo.
—Yo me pondré en camino dentro de un cuarto de hora. —Se produce una breve pausa antes de que pregunte, vacilante—: ¿Has hablado con alguien más?
—¿Con quién iba a hablar?
—Con otro periodista. ¿Lo has hecho?
—¿Te parece que me sobra el tiempo para charlar con otros carroñeros como tú, Sotirópulos? —Contesto furioso y pulso el botón que Fanis me había indicado para cortar la comunicación.
Para cuando enfilamos la recta de Nea Makri, ya es noche cerrada. Aunque en el trayecto hasta la carretera del litoral el tráfico había sido escaso, en Zúberi nos topamos con una caravana interminable de coches que avanzan a paso de hormiga.
—Ya está —resoplo, desesperado—. No llegaremos ni pasado mañana.
—Menos mal que hemos llegado hasta aquí. Imagínate qué habría pasado si hubiésemos ido por Rafina.
Tiene razón, aunque esto no me consuela. Mientras nosotros seguimos atrapados en una cola de más de cien vehículos, es posible que Vakirtzís ya esté muerto. Intento calmarme pensando que, entre tantos invitados, alguien habrá que intente impedírselo. Sé por experiencia, sin embargo, que, en casos como este, la gente se paraliza ante lo inesperado y, en lugar de hacer algo para evitar el mal, lo observa pasivamente, convertida en estatuas de sal.
A mi lado, Fanis estalla en cólera y empieza a golpear el volante.
—En verano salen a cenar pescadito, en invierno, carne asada y, el resto del año, van de excursión —aúlla, furioso—. ¡No hay manera de encontrar la carretera despejada!
Me olvido, por un instante, del presunto suicida para tratar de apaciguar al infractor en potencia, pero sin resultado. Fanis gira el volante a la izquierda, entra en el carril contrario, que está vacío, ya que nadie sale para cenar pescadito en Atenas, y aprieta el acelerador a fondo.
—¡Para, nos mataremos! —grito, pero no me hace caso.
Unos metros por delante aparece un autocar de línea que viene directo hacia nosotros. Fanis da un volantazo a la derecha y se pone a tocar el claxon para que lo dejen entrar en la fila de coches atascados. Lo consigue justo en el instante en que el autocar pasa a un centímetro de nosotros.
—¡Sinvergüenza, irresponsable! —brama un conductor sesentón—. ¡Y encima eres médico!
—¡Será un traumatólogo en busca de pacientes! —comenta una cuarentona pelirroja al volante de un Honda.
—¡Por esto cada fin de semana tenemos más bajas que los palestinos! —añade el sesentón.
—Tienen razón —le digo a Fanis—. ¿Crees que llegaremos a tiempo para prevenir el suicidio si nos matamos?
—¡Soy médico! —vocifera Fanis—. ¿Sabes lo que significa saber que alguien se está muriendo y no poder hacer nada?
—No. Yo soy policía y siempre llego cuando ya están muertos.
La ira lo domina hasta tal punto que no oye mi respuesta. También está sordo a los comentarios y las protestas de los demás conductores. Es la primera vez que veo a Fanis, generalmente sereno y conciliador, fuera de sí. Sigue la misma táctica a lo largo de algunos kilómetros más: se mete en dirección contraria, adelanta tres o cuatro coches y regresa a su carril en cuanto tropieza con un obstáculo.
A pesar de los cortes de manga que nos dedican, con este método logramos dejar atrás Nea Makri y seguir por la carretera del litoral en dirección a Maratón, donde se circula con bastante mayor fluidez. Son casi las diez de la noche cuando, por fin, doblamos a la izquierda, en dirección a Vranás. Después del cruce, la carretera está despejada, y Fanis pone el coche a cien.
—Me equivoqué —se lamenta mientras conduce—. Habríamos debido ir por Stamata.
—¿Y cuánto tardaríamos en ir de Drosiá a Stamata?
—Cierto. No lo había pensado.
A las diez de la noche avistamos Vranás, iluminado por guirnaldas de bombillas. Las tabernas están atestadas y en el aire flota cierto olor, no a pino, sino a humo y fritanga. Nos detenemos ante el primer quiosco para preguntar cómo llegar a casa de Vakirtzís.
—¿Vosotros también? ¿Qué os ha dado a todos que queréis ir a su casa? —se extraña el quiosquero antes de señalarnos por dónde debemos girar.
—Hemos llegado tarde —gruñe Fanis desanimado al arrancar de nuevo.
—No saques conclusiones precipitadas. Ha organizado una fiesta. Tal vez fueron los invitados quienes preguntaron por la casa.
—También es verdad. No me acordaba de que hoy es su santo.
Por suerte, no perdemos mucho tiempo buscando. Divisamos la casa de Vakirtzís a la derecha, en cuanto abandonamos Vranás rumbo a Stamata. Se trata de una casa blanquísima de tres plantas que se alza en lo alto de una pendiente. Fanis tuerce a la derecha para enfilar un camino lateral que conduce a la entrada de la finca. La enorme verja está abierta de par en par, y en el área circundante, tanto en el interior como en el exterior de la finca, están aparcados todos los modelos de la industria automovilística internacional, desde todoterrenos y Bemeuves hasta Toyotas y Mercedes descapotables. Fanis no encuentra aparcamiento, de modo que deja el coche a cierta distancia.
No percibimos el alboroto sino hasta que nos acercamos a la finca. Cuando pasamos de largo buscando un sitio donde aparcar, los coches y las luces nos deslumbran. Ahora nos percatamos de que la entrada está desierta y no hay guardias. Recorro la zona con la vista y, allá arriba, cerca de la torre, vislumbro a un montón de gente apiñada como para presenciar un desfile. Sólo que, en vez de aclamaciones y aplausos, se oyen aspavientos, exclamaciones y chillidos. En la terraza, que cubre la planta baja entera de la mansión, reina el pánico. Unos gesticulan violentamente, otros entran y salen de la casa y otros más suben y bajan las escaleras que comunican la terraza con el jardín.
Fanis y yo nos detenemos e intercambiamos miradas.
—Tenías razón —le digo—. Hemos llegado tarde.
Y, como si nos hubieran propinado un empujón, echamos a correr cuesta arriba, hacia el tumulto. A media distancia, Fanis aminora el paso y se vuelve hacia mí.
—Quizá no conviene que me vean contigo.
—Ven. Nadie va a preguntar quién eres.
Continuamos subiendo cuando suena la sirena de una ambulancia y sus faros iluminan nuestro camino desde atrás. Tras la ambulancia llega un coche patrulla. Le hago una seña al conductor de la ambulancia para que se detenga.
—¿Por qué habéis venido? —pregunto cuando llega a mi altura.
Me mira, confundido.
—Nos han avisado que hay que llevar a alguien al hospital.
—¿A quién?
El conductor consulta su libreta.
—Al periodista Vakirtzís.
Un agente baja del coche patrulla y se me acerca.
—¿Y usted quién es? —inquiere.
Le muestro mi placa.
—Comisario Jaritos. Quedaos aquí hasta que os llame.
Ambos ponen cara de perplejidad pero no se atreven a contradecirme. Fanis y yo reemprendemos la subida.
—Si han avisado a una ambulancia, quizá siga con vida —aventura él.
Lo mismo pienso yo y cruzo los dedos mentalmente. Intento abrirme paso entre el gentío repitiendo sin cesar mi nombre y mi cargo. Oigo susurros de horror, gemidos y llantos. Muchos de los presentes tienen la ropa empapada.
Por fin, llego a un espacio abierto cubierto de césped y con una enorme piscina en medio. Los ojos se me van automáticamente a la piscina, quizá como reflejo por haber visto a aquellas personas mojadas, pero está vacía y en calma. Hay una mujer sentada en una silla junto a la piscina. Su cuerpo se inclina hacia delante, como si buscase algo en el suelo, sacudido por los sollozos. También lleva el vestido mojado.
Sigo buscando con la mirada hasta que, a unos quince metros de distancia, descubro un bulto blanco bajo un parral. El área está mal iluminada y no alcanzo a distinguir de qué se trata aunque, al aproximarme, advierto enseguida que es un cuerpo humano tapado con una sábana.
Contemplo el bulto desde lo alto. Las esperanzas que concebí al oír la ambulancia se disipan ante el cadáver cubierto. Me agacho y retiro la tela. La visión de un rostro quemado me sorprende tanto, que dejo caer la sábana y me apoyo en el parral, para no caer al suelo. Estaba preparado para el espectáculo de un cráneo destrozado por una bala o una garganta cortada con un cuchillo, pero no un cadáver carbonizado. Echo una ojeada alrededor. Hay trozos de césped amarillentos y otros chamuscados.
Me alejo del cadáver y me dirijo a la mujer sentada en la silla. Ha dejado de llorar. Ahora mantiene el cuerpo recto e inmóvil y se cubre la cara con las manos.
—¿Qué ha pasado? —pregunto. Ella no responde ni cambia de postura—. Soy el comisario Jaritos. Cuénteme qué ha pasado.
Baja las manos lentamente y me mira. Traga saliva e intenta hablar con cierta coherencia.
—Jugábamos junto a la piscina —me explica al cabo—. Ya sabe, cuando intentas tirar al otro al agua.
Lo he visto hacer en algunas películas de Hollywood, pero no es momento para juegos.
—¿Y después?
—En cierto momento, apareció Apóstolos. Estaba empapado, y pensamos que él también se había dado un chapuzón. Pero él estaba empapado en… petróleo… —Vuelve a convulsionarse, presa de los sollozos, y apenas consigue farfullar—: Se detuvo en el lugar donde está ahora y agitó la mano, como despidiéndose de nosotros. Después… —El llanto no la deja proseguir—. Después sacó un encendedor del bolsillo y prendió fuego a su ropa.
Espero a que se calme un poco.
—¿A nadie se le ocurrió echarle agua?
—No. Nos quedamos todos petrificados. En menos de un segundo, estaba envuelto en llamas. Lo vimos retorcerse y aullar, pero no nos atrevimos a acercarnos. Cuando se desplomó sobre el césped, reaccionamos y empezamos a buscar cubos o una manguera. No había mangueras por ninguna parte. Los que corrieron a la casa encontraron un cubo de fregar. Lo llenaron de agua en la piscina y se lo vaciaron encima, pero ya era demasiado tarde.
—¿Dónde está su esposa?
—No tenía esposa, estaba divorciado. Rena, la chica con la que vive… vivía… entró en estado de choque y la llevaron a la casa.
La gente siempre actúa de la misma manera en estos casos. En cuanto constata que alguien asume el mando, se relaja y se desmorona. La dejo y me aproximo a Fanis, que nos observa desde el borde de la piscina.
—Ardió como un cirio.
Mis palabras le producen un estremecimiento.
—Puedo entender que alguien llegue a suicidarse. Pero esta salvajada… ¿Por qué?
—No lo sé. Diles a los de la ambulancia que ya se lo pueden llevar. Y entra en la casa para buscar a su novia, una tal Rena. Comprueba en qué estado se encuentra y trata de reanimarla. Necesito hablar con ella.
Fanis se da la vuelta y se aleja a toda prisa, mientras yo examino el entorno. Ahora que he perdido la carrera contra la fatalidad, ya sólo me resta detectar las posibles similitudes entre este suicidio y los anteriores. A primera vista, la muerte de Vakirtzís se diferencia de las otras en dos puntos. En primer lugar, la biografía que la acompaña no fue a parar a manos de un editor sino a las mías propias. Eso significa que quien se oculta tras el seudónimo de Logarás sabe que estoy investigando los suicidios. Por tanto, no sólo es alguien del círculo de los tres suicidas sino también alguien que me conoce y a quien posiblemente yo haya interrogado. En segundo lugar, este es el único suicidio que, aunque perpetrado en público, no se ha retransmitido por televisión. De pronto, de entre la multitud surge Andreadis. Me ve y me aborda.
—¡Qué tragedia! —exclama—. ¡Qué tragedia!
—¿Lo presenció usted?
—¿Y quién no? Ocurrió delante de nuestros ojos.
—¿Tuvo la oportunidad de hablar con él esta noche?
—Intercambiamos un par de palabras. Lo saludé y lo felicité al llegar, pero no coincidimos más.
—¿Qué impresión le causó?
Reflexiona antes de responder.
—La de siempre, jovial y bromista. «Sabes que te aprecio, Kyriakos —me aseguró—, pero no te veré en el poder».
¿No iba a verlo en el poder porque su partido no ganaría las elecciones o porque él pensaba suicidarse? La segunda hipótesis me parece más probable.
—No esperaba reencontrarme con usted en circunstancias tan desagradables —comenta Andreadis.
—Precisamente intentaba prevenir estas circunstancias cuando fui a hablar con usted.
Me mira estupefacto.
—¿Cree que el suicidio de Vakirtzís está relacionado con las muertes de Favieros y Stefanakos?
—Estoy convencido de ello. Lo que no sé es cuándo se cerrará el ciclo y si se producirán nuevos suicidios.
Lo noto inquieto, casi al borde del pánico, pero no dispongo de los medios ni del tiempo necesarios para tranquilizarlo.
En el otro extremo de la piscina hay una unidad móvil de la televisión, y una pelirroja, seguida por el cámara como si fuera la dama de honor que lleva la cola del vestido de la novia, está entrevistando a los invitados. Así que hay cobertura televisiva, pienso. La unidad móvil es del mismo canal que emitió en directo los suicidios anteriores. Me llama la atención que sea la única emisora presente. Agarro a la pelirroja de la manga y me la llevo a un lado. Ella se sorprende de verme.
—Señor comisario, veo que se ha recuperado. ¿Ha vuelto al servicio?
Dejo la pregunta sin contestar, por razones obvias.
—Dime: ¿cómo es que estáis aquí? ¿Cubrís habitualmente las fiestas particulares de vuestros colegas?
—No, recibimos una llamada. Nos dijeron que mandáramos un equipo a la fiesta de Vakirtzís, porque habría sorpresas. Al principio, el director creyó que era una broma pero después cambió de opinión y me pidió que viniera, por si acaso.
—Quiero una copia de las entrevistas que hayas hecho.
—Desde luego, mañana se la llevo al despacho.
—A mi despacho, no. Podría traspapelarse. Envíala al despacho del director, ya la recogeré allí.
La dejo para ir a hablar con Rena. Rezo por que Fanis haya conseguido reanimarla, para así sacar algo en claro. Qué bien. Logarás montó un espectáculo televisivo con los primeros dos suicidios. Para el tercero, con el fin de ofrecer un show campestre, también procuró cobertura. Pero ¿cómo sabía en qué momento se quitaría la vida Vakirtzís? ¿Cómo podía estar tan seguro del día y la hora? Medito sobre ello mientras subo los escalones de la terraza y llego a la conclusión de que sólo ha corrido cierto riesgo con la muerte de hoy. Con las anteriores, se había cuidado de enviar a tiempo las biografías a dos editoriales distintas, confiando en que las publicarían inmediatamente después de los suicidios, tal como ocurrió. Esta vez, se la jugó. Pero no con la emisora de televisión. Si Vakirtzís no se hubiera suicidado, simplemente habrían supuesto que se trataba de una broma. Sin embargo, ¿qué iba a suceder si la biografía llegaba a mis manos antes de que Vakirtzís se matara? ¿Acaso no intentaría yo impedirlo? El hecho de que me enviase el texto demuestra que sabía que estoy investigando los suicidios y que, por lo tanto, no me quedaría de brazos cruzados esperando lo inevitable. ¿Por qué me envió la biografía una hora antes del suicidio y cómo estaba tan seguro de que no llegaría a tiempo para prevenirlo? Es imposible que lo supiese con tanta certeza. A menos que hubiera acordado el día y la hora de la muerte con el propio suicida. ¿Tanto poder ejercía sobre ellos? ¿Tanta influencia? La pregunta queda en suspenso hasta que descubra cómo y con qué elementos los chantajeaba.
Pregunto a una de las muchachas que deambulan como sonámbulas por la planta baja dónde está la habitación de la señora Rena, y me señalan una escalera que conduce del enorme salón a la primera planta. Mientras subo, me cruzo con Petrulakis, el consejero del primer ministro. Nos encontramos cara a cara justo en medio de la escalera. Me mira como si esperara que le presente mis respetos. Yo, en cambio, creo que el suicidio de Vakirtzís lo arrastrará hasta el fondo y opto por hacer caso omiso del gesto brusco que me dirige. Desvío la mirada a tiempo y reanudo el ascenso.
En la primera planta, me detengo frente a tres puertas cerradas. La primera se abre a un dormitorio frío e impersonal, con una cama de matrimonio, un sillón de respaldo bajo y una estantería con libros. Evidentemente, es el dormitorio de invitados. La segunda puerta da entrada a un gimnasio con barra, bicicleta fija y cinta de correr. Pruebo suerte con la tercera puerta y descubro a Fanis tomando el pulso de una muchacha joven. Ella oye chirriar los goznes y se vuelve hacia mí. Es morena, con los labios y las uñas pintados color berenjena. Lleva una blusa roja con tirantes, que deja sus hombros y su ombligo al descubierto, y pantalones color crema. Si no me equivoco, Vakirtzís contaba cincuenta y cinco años, unos veinticinco más que ella, porque no creo que supere los treinta.
Fanis se me acerca y me susurra al oído:
—Se ha repuesto un poco, pero no te pases. —Y nos deja solos.
Me siento en el borde de la cama. La joven me sigue con la vista, como hipnotizada.
—Soy el comisario Jaritos —me presento—. No es mi intención importunarla; sólo quiero hacerle algunas preguntas.
En lugar de responder, mantiene los ojos clavados en mí. Supongo que entiende mis palabras así que prosigo:
—¿Había observado algo raro en el comportamiento del señor Vakirtzís últimamente?
—¿Como qué?
—No sé… Irritación…, accesos de cólera…, gritos…
—Sí, pero esto no era raro en él. Siempre gritaba y me trataba con brusquedad… Al cuarto de hora se olvidaba de sus cabreos y se deshacía en cumplidos.
—Tenía problemas…, preocupaciones…
Esboza una leve sonrisa.
—Apóstolos nunca tenía preocupaciones. Las causaba a los demás.
No sé si se refiere a los que despedazaba en sus programas o a sí misma. A ambas cosas, tal vez.
—En general, no le daba la impresión de que pensara suicidarse.
—¿Apóstolos? —La leve sonrisa cede el paso a una risita de amargura—. ¿Qué quiere que le diga?
Deduzco que no se llevaban demasiado bien, aunque esto no me importa mucho.
—¿O sea que no había notado ningún cambio en su conducta últimamente?
—Ninguno. —Hace una pequeña pausa para pensar—. Excepto…
—¿Qué?
—Estas últimas semanas, pasaba muchas horas encerrado en su despacho, trabajando con el ordenador.
Igual que Favieros. La pauta se repite, y he sido un gilipollas por no indagar si el caso Stefanakos también se ajusta a ella. Es lo malo de las investigaciones extraoficiales conducidas en períodos de baja médica: no te atreves a interrogar a quien quieres en el momento que quieres.
—¿Por lo común, no pasaba muchas horas en su despacho?
—Ni una. Apóstolos tenía de todo. Un despacho que ocupa la planta superior entera. Ordenadores, impresoras, escáneres, conexión a Internet… Pero no lo tenía para utilizarlo, sino para no ser menos que los demás… sus amigos, sus colegas. No toleraba carecer de algo que tuvieran los demás. Era envidioso. Excepto esta última temporada, en que se encerraba en su despacho, delante del ordenador.
—¿No le preguntó qué hacía?
—Siempre que le preguntaba qué hacía, respondía que estaba ocupado, aunque estuviera regando el jardín o viendo un partido de fútbol en la televisión.
Colijo que no voy a averiguar gran cosa más y me levanto. Salgo del dormitorio y subo a la tercera planta. Aquí no hay puertas. Es un gigantesco espacio único, con un escritorio, un televisor de pantalla gigante y aparatos diversos. Hay altavoces de múltiples tamaños dispuestos a lo largo de las paredes, y un sofá con una mesilla colocados frente la tele.
Sobre el escritorio descansan los objetos que ha enumerado la chica. Lo que me llama la atención es que no hay un solo libro en todo el escritorio. Sólo encuentro, encima de la mesilla del sofá, algunas revistas dispersas. Hasta yo dispongo de una biblioteca con cuatro estantes, en el dormitorio, cierto, pero repleta de libros. Vakirtzís, en cambio, no tenía uno solo.
En el costado izquierdo del escritorio hay tres cajones. Los abro uno tras otro. El primero está lleno de blocs de notas sin usar y un surtido de bolígrafos nuevos. El segundo resulta más interesante, pues contiene numerosas cintas de audio. Habré de mandar a alguien que las recoja y las envíe al laboratorio. Al intentar abrir el tercer cajón, descubro que está cerrado con llave. Me agacho y veo que tiene una cerradura de seguridad. No queda otro remedio que localizar la llave, aunque no sé si, en caso de suicidio, estamos autorizados a investigar. Si no, habrá que solicitar permiso a los legítimos herederos, y no sé quiénes son. Seguramente, Rena no. Ella correrá la misma suerte que esas víctimas que conviven con un hombre mucho mayor que ellas, pasan algunos años nadando en la abundancia y después se quedan solas y a dos velas.
Al bajar los escalones de la terraza, me topo con Sotirópulos.
—Me he quedado sin nada —se queja indignado, como si yo tuviera la culpa—. Ya se habían llevado el cadáver, y la mayoría de los invitados se habían marchado. Fotaki llegó a tiempo para entrevistarlos. ¿Ella cómo lo sabía? —pregunta, ojeándome con recelo.
—Por una llamada anónima. Alguien les avisó que en la fiesta de Vakirtzís habría sorpresas.
Se lo piensa y emite un silbido.
—Te refieres a…
—Exacto. Me envió la biografía y telefoneó a la misma cadena que había transmitido los suicidios anteriores.
Echo a andar para ir a hablar con Fanis, que me espera sentado en una silla, pero Sotirópulos me sujeta del brazo.
—¿Adónde crees que vas? —gruñe—. Algo he de sacar de esta historia.
—¿Y esperas sacarlo de mí? —Estoy a punto de estallar pero esto no lo amedrenta en absoluto.
—Sí. Quiero que me hables de la biografía. De cómo fue a parar a tus manos y te impulsó a venir a toda prisa. Supongo que no soltarás un bombazo, porque sé que eres duro de roer y muy capaz de callártelo.
Será un bombazo, aunque no como el que él imagina. Si hablo, desenmascararé sin remedio a Yanutsos y a quienes lo apoyan. A fin de cuentas, nada me obliga a guardar silencio, pues estoy de baja médica y otra persona me sustituye en mis funciones. En caso necesario, puedo demostrar que llamé a jefatura, no encontré a Guikas y acudí en persona para evitar la muerte de Vakirtzís.
—De acuerdo, te lo contaré todo. Pero no me preguntes si he hecho pesquisas por aquí ni qué pistas he encontrado porque es mi deber informar primero al departamento.
Me mira y piensa que estoy tomándole el pelo. Con el micrófono en la mano, espera que de un momento a otro lo deje colgado. Pero yo empiezo a contar la historia, desde el instante en que me llevaron el sobre a casa hasta que llegué aquí y descubrí el cadáver carbonizado de Vakirtzís. La sonrisa de Sotirópulos se ensancha con cada palabra, como si estuviera presenciando una subida sin precedentes de la bolsa.
Cuando concluyo, me tiende la mano por primera vez desde que lo conozco.
—Gracias, eres un tipo legal —dice.
Me guardo mis comentarios y me acerco a Fanis, que se ha puesto de pie y viene a mi encuentro.
—¿Has averiguado alguna cosa? —pregunta.
—Presentaba los mismos síntomas que Favieros. Últimamente se encerraba durante horas en su despacho, con el ordenador. Hay un cajón con cerradura de seguridad, pero no he dado con la llave.
Esta vez elegimos la ruta de Stamata. Pasa de medianoche, y el tráfico es escaso en la avenida de Kifisiás.
—Aquí termina tu baja —sentencia Fanis de pronto.
Me vuelvo hacia él, sorprendido.
—¿Por qué? ¿Cómo se te ocurre?
—Porque se han acabado las bromas con los matones de la extrema derecha. Ahora la cosa se pone seria.
No sé si la cosa se pone seria. La expresión de Petrulakis en las escaleras, sin embargo, evidenciaba que esta vez no les resultará tan fácil imputar la muerte a Filipo el Macedonio.