23

Kula está sola en casa. Sentada delante del ordenador, se dedica a actualizar sus archivos. Adrianí ha salido.

—Ha ido a comprar camisetas para su hija —explica Kula—. Para que pueda cambiarse a menudo, con este calor.

Nunca he entendido su manía de comprar cosas para Katerina y enviárselas con los coches de línea, cuando ella podría conseguirlas directamente en Salónica por el mismo precio o incluso más baratas.

—Antes de salir, me encargó que le comunicara que ha llamado un tal Sotirópulos. Quiere que lo telefonee.

Kula me observa con curiosidad. Conoce a Sotirópulos, conoce mi aversión particular por los periodistas, y le extraña que este en concreto me llame a casa. Dudo si contarle la verdad o inventar una excusa, y al final opto por ser sincero.

—Tengo razón cuando le digo al señor director que usted es más flexible de lo que parece —comenta Kula con una sonrisa.

—Y él insiste en que soy un bruto —añado, porque ya me conozco la historia.

—Más o menos.

—En todo caso, mi relación con Sotirópulos quedará entre nosotros.

—Como quiera, aunque pierde una oportunidad única de ganar puntos ante el señor director.

Debí ocuparme de ello hace tiempo. Ahora ya he perdido el tren. La informo del deseo del gobierno de que investiguemos discretamente los dos suicidios pero sin mencionar el nombre de Petrulakis y sin revelar su intención de achacar las muertes a Filipo el Macedonio. Concluyo con el relato de mi encuentro con Kariofilis, el notario, y dejo totalmente al margen a Zisis.

En cuanto termino de informar a Kula, llamo al móvil de Sotirópulos.

—Tenemos que hablar —dice al reconocer mi voz—. ¿Dónde podemos encontrarnos?

—He de ver a alguien en Polídroso; después de eso estoy libre.

—Bien. Yo termino en un par de horas. Nos encontraremos en el Flocafé de Kifisiás. El que llegue primero, que espere.

El tiempo ha cambiado. El cielo está cubierto de nubarrones y el bochorno es insoportable. Enfilo por segunda vez la avenida Reina Sofía y, cuando salgo a la avenida Kifisiás, parece que haya anochecido.

Irini Leventóyanni vive en el número tres de la calle Koraís, en Polídroso. A la altura de Várnalis, pregunto en el quiosco de la esquina por dónde cae Koraís. El quiosquero me indica que tuerza por la calle Kanaris y luego, en la segunda, a la izquierda.

—¿Cómo crees que debemos abordar a la señora Leventóyanni, que vendió el piso de la calle Larimnis al griego póntico? —pregunto a Kula.

—Como abordamos al notario. Él y el agente inmobiliario cobraron la diferencia en dinero negro, el póntico los denunció, y lo estamos investigando.

—¿Se lo creerá?

—¿Por qué no iba a creérselo? A los griegos les asusta más el fisco que la policía. Salvo que Kariofilis le haya avisado.

—Lo dudo mucho, considerando que seguramente la engañaron y se quedaron con su dinero. Si le ha avisado, ella también está en el ajo.

La dirección que buscamos es un bloque de cuatro pisos de construcción reciente, con parterres y farolas en la entrada. Echamos una ojeada a los timbres y vemos que la señora Leventóyanni vive en el tercero.

Nos recibe una mujer de cuarenta y cinco años, rolliza y de cara redonda, que luce en su atuendo todos los colores del campo. Sonríe jovialmente pero, en cuanto nos presentamos, su sonrisa se marchita y se troca en una expresión de intensa preocupación.

—¿Es por Sifis? —balbuce.

—¿Quién es Sifis? —pregunto.

—Mi hijo. ¿Ha tenido un accidente de moto?

—No, no, tranquilícese —interviene Kula con una risita—. A su hijo no le pasa nada, hemos venido por otro asunto.

Leventóyanni exhala un suspiro de alivio y se santigua. Después se hace a un lado para franquearnos el paso. Si ella viste como campesina, su casa es un invernadero; las plantas ocupan todo el espacio desde el vestíbulo hasta la terraza, como una jungla doméstica. Me pregunto de qué sirve una terraza en la que no hay sitio ni para sentarse.

—Es la única manera de librarnos del sol, que nos abrasa desde las once hasta las cinco de la tarde —me aclara Leventóyanni, que adivina mi extrañeza—. ¿Un café?

Kula contesta que no, yo pido un vaso de agua. Me sorprende que aún no haya preguntado qué buscan dos polis en su casa. Sin embargo, después de traer el agua fría, se sienta y nos mira con una sonrisa inquisitiva.

—Señora Leventóyanni, ¿usted ha vendido un piso en la calle Larimnis?

—Sí —responde sin titubear—. Verá, mi marido hace años que juega a las quinielas. En una ocasión, tuvo trece aciertos. Entonces vendimos el piso de la calle Larimnis y con el dinero de las quinielas compramos este.

—¿Por cuánto vendieron el piso?

De nuevo la noto inquieta, como cuando llegamos.

—Perdón, pero ¿por qué quiere saberlo? —inquiere, esforzándose por mantener la calma—. ¿Hay algún problema?

Al ver que Leventóyanni se debate entre la sorpresa y el pánico, Kula se sienta a su lado para tranquilizarla.

—Nada relacionado con usted, señora, ni con el piso que han vendido ni con el que han comprado. Estamos investigando a otras personas. Usted no tiene nada que temer. Ni siquiera está obligada a responder, si no quiere.

Me dispongo a pararle los pies, porque aunque es bueno tranquilizar a los ciudadanos que interrogamos, tampoco hay que tirar piedras sobre nuestro tejado, cuando Leventóyanni responde simplemente:

—Lo vendimos por ocho millones y medio de dracmas. Veinticinco mil euros redondos. Veinticuatro mil novecientos y pico, para ser exactos.

—¿Está segura de que no fueron cuarenta y cinco mil? —suelto a bocajarro.

—¿Cómo se le ocurre? —exclama, indignada.

—No me interprete mal, señora Leventóyanni, pero ¿fue usted quien cobró el dinero? —interviene Kula con mucha dulzura—. ¿No lo habrá cobrado su marido? A lo mejor retiró los veinticinco mil necesarios para la compra de este piso y depositó el resto en el banco…

Leventóyanni posa en ella la vista con gravedad y suspira profundamente:

—Yo hice la transacción y cobré el dinero. Tanto el piso de la calle Larimnis como este están a mi nombre. Todo lo administro yo, porque, si lo dejara en manos de mi marido, se lo jugaría a las quinielas, a la loto o al casino.

—Vamos —ríe Kula—. No olvide que las quinielas les permitieron comprar este piso.

—¿Crees, bonita, que un piso de tres habitaciones compensa todo lo que ha perdido mi marido jugando a las cartas y las apuestas? —De repente, se acuerda de la pregunta crucial—: No me has contestado. ¿Por qué me has hecho esta pregunta?

Ya que la conversación entre ellas se desarrolla con fluidez, dejo que Kula continúe con el interrogatorio. Le refiere la historia del griego póntico, Kariofilis y la agencia inmobiliaria de Iliakos. Leventóyanni la escucha tranquilamente pero, de pronto, se pone en pie de un salto.

—Ah, los cabrones… —murmura—. Ah, los estafadores…

—¿Qué ocurre? —Kula le toma la mano para serenarla—. Cuéntenoslo, tómese su tiempo.

—Acabo de recordar algo a lo que no di importancia en su momento. Cuando fuimos al despacho del notario para firmar los contratos, él preguntó al hombre de la inmobiliaria: «¿Qué suma consigno?». El otro lo miró de reojo y dijo: «¿Por qué lo preguntas? Ya lo sabes». No se habló más del tema y firmamos el contrato. Al parecer, el notario quería saber si anotar el importe real o la suma que iba a cobrar yo.

—¿El hombre de la inmobiliaria tenía unos treinta y cinco años y la cabeza afeitada?

—Así es.

Si nos quedaba alguna duda de la implicación de Kariofilis en el asunto, la declaración de Leventóyanni la ha disipado. Ya sabemos lo que nos interesa y estoy a punto de levantarme cuando Kula se dirige de nuevo a Leventóyanni:

—Permítame que le pregunte algo más, porque tengo mucha curiosidad: ¿el griego póntico no sospechó nada de todo eso?

—¿Qué iba a sospechar, pobre hombre? Sujetaba una bolsa de plástico en una mano, la mano de su mujer en la otra, y sonreía feliz. Parecían dos enamorados comprándose su primer piso para casarse.

—¿Cobró el dinero en efectivo?

—No. El notario tenía un cheque preparado y me lo entregó. «Ellos pagan en efectivo, no quiero liarla», me aseguró. ¿Entiendes lo que hizo? Cobró cuarenta y cinco mil euros en efectivo del griego póntico y a mí me dio un cheque de veinticuatro mil novecientos y pico… El resto se lo embolsaron él y el agente. —Vuelve a levantarse de golpe y empieza a gritar—: ¡Los demandaré! ¡Los llevaré a los tribunales!

Tan enfurecida está que se olvida de acompañarnos a la puerta. Unos truenos retumban a lo lejos. Por lo visto llueve en alguna parte. Mientras nos encaminamos al coche, pienso que Kula posee un talento especial para soltarle la lengua a la gente. Cuando me reincorpore al trabajo —si es que me reincorporo— le pediré que imparta un seminario a Vlasópulos y a Dermitzakis sobre cómo obtener respuestas. Ellos son de la escuela del tuteo, el imperativo y la intimidación.

—Dime, Kula —comento mientras doblamos la esquina de Koraís con Epidauro—, ¿dónde has aprendido a ganarte así la confianza de la gente? Que yo sepa, en el departamento sólo desempeñas funciones de secretaria.

—Aprendí del trato con mi padre —responde con una carcajada—. Es un hombre increíblemente egoísta y tozudo, pero cuando le sigues la corriente, es todo dulzura.

—De acuerdo, pero lo hiciste igual de bien con mi mujer. En sólo diez días os habéis convertido en amigas inseparables.

—Bueno, esto fue fácil. Compartimos el interés por la cocina.

Me corroe una duda un tanto indiscreta, pero si no la verbalizo, me ahogará.

—Hay algo que no entiendo, Kula. Si eres tan inteligente, ¿por qué te comportas de otro modo en el departamento?

Se vuelve hacia mí con una sonrisa.

—¿De qué modo?

—Cómo te lo diría… Más… ingenua.

Se echa a reír.

—Vamos, señor Jaritos. ¿Ingenua? ¡Estúpida, querrá decir!

—Exageras pero, de todos modos, ¿por qué lo haces? ¿Por culpa de Guikas?

De repente, se pone seria.

—Porque quiero casarme y tener hijos, señor Jaritos.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Tiene mucho que ver. En los ambientes en que me muevo, tanto en mi vida profesional como en la personal, los hombres rehuyen a las mujeres inteligentes. Si voy de lista por la vida, me quedaré para vestir santos. Los hombres se sienten más a gusto con la estupidez, les infunde seguridad. —Hace una pausa antes de proseguir—: Mi caso es muy distinto del de su hija. Ella estudió, está haciendo el doctorado, sale con un médico. Yo no tengo nada de todo eso.

—¿Qué sabes de mi hija? —pregunto asombrado.

—Me lo contó la señora Adrianí el otro día, mientras preparábamos el imam.

Apuesto a que también le manifestó su pena por el hecho de que Katerina no sabe cocinar.

—No te pongas tan trágica, siempre te queda Aristópulos —bromeo.

—Aristópulos quiere acostarse conmigo —responde, impasible—. Su mayor deseo es cursar una carrera empresarial. Estaría loco si se liara con una poli. Si le digo dos veces que no, no habrá una tercera. Si me acuesto dos veces con él, a la tercera desaparecerá y, para volver a verlo, tendré que arrestarlo. —Sonríe de nuevo—. Déjelo estar, he pensado en todas las posibilidades.

—¿Y pasarás el resto de tu vida haciéndote la tonta?

—¡Qué dice! —replica—. ¡Ya verá cuando me case!

Me quedo mirándola. De repente, estoy delante de Adrianí. Ahora entiendo por qué congeniaron tan deprisa.