24

La tormenta nos pilló a la altura de Yerokomío. Íbamos por el paso subterráneo cuando oímos un ruido ensordecedor arriba. Dos minutos más tarde, las calles de Atenas ya estaban atascadas y empezaba el concierto de pitidos. Salimos a la superficie unos veinte minutos después, y el cielo descargó sobre el Mirafiori una densa masa de agua. El esfuerzo de los limpiaparabrisas era tan encomiable como inútil, porque la lluvia formaba una especie de telón que escasamente permitía ver más allá de tres metros.

Decidí llevar a Kula a su casa antes de acudir a la cita con Sotirópulos, no podía dejarla esperando el autobús bajo este diluvio. Además, tampoco Sotirópulos llegaría puntual. Durante el recorrido, tuve la ocasión de felicitarme por no haberme deshecho del Mirafiori. Es alto, como todos los coches antiguos, y, a diferencia de los nuevos, no se inunda cuando las calles de Atenas se convierten en torrentes.

Kula se baja en Guizis y yo vuelvo a remontar la avenida Kifisiás, tratando de llegar al Flocafé y a mi reunión con Sotirópulos. Sigue lloviendo a mares, aunque ya no con la misma intensidad. El aparcamiento situado detrás del Flocafé está casi lleno. El empleado echa una mirada desdeñosa al Mirafiori, como si la mera idea de que lo llevase allí le resultara ofensiva. Cede a regañadientes cuando le muestro mi carné de policía y le comunico que estoy de servicio.

Sotirópulos aparece media hora después. Circula con una Harley Davidson y está calado hasta los huesos.

—Te pasas de anticuado, amigo —protesta—. ¿Dónde se ha oído que el jefe de un departamento de homicidios no tenga un móvil?

—¿Para qué lo necesito? ¿Para que las víctimas potenciales me avisen de que las van a matar?

—No. Para que yo te avise de que anulo nuestra cita por la lluvia.

Cuelga la chaqueta del respaldo de la silla para que se seque y pide un whisky, ansioso por entrar un poco en calor.

—Vi tu programa anoche. Me gustó.

Me mira con ironía.

—¿Ah, sí? Que yo recuerde, normalmente mis programas te irritan.

—Anoche irritaste a tus invitados, y me lo pasé bien.

Se carcajea y toma un buen trago de whisky.

—Por eso te llamé —señala—. A propósito del programa.

Leo en sus ojos que está a punto de soltar una bomba.

—¿Recuerdas que, en cierto momento, se habló de la posible relación entre Favieros y Stefanakos?

—Lo recuerdo.

—A las once interrumpimos la emisión para dar paso a un avance informativo y a los anuncios. En ese lapso, uno de los dos diputados de la oposición, Andreadis, se volvió y le dijo al ministro: «¿Cómo es posible que no tuvieran contacto si trabajaban juntos?».

Al oírlo, me olvido de la lluvia y el suplicio del tráfico. Es la primera vez que se me presenta un indicio no sólo de amistad o relación casual entre Favieros y Stefanakos sino de colaboración profesional. No sé si alegrarme o preocuparme, porque este dato podría complicar aún más el asunto. Dejo esta decisión para más tarde y pregunto a Sotirópulos:

—¿Quién es la esposa de Stefanakos?

—Lilian Stazatu. ¿Has oído hablar de ella? —El nombre me suena, pero no logro recordar de qué—. Es hija de Arguiris Stazatos.

Este dato me ayuda a identificarla enseguida. Arguiris Stazatos fue uno de los que se enriquecieron durante la dictadura. Había conseguido una serie de licencias, unas legales y otras no tanto, que lo convirtieron en un pez gordo del sector hotelero en Ática y en las islas. Se hizo de oro en los años de la junta, pero había construido sus hoteles con préstamos bancarios que nadie le obligaba a devolver y, cuando cayó la dictadura, los bancos empezaron a reclamar su dinero y Stazatos se arruinó.

—¿Stazatos vive todavía? —inquiero extrañado.

Sotirópulos se echa a reír.

—¡Que Dios perdone su alma! Murió hace diez años. Durante su época de esplendor, cuando los coroneles le daban vía libre, su hija estudiaba Ciencias Económicas en Londres y se las daba de antifascista y revolucionaria. Había roto toda relación con su padre y según ella se pagaba los estudios con el poco dinero que le había dejado su abuela. Quizá sea cierto, quizá no. En todo caso, vivía muy modestamente. Después de regresar a Grecia inició su carrera en una agencia de publicidad y restableció cierto contacto con su padre, que, si aún no estaba en la cárcel, era porque sus acreedores estimaban que le sacarían más dinero si lo dejaban en libertad. Al ver la miseria del padre, la joven Stazatu aprendió que las empresas que requieren inversión son un arma de doble filo, y nunca sabes adónde pueden conducirte. Supo vislumbrar a tiempo el futuro prometedor de la publicidad televisiva y abrió su propia agencia. Por aquel entonces se casó con Stefanakos, una de las jóvenes promesas políticas de la época. Debe de ser una mujer muy lista, porque comprendió enseguida que el otro campo empresarial donde puedes ganar mucho dinero vendiendo aire son los proyectos de la Unión Europea. Fue una de las primeras personas en abrir una consultoría especializada en inversiones en programas comunitarios.

Esta información me deja sin habla.

—Oye, ¿no mantendrás tú también un archivo? —pregunto, pensando en Zisis.

—No. Lo de la época de la dictadura ya lo sabía. El resto lo deduje de los comentarios de mis invitados de anoche. —Ríe, como si le hubiera venido a la mente algo divertido—: ¿Sabes qué es lo más gracioso? Que, mientras ellos cotilleaban acerca de Stazatu, la cadena emitía los anuncios de su agencia de publicidad.

—¿Todavía dirige la agencia?

—¿Bromeas? Todo el mundo vive pendiente de Stazatu. Ella decide la programación de los canales. Si un programa o una serie no le gustan, no hay anuncios para ellos.

—¿Y la consultoría para los programas comunitarios?

—No tengo la menor idea. Deberías preguntárselo a alguien relacionado con las ayudas y esas historias. Me imagino que, comparada con la agencia publicitaria, la consultoría no es nada.

—¿Qué tiene que ver Favieros con todo esto?

—No esperarás que haga tu trabajo por ti… —Bebe un trago largo de whisky—. Yo sólo te he proporcionado el material de archivo, por así decirlo.

—En todo caso, no creo que Favieros recurriera a la agencia de Stazatu para publicitar su empresa constructora. Nunca he visto un anuncio de empresas constructoras. En cuanto a sus otras empresas, dudo que quisiera promocionarlas.

Me muerdo la lengua, pero ya es demasiado tarde. Sotirópulos la caza al vuelo.

—¿Te refieres a las agencias inmobiliarias? —Suelta una risotada—. Jorafás me llamó en cuanto saliste de su despacho, para preguntarme si hizo bien en confiar en ti. No entiendo por qué estaba tan preocupado.

—Porque algo le huele a chamusquina y no sabe qué.

—¿Algo le huele a chamusquina? ¿Otra vez vamos a jugar al escondite? —pregunta con ironía.

Llegados a este punto, no me queda otro remedio que desembuchar, así que le hablo de las agencias inmobiliarias de Favieros. Cuando termino, Sotirópulos emite un silbido de admiración y menea la cabeza, decepcionado.

—¡Me has matado! —exclama—. Ahora tendré que guardar esta liebre en el congelador porque te di mi palabra. ¿Me dejas que divulgue alguna pista, para ir haciendo boca?

Se lo prohíbo terminantemente, para evitar negociaciones inútiles.

—De ninguna manera. Ya te lo prometí, te comunicaré cuanto haya averiguado en exclusiva tan pronto como resuelva el caso.

Se revuelve bruscamente, inquieto.

—Oye, ¿Guikas está enterado de todo esto?

—En líneas generales, sí.

—¿Quién me garantiza que Guikas no filtrará la información a otro periodista a través de uno de sus hombres de confianza?

—No lo hará.

Se ha quedado inmóvil con la copa de whisky en la mano.

—Tú vives en otro mundo. Allí, en jefatura, cada periodista tiene su informante, desde tus subordinados hasta los mandamases, pasando por Yanutsos. ¿Pretendes que me crea que Guikas está al margen, él, que va para director general?

—Por eso mismo no lo hará —respondo tranquilamente—. No está tan loco como para revelar información recabada en una investigación extraoficial.

Algo aliviado por este argumento, apura su copa.

—De acuerdo, esto tiene su lógica, lo reconozco. —De repente, me advierte, amenazador—: Pero si llega a colarse algún dato, lo sacaré todo a la luz, que lo sepas.

En la calle, al aire libre, sólo las aceras mojadas delatan el paso de la tormenta. Por lo demás, ha clareado y el sol brilla. Gracias a la lluvia, la gente se ha encerrado en casa o en sus despachos, y sólo tardo un cuarto de hora en llegar a la calle Arístocles. No obstante, lo que representa una ventaja para la circulación, supone un inconveniente para aparcar. Me paso media hora dando vueltas por la zona, buscando un hueco. A la quinta vuelta, veo que alguien se marcha de la calle Nikiforidis y aparco en su lugar.

Al entrar en casa, oigo que el televisor está encendido en la sala de estar. Me acerco para saludar a Adrianí, pero la sala está vacía. La encuentro en la cocina, planchando. Lo hace a menudo: se pone la tele a modo de radio, sin mirar la imagen mientras se ocupa de sus quehaceres.

—¿Cómo es que no llegas empapado? —se extraña.

—Estaba bajo techo y me libré.

—Menos mal. Ha llamado una señora para preguntar por ti.

—¿Quién era?

—No lo sé, no me ha dicho su nombre.

—¿Y no se lo has preguntado?

Deposita la plancha sobre la tabla y me fulmina con una de esas miradas altaneras que suelen acompañar sus comentarios mordaces.

—Dime, ¿no es por eso por lo que trajiste a Kula a casa? ¿Para que te hiciera de secretaria?

—La he llevado a su casa para que no se mojara.

—Menos mal que se te ha ocurrido. En cuanto a esa señora, no te preocupes. Si es importante, ya llamará de nuevo.

La dejo con la impresión de haberme desarmado con su razonamiento y me dirijo a la sala para telefonear a Guikas. Le describo a grandes rasgos mi encuentro con el consejero del primer ministro.

—Lo has manejado bien —dice, satisfecho—. Que piense que estás investigando a la extrema derecha.

Luego le hablo de la posible colaboración entre Favieros y la mujer de Stefanakos. Se produce un silencio. Cuando Guikas vuelve a hablar, su voz suena muy preocupada.

—Si lo que dices es verdad, me temo que nos enfrentamos a la peor de las posibilidades.

—¿A qué se refiere?

—A un asesinato, aunque no perpetrado con una pistola ni con un cuchillo, sino induciendo a la víctima al suicidio. Imposible de demostrar o de descubrir lo que se oculta detrás de ello.

Su argumento me parece tan sólido que me hace vacilar.

—¿Sigo investigando?

—Sigue, a ver si estamos a tiempo de impedir el siguiente suicidio, suponiendo que vaya a haberlo.

Cuelgo el auricular y me devano los sesos para decidir cómo debo proceder a partir de mañana. Intento discurrir una forma discreta de abordar a Lilian Stazatu, la mujer de Stefanakos. Podría hacerle una visita, pero ella sin duda tiene acceso directo al primer ministro, o por lo menos a sus consejeros, que acabarían por enterarse de que no investigo a los miembros de la extrema derecha sino la relación entre Favieros y Stazatu.

Se demuestra que Adrianí estaba en lo cierto, porque la mujer desconocida vuelve a llamar mientras estamos cenando. Resulta ser Koralía Yanneli.

—¿Podríamos vernos mañana, señor comisario?

—Por supuesto. ¿En su despacho, le parece bien? —Quiero impedir que me proponga encontrarnos en el mío, en jefatura, ya que, de momento, está ocupado por otro.

—¿Le importaría ir a las oficinas de Erige? Al señor Zamanis le gustaría estar presente.

Nos citamos para las diez, aunque esta llamada telefónica me preocupa. Quizá resulte totalmente inocua, pero es posible que abra nuevas heridas.