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«Conquistar: apoderarse de, asolar, destruir / apoderarse de una fortaleza o defensa / llevarse como trofeo / fig. conquistar el corazón».

Estoy buscando la acepción que describe mejor la conquista de mi puesto por Yanutsos. De entrada, las dos primeras se ajustan más: «apoderarse de» y «destruir». Se apoderó de mi puesto mientras yo estaba en el hospital y, con su manera de abordar los casos del Departamento de Homicidios, sin duda pronto lo destruirá. La otra acepción no pega ni con cola porque, desde luego, él no me ha conquistado el corazón. En cambio, le viene como anillo al dedo la definición: «llevarse como trofeo». Yanutsos se plegó a los caprichos del consejero del primer ministro, pasó por encima de Guikas, detuvo a los tres fortachones y ahora se lleva mi puesto a modo de trofeo. En cuanto a mi situación personal, encaja a la perfección como complemento de «asolar».

Es una de esas raras ocasiones en que me llevo el diccionario de Dimitrakos a la sala de estar. El dormitorio parece el puesto de un griego póntico en un mercadillo: el armario está vacío, y la ropa, esparcida por la cama, el sillón y el tocador donde se maquilla Adrianí. Ocupan el centro de la cama dos maletas abiertas, que funcionan según el principio de los vasos comunicantes: una se llena conforme la otra se vacía. Todo esto forma parte de los preparativos de Adrianí para nuestra salida mañana por la tarde hacia la isla, con el dichoso high-speed. Hay tiempo de sobra para hacer las maletas mañana por la mañana, pero suele tardar tanto en superar su indecisión, que se siente más segura si emprende la tarea con toda la noche por delante.

«Fuga: 1. Acción de fugarse. Evasión, huida. 2. Subterfugio, maniobra de evasión o de liberación. 3. Salida accidental de un gas o un líquido. Escape, pérdida. 4. mus. Forma musical en que las distintas voces van repitiendo sucesivamente el mismo tema».

—Ven a elegir los pantalones y las camisas que quieres llevar.

—Pon sólo las camisas que necesitaré para cambiarme cada dos días y mete en la maleta tres pantalones y una cazadora, para las noches ventosas.

Partida apresurada, pues. Aunque no sea secreta, es una huida, una escapada, como dice Dimitrakos. Por otro lado, no sé si considerarla forzosa, pero en cierta forma sí que se trata de un exilio. Un exilio temporal en la isla.

Mientras investigo la descripción lexicográfica de mi situación, caigo en la cuenta de que mi sacrificio para salvar a Elena Kustas de la bala de su hijastro no me ha acarreado más que disgustos. Salvé la vida por los pelos, pasé casi un mes en el hospital, me dieron esta baja médica que me puso bajo la custodia de Adrianí y, para colmo, ahora pierdo mi puesto en el cuerpo de policía.

Menos mal que Fanis llega a tiempo para rescatarme de la desesperación. Esto es lo que me gusta de él. Siempre aparece contento, con la sonrisa en la boca, y le bastan dos minutos para ponerte de mejor humor.

—He venido para despediros y desearos unas buenas vacaciones —dice cuando le abro la puerta.

—Pero si no he preparado nada especial para cenar esta noche —se lamenta Adrianí, que ha salido del dormitorio—. Pensé que sería mejor no cocinar, si nos vamos mañana. —Siempre se disculpa cuando no hay nada digno que comer en casa, porque se siente obligada a compensar la inutilidad de su hija en la cocina.

—¿Para qué existen las tabernas? —responde Fanis.

La idea le cae en gracia a Adrianí, que acepta encantada.

—Espera que termine con las maletas y me vista.

Le encanta cenar fuera aunque, en cuanto se sienta en la taberna, no hay plato que merezca su aprobación. Sólo Dios sabe cómo funciona su cerebro.

—Andreadis te tiene mucho aprecio —le comento a Fanis una vez en el salón.

Él se echa a reír.

—Es por su madre. En casos como este los pacientes y las familias piensan que el médico es muy bueno, pero él sabe que sólo ha tenido suerte. Me la trajo con un infarto de aúpa. Yo estaba convencido de que no sobreviviría a la noche, pero el organismo de la vieja reaccionó y se salvó. Y yo me gané el agradecimiento de Andreadis. —De pronto se pone serio—: ¿Has averiguado lo que querías?

No le he hablado de la movida que se ha organizado en jefatura pero entiende que ha de ser importante para que yo quiera entrevistarme con un diputado.

—Se mostró solícito y amable conmigo, aunque no esperaba averiguar lo que realmente me interesa.

—¿Por qué no?

—Porque es como buscar una aguja en un pajar.

—Menos mal que no te ha oído tu mujer, que siempre afirma que tu trabajo consiste en buscar agujas en los pajares —repone Fanis con una carcajada.

—Cada uno se aferra a su tabla de salvación.

Al ver mi expresión, Fanis deja de reírse. El timbre de la puerta nos interrumpe y me levanto para ir a abrir. Me encuentro delante de un muchacho de aquellos que trabajan de mensajeros.

—¿Costas Jaritos?

—Yo mismo.

—Firme aquí.

Firmo y él me entrega un sobre tamaño DIN A-4, voluminoso y pesado. El chico se va y yo me pregunto, desconcertado, quién me habrá enviado un sobre por mensajero, a casa y a las siete y media de la tarde. Leo el nombre del remitente y me quedo de una pieza. Me lo envía Minás Logarás, con domicilio en la calle Niseas 12, 10445 Atenas. Ambas direcciones, la del remitente y la del destinatario, figuran impresas en pequeñas etiquetas.

Vuelvo a la sala de estar al tiempo que rasgo el sobre, con el mismo gesto con que mi madre rajaba las liebres para hacer estofado en el pueblo. Del interior asoma un grueso paquete de hojas escritas en ordenador. Enseguida me fijo en el título:

APÓSTOLOS VAKIRTZÍS

EL PERIODISTA - EL LUCHADOR - EL HOMBRE

por MINÁS LOGARÁS

Mis ojos se detienen en el nombre de Vakirtzís y no consigo despegarlos. Apóstolos Vakirtzís es uno de los periodistas más destacados de la radio y la prensa escrita. Sus artículos representan una especie de barómetro de la escena política, y toda Grecia escucha su programa radiofónico matinal, desde los conductores y los barberos hasta los mecánicos de coches.

Intento imaginar por qué Minás Logarás me envía el manuscrito de su última biografía. Fanis se acerca y echa un vistazo por encima de mi hombro.

—¿Apóstolos Vakirtzís? —murmura extrañado—. ¿El periodista? ¿Por qué habría de suicidarse Vakirtzís? El gobierno y la oposición lo temen por igual. Él es capaz de poner y deponer ministros a su antojo. Ha ganado más dinero del que puede contar. Posee torres, casas de campo, yates, lo que quieras.

Después expresa en voz alta la misma pregunta que me había asaltado a mí:

—¿Y por qué ese Logarás te envía la biografía a ti?

—Es un aviso —respondo—. Me avisa de que Apóstolos Vakirtzís va a suicidarse.

—No lo entiendo —dice Fanis, perplejo—. ¿Por qué habría de avisarte? ¿Para que trates de impedirlo?

Su pregunta me abre los ojos. Claro, me avisa a mí porque sabe muy bien que moveré cielo y tierra para prevenir el suicidio. Intento adivinar cómo piensa Logarás, pero estoy nervioso y mi mente no responde.

Adrianí entra en la sala de estar vestida y emperifollada.

—Ya estoy lista —anuncia satisfecha.

Agarro a Fanis del brazo y empiezo a zarandearlo.

—¡Está jugando conmigo! —grito, fuera de mí—. ¡Está jugando conmigo! No pretende advertirme que Vakirtzís va a suicidarse. ¡Quiere notificarme que Vakirtzís se está suicidando, en este preciso instante en que yo recibo su biografía, y no puedo hacer nada al respecto!

Adrianí nos mira alternativamente con asombro.

—Pero ¿qué os pasa? —inquiere.

—¡No nos vamos, queda aplazado! —rujo.

—¿No salimos a cenar fuera?

—¡No lo entiendes! ¡Nuestro viaje queda aplazado! ¡Tenemos un tercer suicidio entre manos!

Adrianí permanece muda por un momento, luego alza la vista a la luz del techo y se santigua.

—Virgen Santa, ya basta de tantos sobresaltos. Concédele a mi marido un trabajo normal, que le permita ir a la oficina a las nueve y regresar a las cinco de la tarde, y yo te encenderé un cirio tan alto como él.

No sabe lo cerca que está de ver su deseo cumplido. Corro al teléfono y marco el número de la casa de Guikas. No hay nadie. Busco el número de su móvil. Sólo nos permite utilizarlo en casos de urgencia, pero ¿acaso cabe algo más urgente que esto? Me sale la voz de una tipa que me informa de que mi llamada está siendo desviada. Llamo a la centralita de jefatura, con la esperanza de que se encuentre todavía en su despacho o que ellos sepan dónde está.

—¡Pon la tele, en el canal en el que se suicidaron Favieros y Stefanakos! —ordeno a Adrianí mientras espero que respondan de jefatura. Si Vakirtzís se ha suicidado, lo anunciarán enseguida. Si no, quizá todavía queden esperanzas, aunque cada minuto que pasa juega en favor de Logarás.

»¡Comisario Jaritos! ¡Necesito hablar con el director general de seguridad, el señor Guikas! ¡Es extremadamente urgente!

—Un momento, señor comisario. —Aguardo, esforzándome por controlar mi impaciencia y mi nerviosismo—. El señor director estará ausente durante unos días, señor comisario. ¿Desea hablar con otra persona?

La otra persona sería Yanutsos.

—No —espeto y cuelgo el teléfono.

Evidentemente, Guikas ha dado pasos en la misma dirección que yo, aunque con más celeridad. Lo ha dejado todo plantado y se ha ido de vacaciones. Echo miradas fugaces al televisor pero no veo nada que se parezca a un avance de telediario. Agarro el mando a distancia y hago un repaso de los canales. Todos continúan con su programación habitual. Esto me tranquiliza un poco, aunque no me acerca un ápice a la prevención del suicidio de Vakirtzís.

—¿No se tratará de una broma pesada? —pregunta Adrianí. Ni ella se lo cree, pero lo dice para tranquilizarme un poco.

—¿Y si no lo es? —replica Fanis.

—No lo es —contesto categóricamente—. Nadie escribe trescientas páginas para gastar una broma.

De pronto, en un arrebato de inspiración, me acuerdo de Sotirópulos. Lo llamo al móvil, rezando por que está encendido. Dios deja a un lado el deseo de Adrianí y atiende el mío. A la segunda llamada, Sotirópulos contesta.

—Escúchame y no me interrumpas. —Le cuento la historia de la biografía—. ¿Sabes dónde podría estar ahora Vakirtzís y cómo podríamos poner a los suyos sobre aviso?

—Déjame pensar. —Sigue un silencio, y después, la voz de Sotirópulos, angustiada—: Es el día de su santo y celebra una fiesta en la torre. Me invitó a mí también, pero he de preparar el programa y no puedo ir.

Eso es, me digo de inmediato. Se suicidará durante la fiesta, públicamente, delante de sus invitados. Seguro que habrá algún cámara grabando imágenes para el telediario. Al menos, la falta de noticias indica que, por el momento, no se ha matado.

—¿Puedes avisar a algún familiar? —pregunto a Sotirópulos.

—Tengo su número del móvil, aunque dudo que responda.

—¡No lo llames! Si ha decidido suicidarse hoy, lo hará antes para que no podamos impedirlo.

—No sé quiénes habrán asistido a la fiesta.

—¿Dónde está la torre de Vakirtzís?

—En Vranás.

—¿Tienes la dirección?

—No, pero puedo averiguarla. —De repente, cambia de actitud y grita, indignado—: ¿Cómo voy a decírtela si tú no tienes móvil?

—Apunta este número. —Y le doy el del móvil de Fanis.

—Sal para allá, yo no tardaré.

Esto significa que se pondrá en marcha en cuanto consiga una unidad móvil.

—Hazme un favor, conduce tú —le pido a Fanis—. No quiero ponerme al volante, estoy muy alterado.

—De acuerdo. —Dirige la vista hacia Adrianí, que nos contempla embobada en medio de la sala—. Perdónanos por echar a perder la velada, pero no es culpa nuestra —se disculpa con ternura.

—Es igual, Fanis. Ya estoy acostumbrada —murmura sin malicia pero con tanta amargura que me acerco a ella.

—Escucha —digo—, el viaje a la isla no está cancelado. Sólo lo hemos pospuesto. Tenemos todo el verano por delante. Iremos, te lo prometo.

—Vale, vale. Y ahora, corre, para que no veamos más suicidios en la tele.

Es una de sus cualidades positivas: si reconoces su sacrificio, olvida sus quejas y se vuelve generosa.