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—Hay barcos high-speed cada martes y jueves —me informa Adrianí. Son las nueve de la mañana y ella ya está vestida y emperifollada para ir a comprar los billetes.

—¿Qué demonios son los high-speed?

—Esos barcos rápidos, que tardan seis horas y sólo hacen escala en Paros y Naxos. Los barcos de línea regular salen todos los días menos el sábado.

—Mejor tomemos el rápido.

Se marcha a velocidad de high-speed, por miedo a que me eche atrás y le pida que lo deje para más tarde. Me dispongo a retomar mi viejo ritual para paliar el tedio hasta el jueves: pasar por el quiosco para comprar todos los periódicos y sentarme en la cafetería de la plazoleta de San Lázaro, con el camarero malcarado al que le pides un café dulce y te trae aguachirle con azúcar.

Me pregunto cómo mataré el tiempo en la isla y si debo comprar una caña de pescar y una silla plegable en Atenas o en la isla, cuando suena el teléfono.

—¿El comisario Costas Jaritos? —pregunta una voz femenina juvenil.

—Yo mismo.

—Señor comisario, hace unos días solicitó una entrevista con el diputado Kyriakos Andreadis.

Me quedo mirando el auricular. Si me hubiese dicho que han soltado a los tres matones y encerrado a Yanutsos en su lugar, no me habría sorprendido tanto. Apenas logro barbotar un «sí».

—El señor Andreadis le espera esta tarde a las dos en su despacho. Le ruego puntualidad, porque a las tres tiene que estar en el Parlamento.

—Seré puntual. ¿Dónde está el despacho?

—Heyden 34, tercera planta.

Cuelgo el teléfono e intento digerir lo que acabo de oír. ¿Qué ha movido a Andreadis a cambiar de opinión? La detención de los tres matones, supongo, y el intento del gobierno de achacar las muertes a la extrema derecha. En ese caso, Andreadis debe de disponer de datos que desmienten la versión oficial y desea filtrarlos anónimamente, para que ni él ni su partido se vean comprometidos. Telefoneo a Sotirópulos para averiguar si hay alguna novedad pero su móvil está desconectado. En la emisora me comunican que no ha llegado todavía.

Como me quedan tres horas, decido seguir mi programa. En esta ocasión, al quiosquero le sorprende que compre todos los diarios, porque las detenciones se realizaron hace dos días y ayer no se produjeron sucesos destacables. Se devana los sesos intentando recordar si se le escapa algo, pero me despido dejándolo con la duda.

En la cafetería, soy yo quien se lleva una sorpresa. En lugar del camarero malcarado, se acerca una joven con sandalias y minifalda.

—¿Dónde está mi amigo? —pregunto, extrañado.

—¿El señor Jristos? No está. Cada año en esta época se va a Anafi. Tiene allí unas habitaciones que alquila a los turistas.

Curiosamente, en vez de alegrarme de que me atienda una muchacha fresca como una rosa, me cabreo porque el tal Jristos me ha estropeado el plan que había preconcebido. Por suerte, el café sigue siendo aguachirle y esto me consuela.

Aunque ya han transcurrido cuarenta y ocho horas, la detención de los tres nacionalistas ocupa los titulares de buena parte de los diarios. Otro rasgo que comparten es su apreciación de los hechos.

Todos los periódicos expresan su desacuerdo con los arrestos. Las críticas van desde la reserva contenida de la prensa progubernamental hasta el sarcasmo sin tapujos de la prensa de la oposición. En todo caso, esta unanimidad, aunque matizada, demuestra que la trama que urdieron determinados cerebros ha topado con algunas dificultades. Por un momento, se me ocurre que quizá por eso Andreadis quiere hablar conmigo. Sin duda ha visto los periódicos por la mañana y ha considerado oportuno el momento para citarme. No descarto la posibilidad de que quiera abrir un segundo frente, para acorralar aún más al gobierno.

Pero ¿qué actitud tomo ante Guikas, si las cosas son como imagino? ¿Me sincero con él y le cuento todo lo que averigüe de boca de Andreadis? En circunstancias normales, debería hacerlo. Al fin y al cabo, él también está apaleado y tengo cierta obligación moral de rendirle cuentas. Por otro lado, si en mi entrevista con Andreadis aflorasen datos que convendría guardar en secreto, lo decidiré sobre la marcha.

Tomo el último sorbo del aguachirle y me levanto. El Mirafiori está aparcado en la calle Protesilaos. Son las doce, la hora de más calor. Antes de cruzar la calle Aronis ya estoy empapado en sudor, así que decido pasar por casa para cambiarme de camisa. Por suerte, Adrianí no ha regresado todavía y no tengo que darle explicaciones.

El tramo entero de la avenida Rey Constantino hasta la plaza de Omonia está embotellado. Entro por la calle 3 de septiembre y avanzo por la calle Adriano para salir a la avenida Ajarnón y enfilar Heyden desde el principio. El número 34 se encuentra entre la calle Aristóteles y la 3 de septiembre. Aparco en segunda fila justo delante del edificio, convencido de que los guardias de tráfico nunca rondan por aquí.

La oficina de Kyriakos Andreadis consta de tres habitaciones espaciosas, como los pisos que construían en la década de los sesenta, unos veinte metros cuadrados más amplios que los actuales. Me recibe una joven que ronda los treinta, alta, esbelta, vestida y peinada impecablemente. Sus modales están a la misma altura.

—Tenga la bondad de esperar un poco, señor comisario —dice en cuanto me presento—. El señor Andreadis está hablando por teléfono. Permítame que le ofrezca algo entretanto, pues es posible que tarde un poco. Estas llamadas son como visitas personales.

Le pido un vaso de agua fría, a tono con el aire acondicionado, que está puesto al máximo, y amenizo la espera examinando las fotografías colgadas en las paredes: todas de un hombre sesentón, siempre feliz y sonriente, pronunciando un discurso o brindando con un vaso de vino junto a un cordero asado. Otro detalle que me impresiona es el asombroso parecido entre Andreadis y su secretaria. No hace falta ser adivino para deducir que ha contratado a su hija. Mi sospecha queda confirmada cuando la joven me guía al despacho del diputado.

—El comisario Jaritos, papá.

El sesentón se levanta de la silla y se acerca para saludarme con la misma sonrisa que luce en las fotografías.

—¡Me alegro de verle, me alegro de veras! —asegura y, tras el apretón de manos, me toma del brazo y me conduce, no a la silla metálica destinada a los votantes, sino al sofá reservado para los amigos del alma. Él se sienta a mi lado.

—¿De qué conoce al doctor Uzunidis?

La pregunta me pilla tan desprevenido que se me traba la lengua. ¿Cómo explicar mi relación con Fanis? Si lo califico de miembro de la familia, estaré precipitándome y mintiendo. La expresión «futuro pariente» seguramente no resulta apropiada. Si digo que se trata de un amigo, probablemente la definición más ajustada a la realidad, quizá le parezca poco. Por suerte, él mismo me saca de mi apuro.

—Fanis me comentó que usted es su futuro suegro.

—A eso parecen apuntar las cosas —contesto, y ambos echamos a reír.

—¿Sabe?, mi madre le debe la vida. —Andreadis se ha puesto serio—. La llevé una noche al hospital con un infarto grave, y él no sólo consiguió salvarla sino también estabilizar su estado. Desde entonces, mi madre jura por el nombre de Fanis y no quiere oír hablar ni de clínicas especializadas ni de hospitales en el extranjero. Por eso, cuando él me telefoneó para decirme que usted deseaba hablar conmigo, me fue imposible negarme.

Me habría sorprendido menos enterarme de la intervención de Guikas, el ministro o incluso el primer ministro. No contaba en absoluto con la ayuda de Fanis. Jamás me habría imaginado que con sólo descolgar un teléfono conseguiría lo que a Sotirópulos le fue imposible.

Andreadis consulta su reloj.

—Haga, pues, sus preguntas porque, por desgracia, he de estar en el Parlamento dentro de poco.

—Le vi por casualidad en la televisión, después del suicidio de Lukás Stefanakos.

—Ah, sí. Ese programa de… ¿cómo se llama?

—¿El periodista? No me acuerdo.

Si Sotirópulos nos estuviera escuchando, lo enrabiaría mucho ver que obviamos su nombre. Sin embargo, no quiero despertar en Andreadis el temor a que sus confidencias se filtren a la prensa.

—De entrada, debo decirle que yo, personalmente, no creo en la teoría que responsabiliza a la extrema derecha de los suicidios de un gran empresario y un diputado —le aclaro—. Puedo afirmárselo sin rodeos, puesto que estoy de baja médica, es decir, fuera de servicio.

Una sonrisa de felicidad se dibuja en sus labios.

—Por fin, un miembro de los cuerpos de seguridad que piensa con la cabeza —exclama satisfecho—. Porque el gobierno, presa del pánico, se ha sacado de la manga una explicación tan rocambolesca que nos deja a todos como idiotas.

—No obstante, han llegado a mis oídos ciertos rumores que quisiera verificar, por curiosidad personal, digamos.

—¿Qué rumores?

—Sobre las relaciones profesionales entre las familias de Favieros y Stefanakos. Tengo entendido que, aparte de la constructora de Iásonas Favieros y la agencia publicitaria de Lilian Stazatu, existen dos empresas más, consultorías especializadas en los programas de la Unión Europea, y que pertenecen a las esposas de Favieros y Stefanakos. Una de ellas opera en Grecia y la otra, con sede en Skopia, cubre el área de los Balcanes. Existe, asimismo, una off-shore de Iásonas Favieros, la denominada Balkan Prospect, que controla una red de agencias inmobiliarias en Grecia y los Balcanes, además de una serie de constructoras locales. Por último, existe una off-shore de Iásonas Favieros y Lilian Stazatu dedicada al sector turístico y hotelero.

—Gracias a Dios que es usted policía y no inspector de hacienda. No habría quien nos salvara de sus garras —bromea y, sin perder la sonrisa, agrega—: Pero ¿adónde quiere llegar?

Empiezo a describirle el entramado de conexiones entre Favieros, su mujer, Stefanakos y la esposa de este. Le presento mi teoría sobre las dos empresas legales, la constructora y la publicitaria, y su uso como tapaderas de negocios más turbios: la Balkan Prospect de Favieros, las empresas de consultoría y las hoteleras.

No me interrumpe en ningún momento aunque tampoco parece demasiado interesado en mi exposición.

—¿Qué quiere de mí, exactamente? —pregunta con impaciencia cuando termino.

—Que me diga si, en su opinión, hay algo extraño detrás de todo esto y me explique en qué puede consistir. —Intento emplear frases neutras, incoloras, para no obligarlo a realizar un aterrizaje forzoso.

—No veo nada extraño —responde y me deja pasmado.

—¿Ni siquiera en el funcionamiento de las agencias inmobiliarias de Balkan Prospect?

—¿Por qué habría de llamarme la atención? Toda empresa prospera comprando barato y vendiendo caro. Las que no lo consiguen cierran en menos de un año.

—Sí, pero ellos no declaran sus beneficios a hacienda. Se los meten en el bolsillo como dinero negro.

Andreadis prorrumpe en carcajadas.

—¿Vive en un piso de propiedad, señor comisario?

—No.

—Entonces, si piensa comprarle un piso a su hija cuando se case, le recomiendo que no declare su valor real al fisco. Nadie lo hace. Hacienda no ha perdido nada: de todas formas habría cobrado lo mismo.

—Sólo los búlgaros, los albaneses y los rumanos han pagado de más.

—¿Por qué se fija sólo en el lado negativo? Yo me alegro de que esos extranjeros, que llegaron a Grecia sin tener donde caerse muertos, consigan en diez años comprar su propia vivienda y ser dueños de su destino. Esto habla bien del dinamismo de la economía de nuestra pequeña Grecia.

Veo que este camino no me lleva a ninguna parte, ya que se cruza con el deseo de todo griego de comprarse un pisito, así que pruebo un atajo.

—¿Y las consultorías?

—¿Le parece mal que existan empresas que asesoren a los griegos sobre cómo aprovechar los fondos de la Unión Europea? Por un lado, denunciamos nuestra incapacidad de absorber los fondos estructurales y, por el otro, acusamos a los que intentan ayudarnos a absorberlos.

—No los acuso. Únicamente me pregunto si Lukás Stefanakos utilizaba sus contactos políticos para asegurarse de que el Estado griego invirtiese esos fondos a través, precisamente, de la empresa que su esposa dirigía junto con la señora Favieru.

—Lo importante es que los fondos se inviertan adecuadamente y no por medio de qué empresa se realice esa inversión.

—Me imagino que por eso le elogiaba el ministro balcánico que participó como invitado en aquel programa.

A pesar de mis esfuerzos, no logro poner freno a mi ironía. Andreadis la capta de inmediato y se muestra más reservado.

—No sé a qué viene ese comentario. No tiene la menor idea de las dificultades que afrontan estos países a la hora de buscar fondos, créditos bancarios, préstamos. Stefanakos los apoyaba con la mediación de la consultoría de su mujer.

—Y una parte importante de los fondos terminaba en los bolsillos de las señoras Stazatu y Favieru, como compensación por su mediación.

—¿No es lógico que Grecia se beneficie de la ayuda que ofrece a otros países? ¿Qué motivo tendría para intervenir, si no? ¿Qué importa si Stefanakos canalizaba el beneficio a través de las empresas de su esposa y de la esposa de Favieros? En última instancia, actuaba en provecho tanto de Grecia como de los países balcánicos en cuestión. Los pobres balcánicos son conscientes de ello y se lo agradecen.

No se me ocurren argumentos que oponerle. A fin de cuentas, no soy más que un policía acostumbrado a tratar con cadáveres, no un político ni un financiero. Andreadis interpreta mi silencio como una muestra de conformidad.

—Todas las actividades que me ha descrito hasta el momento se rigen por las normas del mercado libre y autorregulado, señor comisario. Nuestro mayor éxito ha sido persuadir incluso a militantes fanáticos de la izquierda, como Favieros, Stefanakos y sus familias, para que aceptaran y acataran estas reglas. Y ahora que los hemos convencido, por fin, después de tantas décadas, ¿pretende que los denunciemos por cometer irregularidades? ¡Por el amor de Dios!

Se acuerda de su reloj, que había olvidado en aras de la retórica.

—Ahora debo marcharme. Se me ha hecho tarde.

Me acompaña a la puerta de su despacho. Allí se detiene y me da unas palmaditas amistosas en la espalda.

—Hemos ganado, señor comisario. Usted, como miembro de los cuerpos de seguridad, que tradicionalmente han estado en nuestro bando, debería alegrarse por ello. Recuerdos a Fanis.

Me da otra palmadita antes de dejarme en manos de su hija, que me acompaña hasta la salida.