No recuerdo cómo llegué a la calle Arístocles. Supongo que me condujeron hasta allí mis reflejos, que se encargaron tanto de la elección del recorrido como de la observación de las normas de circulación. Por lo demás, la única colisión que traté de evitar a lo largo del trayecto fue la que amenazaba con producirse entre mi mente y mis sentimientos. Por un lado, intentaba mantener la calma para entender el propósito de aquel gesto, pero por otro, la ira y la indignación obnubilaban mis reflexiones.
Irrumpo en la sala de estar, donde Adrianí está sentada, como todas las tardes, con el mando a distancia en la mano.
—Pero ¿dónde te has metido? ¡Aquí pasan cosas gordas! —grita, como si hubiera estado bañándome en la playa.
Me planto delante de la pantalla y aguardo ansioso la gran noticia, pero la tele no está por la labor. Un presentador que pone precio a los conocimientos de dos jóvenes celebra con entusiasmo cada acierto que se ve obligado a pagarles y manifiesta su contrariedad cada vez que fallan y le ahorran dinero. Agarro el mando a distancia y empiezo a cambiar de un canal a otro, pero es la hora de los culebrones.
—No te pongas así —me consuela Adrianí—. Suelen dar un resumen de las noticias cada hora. Lo han dicho a las siete, volverán a decirlo a las ocho.
Habla la experiencia de muchos años, de modo que desisto de mi empeño. Espero un cuarto de hora a que termine el programa y diez minutos más a que se acaben los anuncios. Por fin, al cabo de media hora, aparece el titular: DETENIDOS TRES MIEMBROS DE LA EXTREMA DERECHA POR EL ASESINATO DE LOS DOS KURDOS Y LA INDUCCIÓN AL SUICIDIO DE FAVIEROS Y STEFANAKOS.
Acto seguido muestran imágenes de tres tipos jóvenes, musculosos y rapados, esposados y flanqueados por dos de los nuestros, caminando por el familiar pasillo que conduce a mi despacho. Uno de ellos lleva una camiseta estampada con un monstruo del infierno. Los otros dos avanzan pegaditos, por lo que no se alcanzan a ver sus insignias. A lo largo de las paredes del pasillo dos filas de reporteros intentan acercar sus micrófonos a las jetas de los detenidos. Los acribillan a preguntas:
—¿Qué tenéis que decir de las acusaciones? ¿Matasteis vosotros a los kurdos? ¿Qué sentisteis en el momento de disparar? ¿Qué opináis del racismo? ¿Cómo convencisteis a Favieros y a Stefanakos de que se suicidaran?
Los tipos mantienen la cabeza gacha y no responden, mientras los policías pugnan por sacarlos a empujones del círculo de acoso. En cuanto se esfuman, la gran atracción desaparece y la pantalla queda dividida en ventanas.
—La detención de los tres sospechosos se ha llevado a cabo a las tres de esta tarde, en una operación coordinada de la policía —anuncia un joven periodista, que se estrenó el día anterior a que me hirieran—. Los sospechosos son: Stelios Birbíloglu, de veintitrés años, desempleado; Nikos Seitanidis, de veintidós años, estudiante de educación física, y Jarálambos Nikas, de veinticinco años, electricista. Los tres permanecen detenidos en Jefatura, donde están siendo interrogados.
—¿Tenemos declaraciones de la policía, Vaso? —pregunta el presentador del telediario.
—Las tenemos, del jefe del Departamento de Homicidios, el comisario Polijronis Yanutsos.
—¿Desde cuándo ocupa ese tu puesto? —inquiere Adrianí, estupefacta.
—Si estoy de baja, alguien tiene que ocupar mi puesto.
—Vale, pero ¿no deberían aclarar que es tu sustituto?
—No pidas peras al olmo.
A pesar de todo, me extraña que sea Yanutsos quien hable ante los medios y no Guikas, que considera que las declaraciones a la prensa le pertenecen en exclusiva. ¿Cómo permite que Yanutsos se arrogue esa función, y encima en un caso tan importante…? Yanutsos lee en voz alta el comunicado de un folio, pero los micros pegados a su boca lo confunden y carraspea a cada palabra.
—Desde el suicidio del empresario Iásonas Favieros y la posterior proclama de la organización Filipo el Macedonio, ha habido indicios que apuntaban a que dicha organización nacionalista se proponía extorsionar a personalidades conocidas del país y cometer asesinatos políticos. Tras el asesinato de los dos kurdos, empleados en las obras de Erige S. A., empresa que pertenecía a Iásonas Favieros, la policía inició una operación coordinada con el fin de detener a los culpables. Estamos en condiciones de asegurar que los autores chantajeaban a Iásonas Favieros y Lukás Stefanakos desde hacía muchos meses y que ejercían una creciente presión sobre ellos, con el objetivo de impulsarlos al suicidio.
Estoy debatiéndome en una vorágine. En primer lugar, nunca había oído que la policía tuviera las miras puestas en la organización nacionalista Filipo el Macedonio. Aunque las hubiese tenido, este asunto entra en la jurisdicción de la brigada antiterrorista, no en la de nuestro departamento, y menos aún en la de Yanutsos, que hasta hace dos días buscaba mafiosos a los que cargar las muertes de los kurdos. ¿Y por qué hace las declaraciones Yanutsos, y no Guikas ni el jefe de la antiterrorista, que es, en realidad, el responsable?
Mientras me rompo los cascos para encontrar una respuesta, el abogado de uno de los tres detenidos lo defiende ante las cámaras.
—Mi cliente es inocente, víctima de discriminación ideológica —asevera indignado—. Estos actos causan un daño irreparable al prestigio y el normal funcionamiento de nuestra democracia.
¿Quién en su sano juicio creería que tres muchachos fueron capaces de inducir al suicidio a dos grandes personalidades de la vida política y empresarial de este país como Iásonas Favieros y Lukás Stefanakos?
—¿Y los dos kurdos? —pregunta un periodista.
—Mi cliente nada tiene que ver con el asesinato de los kurdos, y así lo demostraremos en el juicio.
—¿Considera entonces que las acusaciones son falsas? —dispara otro.
—Considero que alguien busca víctimas propiciatorias, para que cesen los rumores referentes a posibles escándalos y a la actuación de las emisoras de televisión, que tanto perjudican al gobierno.
—¿Lo ves, tú que no me crees? —dice Adrianí en tono triunfal.
Asiento con la cabeza, aparentando conformidad, porque no es momento para discutir. Las palabras del abogado me han abierto los ojos y, por fin, comprendo por dónde van los tiros. Petrulakis, el consejero del primer ministro, al ver que yo no me ponía en contacto con él, decidió encargar a otro el encubrimiento del caso. Así acabó todo en manos de Yanutsos, sin intervención de la brigada antiterrorista.
Esto trunca todas mis esperanzas de recuperar mi puesto. Desde el momento en que Yanutsos accedió a cumplir la orden y encerró a los tres derechistas, se hizo merecedor de una recompensa, que sin duda consistirá en quedarse definitivamente con mi cargo. Mi baja finaliza en menos de un mes, y más vale que empiece a buscarme la vida en otra parte.
El teléfono me saca de mis cavilaciones. Adrianí nunca contesta cuando estoy en casa, porque da por sentado que, nueve de cada diez veces, llaman del departamento. Descuelgo el auricular y oigo la voz de Katerina.
—¿Has visto eso, papá?
—Lo he visto.
—Pero ¿qué bobada es esta? ¿Los tontos del pueblo impulsaron a un gran empresario y a un político de renombre a suicidarse? ¿Quién se lo va a creer?
—A mí no me preguntes, bonita, yo sé tanto como tú.
—Hay una cosa clarísima. No pueden formular una acusación basándose en esa sarta de chorradas.
—Quizá dispongan de más datos y no quieran mostrar todas sus cartas.
—Quizás, aunque es más probable que intenten cerrar algunas bocas, como ha dicho ese abogado.
—Ya se verá. Espera, te paso a tu madre.
No me apetece seguir hablando del tema. Katerina no me descubre nada nuevo, pero esto no cambia mi destino. Me otorgarán una medalla al valor y me mandarán al departamento de objetos perdidos.
Mientras pienso en todo esto, se me ilumina la mente y comprendo de golpe la jugada de Guikas. Tal vez la brigada antiterrorista no sabía nada, pero él estaba en el ajo con toda seguridad. Ni un mosquito vuela en jefatura sin que Guikas se entere. Constato con amargura que mi análisis de la situación el día que me entrevisté con el notario no iba errado. Guikas me respaldó mientras la investigación era extraoficial y él no corría el riesgo de quedar mal. Sin embargo, cuando recibió la orden de arriba de cerrar el caso, me dejó dando palos de ciego y apoyó a Yanutsos, porque le convenía.
La cólera se apodera de mí y voy corriendo al teléfono. Llamo a Guikas a su casa. Dejo que suenen unos diez timbrazos y nadie contesta. Claro, me digo, se imaginó que yo lo telefonearía y no responde, para evitar discusiones desagradables que le quiten el apetito.
Adrianí me avisa desde la cocina que la cena está preparada. Me siento para cenar un poco de briam pero no consigo tragar bocado.
—No te hagas mala sangre —me recomienda ella al observar que como con desgana—. Que se saquen los ojos. No serás tú quien salve el honor de la policía.
Cree que estoy preocupado por el honor del departamento, porque no le he hablado del gusano que me roe las entrañas. La policía me trae sin cuidado; lo único que me importa es mi puesto. De todos los destinos que me han asignado, este es el único que me satisface, y lo quiero, aunque me obligue a andar siempre a tientas y expuesto al peligro de pisar una piel de plátano. Ahora me enterrarán en algún cargo administrativo, y pasaré el resto de mi vida emborronando papeles.
—Tengo una idea —apunta Adrianí tímidamente, y enseguida sé qué va a decirme—: ¿Qué te parecería si fuéramos unos días a la isla, a casa de Eleni? No deja de insistirme en que vayamos. Si quieres mi opinión, después de la aventura de los hospitales, nos sentará bien. Te quedan veintisiete días de baja.
Las tiene contadas hasta la última hora, pero su ocurrencia no me desagrada del todo. Alejarme de Atenas me permitirá relajarme y reunir fuerzas para librar la batalla por un nuevo puesto que no ofenda mi dignidad. A pesar de los argumentos a favor, opto por una respuesta contenida, para que no se emocione demasiado y empiece a comerme el coco desde ahora.
—Nos lo pensaremos. En principio, no es mala idea.
—Bien, mañana llamaré para preguntar el horario del barco. Eleni me ha dicho que ahora hay unos nuevos, que realizan la travesía en seis horas. Sale un poco más caro pero vale la pena.
Cuando desea algo con todas sus fuerzas basta con decirle «ya veremos» para que lo interprete como un «sí».
—Vale, pregúntalo, pero todavía no es seguro.
Dejo la mitad de la cena en el plato, me dirijo a la sala y enciendo el televisor. Sé que esta noche no sólo me faltará el apetito sino también el sueño. Vuelvo a ver a los tres jóvenes corriendo por el pasillo que lleva a mi antiguo despacho, vuelvo a oír las declaraciones de Yanutsos y vuelvo a ponerme nervioso, aunque después emiten una entrevista a los padres y vecinos de los detenidos, y esto me interesa. Los padres de los tres proclaman categóricamente la inocencia de sus hijos. Reniegan del gobierno y maldicen a la policía, que los ha sumido en el dolor y ha mancillado el nombre de sus vástagos. El comentario más acertado lo hace uno de los jóvenes del vecindario al referirse a uno de los detenidos:
—De acuerdo, no es ningún santo, pero tampoco un asesino.
Poco después de las once, sintonizo por casualidad un debate en torno al peligro de la extrema derecha en Grecia, moderado por Sotirópulos. Los invitados son un ministro, un miembro importante del partido de la oposición, un periodista y un abogado. La discusión se desarrolla de la manera habitual, sin cambios de guión: el ministro sostiene que la extrema derecha supone una amenaza real y que el Estado debe mantenerse alerta; el diputado de la oposición lo niega y acusa al gobierno de querer sacar beneficios electorales de los acontecimientos; el ministro contraataca y acusa a la oposición de subestimar el peligro deliberadamente para ganarse los votos de la extrema derecha. Entre los dos, a modo de comodines, intervienen por un lado el abogado, que intenta determinar si hay elementos suficientes para procesar a los tres detenidos, y por otro el periodista, interesado en analizar las repercusiones políticas. Ambos gastan saliva en vano, porque nadie les presta atención. Sotirópulos, como de costumbre, desempeña el papel de abogado del diablo: primero lanza una indirecta para agitar las aguas y luego trata de guardar cierta ecuanimidad.
Ya está, han logrado su objetivo, pienso. Mañana todos, desde los periódicos hasta la televisión, pasando por la radio, se harán eco de la amenaza de la extrema derecha, y nadie se acordará de los tres detenidos.
Esta es una de las pocas noches en que, antes de dormir, añoro el rumor de las olas que rompen en la playa de la isla. En cuanto cierro los ojos, me asalta la imagen de Yanutsos sentado en mi silla, y los abro de inmediato.