25

El cielo está despejado y, si Atenas tuviera árboles, impregnarían el aire con su fragancia. En esta ocasión, conduzco yo mismo el Mirafiori, en dirección a las oficinas de Erige S. A. He dejado a Kula en casa, porque sospecho que quizá la plana mayor de Favieros no quiera hablar delante de ella. La he informado de lo que me contó ayer Sotirópulos y le he encargado que investigue las empresas de Stazatu para ver si descubre algo interesante.

La cincuentona de recepción me reconoce enseguida. Sigue sin maquillarse, aunque se muestra un tanto más alegre y me dedica un amago de sonrisa.

—Le están esperando, señor comisario. Un momento, les comunicaré que ha llegado.

La fotografía de Favieros continúa allí, aunque ya sin el crespón. Tampoco están los ramos de flores en el suelo.

No es Aristópulos, el informador de Kula, quien viene a mi encuentro sino una jovencita, que ronda los veinte. Subimos a la tercera planta, cruzamos el puente de los suspiros y llegamos al despacho de Zamanis. A diferencia de la cincuentona de recepción, la secretaria de Zamanis, la cincuentona número dos, me recibe con frialdad extrema. Me saluda con un gesto imperceptible y me abre la puerta para que pase al despacho de su jefe.

Zamanis me tiende la mano sin sonreír ni levantarse de su asiento. Yanneli, en cambio, me regala una sonrisa. A pesar de ello, la atmósfera en general, desde la secretaria en la antesala hasta el propio Zamanis, presenta masas de aire gélido que anuncian tiempo revuelto. El pronóstico meteorológico queda confirmado en cuanto ocupo el asiento que me señala Zamanis.

—Cuando vino a verme, me aseguró que estaba realizando una investigación discreta y extraoficial de los motivos del suicidio de Iásonas Favieros, señor comisario.

Mantiene la cabeza inclinada y lee un documento. Es obvio que pidió a su secretaria que transcribiese nuestra conversación, para dejar constancia. Tanto el folio como sus aires de gravedad y su traje me recuerdan al fiscal que se dispone a desmentir el testimonio de un testigo hostil.

—Muy cierto —respondo con calma.

—Lo mismo me dijo a mí-interviene Yanneli.

—Sí, y a ambos les dije la verdad.

—¿Y cree que encontrará los motivos del suicidio de Iásonas Favieros en las agencias inmobiliarias de Balkan Prospect?

Me encojo de hombros.

—Cuando uno busca a ciegas, señora Yanneli, mira hasta debajo de las piedras. Claro que, a veces, uno se topa con cosas que no esperaba encontrar, pero para eso mismo se levantan las piedras. —La indirecta no parece amedrentar a ninguno de los dos.

—No va a descubrir nada —prosigue Zamanis sin cambiar de tono—. Lo único que ha conseguido es preocupar a ciertas personas y armar un ruido muy perjudicial.

—Tal vez el ruido sea perjudicial, pero esas personas tienen buenas razones para preocuparse. Lo que se ha destapado, de ese modo casual, ha sido una serie de transacciones dudosas.

—Sólo una mente enfermiza podría considerar dudosas esas transacciones. Ni el pasado progresista de Iásonas ni su calibre empresarial encajan en el perfil de alguien que incurre en transacciones dudosas.

Ataca de frente y con toda su artillería pesada, para dejarme sin defensas. Iásonas Favieros, por su condición de un militante de izquierdas era incapaz de estafar a unos pobres refugiados. Por otro lado, su categoría como empresario no le habría permitido involucrarse en la compraventa fraudulenta de inmuebles.

—No he dicho que Favieros estuviera metido personalmente en negocios turbios. Quizás algunos de los directivos de sus agencias inmobiliarias pretendieran enriquecerse por vía ilegal. En el caso de Leventóyanni, como mínimo, hay pruebas de connivencia entre el responsable de la inmobiliaria y el notario. No sé qué más descubriré si sigo investigando.

—Nada que implique a Balkan Prospect —tercia Yanneli—. Se lo dejé muy claro cuando vino a verme. Nuestra red concede la máxima libertad a cada agencia local para decidir las transacciones que realiza. Balkan Prospect no es responsable de las mismas.

—También me dijo que ustedes revisan los contratos.

—Sólo en lo que se refiere a su corrección, no a su importe. Pero, al margen de todo eso, no veo qué relación guardan los contratos con la muerte de Iásonas.

No guardan relación alguna. Por eso estoy desesperado por encontrar un asidero del que agarrarme para que Yanutsos no me arrebate el puesto.

—No te esfuerces en comprenderlo, Koralía —comenta Zamanis con ironía—. El señor comisario no pretende descubrir las causas del suicidio de Iásonas sino ensuciar su memoria. Es el deporte favorito de la policía, siempre lo ha sido.

Echar lodo a los de izquierdas. Zisis opina lo mismo, y lo respeto. Pero Favieros no tiene nada que ver con Zisis.

Yanneli toma el testigo:

—Siento curiosidad, señor comisario. ¿Cómo se le ocurrió investigar la empresa off-shore y sus agencias inmobiliarias?

—Leí una biografía de Favieros publicada después de su muerte.

En cuanto oye la palabra «biografía», Zamanis se pone en pie de un salto.

—Ese idiota nos ha causado grandes perjuicios —grita.

—Vamos, estás exagerando. —Yanneli intenta tranquilizarlo con una sonrisa.

—¿Lo conocen? —pregunto.

Zamanis está furioso.

—¡No, ni lo conozco ni quiero conocerlo! Pero aprovecha la muerte de Iásonas para hacerse rico, y esto me saca de quicio.

—Se equivoca. La biografía fue escrita y entregada al editor antes del suicidio. Lo hemos comprobado.

Todos fijan la vista en mí, sorprendidos.

—Entonces sabe quién la escribió —aventura Yanneli.

—No, y dudo que exista. Al menos bajo el nombre de Minás Logarás.

Les cuento la historia de la búsqueda de Logarás y sus nulos resultados.

—En cualquier caso, la dirección que facilitó corresponde a una casa próxima a la agencia de Georgios Iliakos —añado antes de poner punto final.

—¿Qué insinúa? ¿Que la escribió el agente inmobiliario? —espeta Yanneli con cierto sarcasmo.

—No. Aunque pudo escribirla el propio Favieros y enviarla al editor bajo seudónimo. Piénselo un poco. Había decidido suicidarse y, antes de hacerlo, redactó su autobiografía y se encargó de que se publicara.

Al parecer he conseguido sorprenderlos, porque se miran y tratan de asimilarlo.

—Imposible —declara Zamanis—. Iásonas estaba ocupadísimo con las obras olímpicas. Pasaba el día yendo de las obras a los ministerios y de los ministerios a las oficinas del Comité Olímpico. No le quedaba tiempo para escribir su autobiografía.

—No es eso lo que me contó su secretaria —argumento.

Ahora es Yanneli quien se extraña.

—¿Cómo dice?

—Cuando hablé con ella, me contó que Favieros se recluía en su despacho durante horas. Y, cuando en cierta ocasión le preguntó en broma si estaba escribiendo una novela, él respondió que ya estaba terminada y la estaba revisando.

Intercambian una mirada. Zamanis vacila por un momento, luego aprieta el botón del intercomunicador y le indica a su secretaria:

—¿Quieres llamar a Zeoni, por favor?

Cuando Lefaki entra en el despacho clava los ojos en Zamanis; a mí no me presta la menor atención. Colijo que los rumores de que estoy empeñado en mancillar la memoria de Favieros no se han propagado más allá de la tercera planta. Todavía no han adquirido dimensiones de epidemia, a juzgar por la amabilidad con que me saludó la cincuentona de recepción.

—Zeoni, en tu conversación con el señor comisario, le dijiste que, en cierta ocasión, habías preguntado a Iásonas si estaba escribiendo una novela y él te contestó que la había terminado y la estaba corrigiendo. ¿Lo recuerdas?

—¡Desde luego! Fue un viernes. Desde el mediodía sonaban los teléfonos preguntando por él, pero Iásonas se había encerrado en su despacho y me había dado orden de no pasarle llamadas ni molestarlo por ningún motivo.

—¿Cuándo, exactamente, le preguntaste si estaba escribiendo una novela? —Zamanis se divierte haciendo gala de su genio investigador.

—En torno a las ocho de la tarde, cuando salió para marcharse. Hasta entonces, no había dado señales de vida. «¿Qué haces tantas horas encerrado en tu despacho? ¿Estás escribiendo una novela?», le pregunté bromeando, pero él me respondió muy en serio: «Ya la he acabado, ahora la estoy revisando».

—¿Recuerda cuánto tiempo antes del suicidio ocurrió esto? —inquiero.

Ella responde dirigiéndose a Zamanis, como si él le hubiese formulado la pregunta:

—Unos tres meses, creo.

Habré de consultar a Sarantidis, el editor, para saber cuándo recibió el manuscrito, aunque creo que las fechas coinciden, más o menos.

—¿Puedo pedirle que deje de investigar Balkan Prospect? —me suelta Zamanis en tono muy formal una vez que Lefaki se ha retirado—. En primer lugar, porque desarrolla todas sus operaciones dentro de la más estricta legalidad y, en segundo lugar, porque usted no pertenece a la policía fiscal. —Hace una pequeña pausa y agrega con intención—: ¿O prefiere recibir la orden de sus superiores?

Tantos años en el cuerpo, y todavía no alcanzo a entender por qué cada fanfarrón que cree tener enchufe estima imprescindible concluir las conversaciones amenazándome con el coco de mis superiores.

—Le diré lo que pasará si habla con mis superiores —replico—. Ellos hablarán conmigo pero, de paso, se enterarán unos cuantos más. A partir de ahí, será cuestión de tiempo que llegue a oídos de los periodistas, que incluso saben cuándo vamos a mear en jefatura.

Antes de que acabe de digerir mis palabras, me despido y salgo del edificio. El centro de Pangrati está embotellado, y me lleva casi media hora de pitidos y avance milimétrico librarme del atasco. Por suerte, hace menos calor y no estoy bañado en sudor.

En casa me espera un espectáculo insólito. Delante del ordenador está sentado el joven primo de Kula, aquel que la acompañaba el primer día que trabajamos juntos. Kula se encuentra a su lado. Me oyen entrar y se vuelven hacia mí. El joven se limita a decir un «hola» muy seco. Kula, en cambio, se levanta de un salto y me dice, llena de entusiasmo:

—¡No se lo va a creer! ¡Hemos entrado en los registros del Ministerio de Comercio y hemos encontrado información sobre las empresas de Stazatu! ¿Sabe quién es socio, con el cuarenta por ciento de las acciones, de la consultoría de Stazatu?

—¡Favieros!

—No. Sotiría Markari-Favieru, esposa de Iásonas. —Permanezco callado, reflexionando sobre las posibles implicaciones de este hecho. Mientras tanto, Kula prosigue con el mismo entusiasmo—: Fui al ministerio, como usted me pidió, pero me atendió un cabezota que no quería ayudarme. Cuando me vi obligada a decirle que era policía, me miró por encima del hombro y me dijo que enviara a mi jefe, preferiblemente con una orden judicial. Fue entonces cuando me acordé de mi primo Spiros.

Sotirópulos no sospechó que los invitados a su programa no hablaban de Favieros, sino de su esposa.

—Hay algo más, aunque me temo que no le gustará —continúa Kula y me tiende uno de los periódicos que descansan sobre la mesilla—. Lo compró Spiros, y encontré esto al echar una ojeada.

Se trata de un anuncio que ocupa media página:

LUKÁS STEFANAKOS

EL HOMBRE — EL LUCHADOR — EL POLÍTICO

Por el biógrafo de Iásonas Favieros

MINÁS LOGARÁS

A continuación aparece una fotografía de la portada y, debajo, el nombre de la editorial: Europublishers. La explicación más sencilla: Logarás mandó la segunda biografía a otro editor.

Este desenlace echa por tierra mi teoría acerca de la autobiografía de Favieros, que, hace apenas una hora, expuse a Yanneli y a Zamanis como receta de mi invención. Me imagino que se desternillarán cuando vean el anuncio, aunque no es esto lo que más me preocupa.

La segunda biografía sale a la venta con más celeridad que la primera. Aquella tardó diez días, esta sólo una semana. Eso significa que alguien recopiló datos acerca de los dos suicidas, se sentó a escribir sus biografías y las envió a los editores mucho antes de que Favieros y Stefanakos se quitaran la vida. Existe un cerebro en la sombra, que planeó las muertes de Favieros y Stefanakos; alguien lo bastante poderoso para empujarlos a ello. Aunque no sé quién es, ni cómo lo hizo, ni por qué. Tampoco sé si habrá otra víctima. En pocas palabras, no sé nada.