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¿Cuánto tarda un registro en desaparecer de la Cámara de la Propiedad? Depende de los contactos de quien quiere hacerlo desaparecer. Evidentemente, Balkan Prospect cuenta con un buen enchufe. Cuando Kula llegó a la Cámara, el registro ya no existía. Se había traspapelado, no aparecía por ningún sitio, así que le recomendaron que dejara su número de teléfono o que volviera a pasar dentro de unos días.

Al final, pagó muy caro su aprendizaje culinario, porque perdió toda la tarde recabando información sobre el vendedor entre los vecinos de la calle Larimnis. Justo cuando empezaba a desesperar topó con una viejecita que pagaba las facturas del piso antes de su venta. Esta le reveló el nombre de la propietaria anterior: Irini Leventóyanni, residente en Polídroso.

Por lo demás, pasé la velada escuchando encomios. No de la Virgen, sino de Stefanakos. No en la iglesia, sino en la televisión. Además de los elogios, tomé nota de un detalle interesante. Era un programa de la cadena donde trabaja Sotirópulos y no de la que transmitió los suicidios. Lo presentaba Sotirópulos en persona. Los invitados arrancaron con una ronda de alabanzas. El ministro y los diputados hablaron de la talla y la ética de Stefanakos, de su gran experiencia parlamentaria y de la pérdida irreparable que su muerte significaba para el Parlamento. Los dos representantes de la izquierda se dedicaron a rememorar la lucha común en la clandestinidad, bajo la junta militar, los sucesos de la Politécnica y las torturas que Stefanakos sufrió a manos de la policía militar. Pero la verdadera atracción era el ministro de un país balcánico, que intervenía vía satélite y rezumaba miel ensalzando a Stefanakos, un político que luchaba incansablemente en la sombra y sin cejar, que trabajaba por la amistad y la cooperación entre los países balcánicos, que cooperaba en la recuperación económica de su país después de la caída de los regímenes socialistas, que si oficiaba de puente entre este país, el gobierno griego y Bruselas, que si los Balcanes enteros lloraban su pérdida.

Sotirópulos les dejó hablar sin apenas interrumpirlos y, cuando estimó que se habían desfogado, lanzó la primera piedra. ¿Eran buenos amigos Stefanakos y Favieros? Me quité el sombrero y me maldije a mí mismo. Eso es lo primero que habría debido preguntarme. Los representantes de la izquierda fueron categóricos: sin duda se conocían desde los tiempos de la lucha estudiantil, puesto que frecuentaban los mismos ambientes. Los parlamentarios se mostraron más cautos. Aunque se conocían desde la época de la dictadura, no sabían si aún cultivaban esa relación. Ambos eran personas muy ocupadas, por lo que no parecía probable que se vieran con frecuencia.

Mientras discutían si se veían mucho o poco, Sotirópulos lanzó la segunda piedra: ¿era coincidencia que ambos se suicidaran de modo similar? Y, si no lo era, ¿qué se ocultaba tras ese doble suicidio?

En momentos como ese, veo con claridad que la agresividad de Sotirópulos rinde frutos, aunque a mí me crispe los nervios. Los invitados, desconcertados, empezaron a farfullar explicaciones confusas, tratando de discurrir alguna respuesta convincente, pero Sotirópulos no aflojó la cuerda. Les preguntó si creían que realmente subyacía un escándalo tras esas muertes, como afirmaban los periódicos. Había conseguido romper la armonía y sembrar la controversia entre todos. El ministro y los de izquierdas rechazaron furiosos la alegación. El primero porque, de aceptarla, pondría al gobierno en un aprieto; los segundos porque no querían dejar en mal lugar a dos ex camaradas suyos. Los únicos que no descartaron la posibilidad de un escándalo fueron los diputados de la oposición. El ministro defendió la misma teoría que Petrulakis: que las muertes fueron obra de la extrema derecha, como sus propios miembros proclamaban. En ese momento concebí la sospecha de que esta gilipollez reflejaba la postura oficial del gobierno. Esperaba que todos rompiesen a reír pero me equivoqué, como de costumbre. Los representantes de la izquierda se aferraron a la misma posición con fanatismo. Sólo los diputados de la oposición se atrevieron a opinar que se les antojaba un poco descabellado, pero el ministro arremetió contra ellos, acusándoles de demagogia y de querer asegurarse los votos de la extrema derecha. Poco faltó para que los elogios se trocaran en maldiciones.

Mientras escuchaba todo eso me acordé de Zisis. Es un viejo militante de la izquierda, a quien conocí cuando estuvo preso y yo era un novato destinado a los calabozos de la policía. Después lo perdí de vista y me olvidé de él, hasta que un día tropecé con él en los pasillos de la jefatura. Había ido a solicitar un documento para cobrar una pensión de resistente antifascista. Le ponían las cosas difíciles, y le eché una mano. Desde entonces, hemos mantenido un contacto esporádico y estrictamente personal. Yo ni siquiera se lo había contado a Adrianí, quizá porque me avergüenza confesar que tengo tratos con un comunista. Estoy seguro de que tampoco Zisis se lo ha contado a nadie, porque le debe de avergonzar aún más reconocer que tiene tratos con la pasma. De la vergüenza compartida surgió un aprecio común, aunque nunca nos lo hayamos confesado.

Ahora son las nueve de la mañana, ya he tomado mi café y me dispongo a hacerle una visita. Quiero llegar temprano, cuando apenas haya terminado de regar las plantas y esté de buen humor. Sin embargo, cuando me dispongo a salir suena el teléfono. Descuelgo el auricular, cabreado, y resulta ser Katerina.

—Oye, papá —dice—, ¿cuándo acabará esta investigación, para que tu ayudante se vaya a su casita y recuperemos la calma?

—¿Te refieres a Kula? —pregunto, sorprendido.

—La misma. Me tiene harta.

—¿Kula? ¿De qué estás hablando?

—Mamá me llama a diario para cantarme sus alabanzas. Que si es buena ama de casa, que si ha cocinado un imam para chuparse los dedos, que si aprendió en un dos por tres a preparar dolmadakia… Me deja la moral por los suelos. —Entiendo, por fin, y suelto una carcajada—. ¿Te ríes? No te he contado más que el primer acto, que es una comedia. Ahora viene el segundo, que es una tragedia.

—¿Cuál es la tragedia?

—Que después se pone a darme consejos. Me dice que debería tomar ejemplo, pues no sólo soy una inútil sino que ni siquiera me preocupo por aprender lo más elemental, que todos sus esfuerzos han sido en vano, mientras que con Kula… Hace un par de días llegó a asegurarme que no entiende cómo me he buscado a un hombre de paladar delicado como Fanis, yo, que ni tan sólo sé freír patatas. Le contesté que Fanis tiene el paladar delicado cuando cocina ella. Por lo demás, se alimenta a base de pasteles de queso y tartas de espinacas, como yo. Por eso hacemos buena pareja.

Ya entiendo en qué consiste la tragedia. Cuando Adrianí decide pasar al ataque y bombardearte con sus quejas, acabas derrotado, como los serbios en Kosovo.

—Le daré un toque a Kula para que pase menos tiempo con tu madre.

—¡Por Dios, no lo hagas! ¡Era una broma! —exclama Katerina, alarmada—. Déjalas; mamá ha encontrado a una hija sustituta y está encantada de tener a alguien de quien ocuparse. —A continuación, me pregunta sobre el suicidio de Stefanakos.

—Un lío —le contesto—. Los peces gordos empiezan a preocuparse y me temo que habrá problemas. Lo mismo opina Guikas.

—¿Tú y Guikas estáis de acuerdo? —se sorprende.

—Pues sí.

—Para que tú estés de acuerdo con él, la cosa tiene que ser realmente grave —sentencia y cuelga el teléfono con una risita.

Los asientos del Mirafiori están pegajosos por culpa de la humedad. Cuando llego a la avenida Reina Sofía, decido ir por arriba para buscar un poco de fresco. Mientras subo por la calle de las Musas hacia el parque de Ática, el calor resulta soportable. A media calle Protopapadaki, sin embargo, empiezo a sentir que el asiento arde debajo de mi cuerpo y, al llegar a la avenida de Galatsi, me embarga la sensación de haberme metido en una bañera con la ropa puesta.

Zisis vive en la calle de Ekavi, en Nea Filadelfia. Es una callejuela estrecha, pavimentada por los refugiados en 1922, y no ha cambiado desde entonces. A tres manzanas de la avenida Dekelías, con sus bancos, sus tiendas de informática y sus distribuidores de telefonía móvil, de pronto entras en un mundo detenido en los años veinte. Las casas son pequeñas y cuentan con jardines llenos de geranios, begonias, claveles y jazmines plantados en barriles y bidones. Una escalera exterior conduce a la vivienda, en el primer piso. Este debía de ser el hogar paterno de Zisis, que se mudó aquí cuando se retiró y empezó a cobrar la pensión de resistente. Es un mito en Nea Filadelfia, incluso para los polis que iban a arrestarlo. Con el tiempo, acabó por recluirse en su casa. Sus conocidos habían muerto y los más jóvenes nada sabían de ese viejo extraño, que solía salir a comprar un cuarto de queso feta, cien gramos de olivas, dos zanahorias y un paquete de judías o de lentejas, los únicos platos de su menú, excepto en el día de Pascua, cuando preparaba cabrito al horno con patatas. Aparte de la comida, sus necesidades se reducen al tabaco y el café.

Me lo encuentro regando las plantas en pantalón corto, camiseta y sandalias. Me ha visto llegar pero finge indiferencia. Es su actitud habitual, con la que pretende poner de manifiesto que mi presencia le fastidia. Riega la tierra del patio, cierra el agua, recoge la manguera y sólo entonces se digna mirarme.

—¿Quieres un café?

—Con mucha azúcar, lo tomaré encantado.

No intento mostrarme cortés; la idea me entusiasma de verdad. Zisis es el último habitante de Atenas que sigue preparando café en las ascuas, hundiendo el cazo en las cenizas.

Subo la escalera exterior detrás de él. Dos cosas te impresionan cuando entras en la casa de Zisis. Una de ellas es visible, la otra no. La visible es la enorme biblioteca que recubre todas las paredes de la habitación. La invisible es la extensa base de datos que ha recopilado sobre los personajes públicos del país. En ocasiones ha accedido a facilitarme información pero jamás me ha mostrado sus archivos. A mi pregunta de por qué reunía tanta información, respondió una vez que seguramente lo hacía por reciprocidad. Toda la vida había sido fichado por las autoridades, ahora él también fichaba a las personalidades del Estado y con este espionaje mutuo alcanzaba cierto equilibrio.

Zisis entra en la habitación con una vieja bandeja metálica de café de barrio y deposita encima de la mesa la taza de café y un platillo con bizcochos.

—¿Ahora compras bizcochos? —pregunto, sorprendido.

—Me los regaló la señora Andromaji, mi vecina. Cada vez que prepara bizcochos me manda un paquetito, la buena mujer.

Tomamos café sin hablar. Él, porque siempre espera que yo inicie la conversación, y yo porque quiero disfrutar en paz de mi café. La puerta está abierta pero las ventanas no, y hace mucho calor dentro de casa. Saco mi pañuelo y me enjugo el sudor del cogote.

—Este bochorno me mata.

—Ojalá hiciera más.

Lo miro como si fuera un esquimal.

—¿Estás loco? La gente se desmaya por la calle.

—Me acostumbré a la humedad de vuestros calabozos y ahora nunca tengo suficiente.

Debí suponerlo. Cada vez que se descuelga con alguna frase aparentemente absurda, es para lanzar una indirecta contra la policía.

Como siempre, finjo no haberlo oído para no irritarlo aún más.

—Necesito tus luces.

—¿Para aclarar tus dudas sobre Favieros o sobre Stefanakos?

—Empecemos por Favieros y sigamos con el otro.

—Uno de los líderes del movimiento estudiantil, siempre al frente de las movilizaciones y las sentadas, presente en los sucesos de la Politécnica. Fue detenido por la pasma, la policía militar, que lo torturó, como a tantos otros.

—¿Por qué crees que terminó metido en tantos chanchullos?

—Porque se convirtió en empresario. Él iba a donde lo llevaban sus empresas.

—¿Y sus empresas lo obligaban a dárselas de protector de los trabajadores extranjeros mientras, bajo mano, les vendía cuchitriles a precios inflados?

A veces, Zisis estalla cuando menos te lo esperas. Como ahora.

—Durante años os las visteis y las deseasteis para arrancarnos una confesión —grita—. Calabozos, exilios, torturas, todo para obligarnos a estampar una firma. Ahora hacemos nuestras confesiones voluntariamente, sin presiones, entregados a las empresas, la bolsa, los beneficios. Ni en sueños os habíais imaginado un éxito tan grande. ¡Habéis ganado! ¿Qué más quieres?

—Yo no quiero nada. Eran ellos los que se proclamaban luchadores en defensa de los oprimidos.

—¡Despierta, no existen oprimidos con derecho a voto! —brama—. Los auténticos oprimidos vienen de fuera y, por lo tanto, no cuentan para nada. ¡Los únicos oprimidos con derecho a voto son los fumadores! Si el partido tuviera dos dedos de frente, organizaría una manifestación a favor de los fumadores con la consigna: «Arriba, parias de la tierra». ¡Sería un exitazo!

Cuando se le cruzan los cables, resulta imposible dialogar con él. Se sale de sus casillas a cada momento y con cualquier pretexto. Decido no hablar más de Favieros y pasar a Stefanakos, con la esperanza de que se calme un poco.

—¿Y Stefanakos?

Sus ojos relampaguean.

—No te canses. No encontrarás nada en su contra, ni siquiera en los últimos tiempos —asevera—. Él no se rindió. Luchó hasta el final.

—De acuerdo, Lambros —digo en tono conciliador—. Los dos eran irreprochables. Pero ¿puedes explicarme por qué se suicidaron?

—¿No te llama la atención la manera en que se quitaron la vida?

—Mucho, aunque no logro entender por qué lo hicieron en público.

Se queda pensativo, como si deseara decirme algo pero no estuviese seguro.

—Si te cuento lo que pienso, no me taches de loco —me advierte.

—Adelante. Ya sé que no estás loco.

—Creo que no podían más. Habían llegado a un punto de desesperación. Favieros, a pesar de sus empresas, y Stefanakos, a pesar de sus luchas. Por eso se suicidaron en público, para conmocionar a la gente. —Nota que lo miro con incredulidad y sacude la cabeza—. No me crees, eres un poli y no lo entiendes. Dinero, renombre, poder… Llega un momento en que te ahogas en el lodo y necesitas hacer algo.

Recuerdo las últimas palabras de Stefanakos: «Espero que nuestra muerte no sea en vano» o algo así. Quizá la explicación de Zisis no carezca de fundamento, aunque me temo que las cosas son más complicadas. Decido no discutir. Prefiero dejarlo en su error inofensivo.

—También podrías venir alguna vez que no me necesitaras —me reprocha cuando me dispongo a bajar la escalera.

Otro en mi lugar se ofendería. Pero yo, que he llegado a conocerlo bien, sé que es su manera de expresar que le gusta tomar café conmigo.