Descubro un hueco donde aparcar en la esquina del Instituto Francés con la calle Octavio Merlier y me santiguo. El número 21 es una casa de dos plantas restaurada, de la época en que Neápolis era un barrio pequeñoburgués, acomplejado por la cercanía de Kolonaki, cuyo límite se halla unas manzanas más abajo. Ahora la calle Dafnomilis y su paralela, Doxapatrí, albergan a artistas, profesores universitarios, miembros del gobierno, toda la gente que no encuentra o no puede permitirse un piso en el cinturón del Licabeto pero quiere presumir de vivir en el Licabeto. Algo parecido a lo que ocurre en la zona cada vez más amplia que se extiende detrás del hotel Hilton.
La puerta es de madera pintada de morado, con un pomo y un buzón dorados, adornos que evidencian la época en que fue construida la casa, a mediados del siglo pasado. Llamo al timbre y, en lugar de la criada de donde Cristo perdió la alpargata, me abre una tailandesa. En vez de saludarme y preguntarme por mi nombre, me da la espalda para guiarme. Se detiene junto a una puerta y me deja pasar, con la actitud del botones que te abre la puerta de tu suite de lujo.
El salón ocupa dos habitaciones contiguas, separadas por una cristalera blanca, que está abierta. Los muebles no datan de la misma época que la casa, aunque tampoco son modernos, sino estilo Luis XV, como dice Adrianí, de aquellos que ves de pequeño en las casas de algunos familiares y sueñas con tener en la tuya algún día, aunque no hayan sido torneados a mano sino a máquina. Delante del sofá, en la mesilla, hay un periódico. Lo recojo para echar un vistazo, pero me interrumpe una voz apresurada y apremiante a mis espaldas.
—Siéntese y hablemos, señor comisario, porque tengo que irme.
Me vuelvo y veo a un cuarentón alto y delgado, con canas en las sienes, vestido impecablemente; una réplica exacta de los tipos que tanto admira Adrianí en la serie Resplandor. Me siento, tal como me ha pedido.
—¿El comisario Jaritos, si no me equivoco? —pregunta, como intentando identificarme.
—Sí, señor. Jefe del Departamento de Homicidios, de baja por convalecencia.
—Ah, sí. El señor Guikas me encareció mucho su sacrificio. —Hace una pequeña pausa, señal de que ha terminado con los cumplidos y se dispone a entrar en materia—. El señor Guikas me aseguró también que es usted un agente de confianza y puedo hablarle con franqueza. —Calla y me escruta con la mirada. ¿Qué espera, que se lo confirme? Al comprender que no pienso hacerlo, prosigue—: Este asunto de los suicidios es extremadamente desagradable, comisario. Se trata de personalidades muy conocidas del mundo político y empresarial. Por más que nos conmovió el suicidio de Iásonas Favieros, creímos que tenía razones personales para ello. El suicidio de Lukás Stefanakos, sin embargo, ha echado por tierra esta teoría. Stefanakos se quitó la vida de la misma manera que Favieros. Lógicamente, hay algo que relaciona ambas muertes. El gobierno se ha topado con un problema que ni esperaba ni se ve capaz de controlar.
—La prensa habla de un escándalo.
—No existe tal escándalo, créame. Aunque esto no supone un gran consuelo. Si existiera, estallaría, soportaríamos una temporada de tensión y se acabó. Pero un escándalo inexistente es como una herida abierta, que puede supurar durante semanas, incluso meses.
—Le comprendo, señor Petrulakis —asevero en un tono que intenta subrayar mi comprensión—. Dígame cómo puedo ayudarle.
—Quisiéramos que investigara con mucha discreción los motivos que pudieron impulsar al suicidio a Favieros y Stefanakos.
—Es posible que esto lleve mucho tiempo, y no hay garantía de que saquemos algo en claro. —Me planteo si debo continuar y me decido a favor. A fin de cuentas, más vale que sepan qué les espera, como me dijo Guikas ayer—. Tampoco sabemos qué podría salir a la luz en el proceso.
Me observa, más curioso que preocupado.
—¿Qué cree que podría salir a la luz?
Empiezo a relatarle la historia de las agencias inmobiliarias de Favieros y los trabajadores extranjeros que le compraban pisos. Me escucha con nerviosismo, consultando repetidamente su reloj para recordarme su reunión urgente. Cuando llego a lo que me contó Karanikas, se le agota la paciencia y me interrumpe.
—No creo que Favieros se suicidara por motivos profesionales, comisario. Debería reorientar sus investigaciones.
—¿Hacia dónde, señor Petrulakis? Si hubiese tenido problemas personales, su familia y sus colaboradores lo sabrían. Y no saben nada. Aun admitiendo un móvil personal, me parecería una casualidad demasiado grande que Stefanakos se matara por la misma causa.
—No estoy hablando de problemas personales, comisario. Me refiero a esos, de la extrema derecha, que alegan haberlos empujado a quitarse la vida.
Me pregunto si realmente me encuentro delante del gran consejero del primer ministro. Hasta la sospecha de Adrianí y Karanikas de que la cadena de televisión los chantajeaba tiene más sentido.
—No sé qué decirle… —respondo con la máxima delicadeza—. Si se tratara de asesinatos, lo entendería. Aunque no los hubieran cometido los propios extremistas, la investigación arrojaría algo de luz sobre el asunto. Pero los suicidios… Me parece muy poco probable.
—Ellos mismos lo han proclamado.
—Cuando los detengamos, lo negarán todo y no dispondremos de pruebas para procesarlos.
—¿Y los dos kurdos que ejecutaron?
—Podremos detenerlos por el asesinato de los kurdos pero no encontraremos indicios que los relacionen con los suicidios.
Se inclina y recoge el periódico de la mesilla. Lo abre y me señala un párrafo.
—Léalo y comprenderá.
Es el artículo editorial. Leo el pasaje que me ha indicado: «Todos esos rumores acerca de la coacción ejercida por el canal que transmitió los suicidios en directo son infantiles y carecen de fundamento —afirma el periodista—. Incluso en el caso hipotético de que determinadas informaciones obraran en poder de la cadena, es éticamente inadmisible sostener que se sirvió de ellas para inducir al suicidio a un conocido empresario y un diputado, al margen de las escasas probabilidades de éxito».
—Ya ve adónde nos conducen esos rumores contradictorios, comisario. Como si no tuviéramos bastante con el supuesto escándalo, pronto habremos de enfrentarnos a las habladurías sobre la extorsión por parte de una emisora de televisión. Ya están abonando el terreno.
—¿Quién va a creerlo, señor Petrulakis?
—Todo el mundo —contesta sin la menor vacilación.
No se lo discuto, porque Adrianí y Karanikas ya se lo han creído. Los dos cadáveres se han convertido en lodo que unos arrojan sobre otros: la oposición acusa al gobierno de encubrir un escándalo; la prensa escrita acusa a la televisión de chantaje.
—Tiene razón, pero ¿qué pintan los nacionalistas en todo esto?
Se planta a mi lado y me mira a los ojos desde lo alto.
—Los policías de su generación tienden a subestimar a la extrema derecha, señor comisario. No se lo reprocho; sé que eso forma parte de su educación. Pero yo, que me he enfrentado a ellos desde que iba al colegio, conozco muy bien sus métodos y sé de qué son capaces. Si los detuviera mañana, la opinión pública mayoritaria lo aplaudiría y nadie pondría en duda su culpabilidad.
Por fin, me ha mostrado sus cartas y ya entiendo adónde quiere ir a parar. No le importan en absoluto las causas del suicidio de un empresario y un diputado. Lo único que quiere es que la extrema derecha pague el pato; así el caso se cerrará y él se quedará tranquilo.
Estoy a punto de señalárselo cuando me vienen a la memoria las palabras de Guikas: «Respóndele que sí a todo». Por una vez en la vida, decido seguir su consejo.
—De acuerdo, señor Petrulakis. Por supuesto, necesitaremos algunas pruebas en las que basar la acusación.
Mi respuesta lo satisface y sonríe complacido.
—Estoy seguro de que las encontrará. Confío en sus capacidades. —Me tiende la mano para indicar que la entrevista ha concluido—: Manténgase en contacto —añade al estrechármela—. Pero llámeme siempre al móvil. Nunca al fijo.
Me da igual llamarlo a un número o a otro. Lo que me preocupa es otra cosa: no sé qué voy a decirle la próxima vez que lo telefonee. Cuando salgo del salón, la tailandesa me escolta hasta la puerta como si fuera mi guardia de honor.
Mientras bajo por Octavio Merlier para torcer por la calle Hipócrates y salir a Solónos, caigo en la cuenta de que es la primera ocasión en que me siento apoyado por Guikas. No sé si esto se debe a una simpatía que descubro con retraso o si Yanutsos le crispa los nervios más que yo. Lo segundo se me antoja más probable. Soy el menor de dos males. Claro que quizá me brinda su apoyo porque me ha encargado una investigación extraoficial, cuando, encima, estoy de baja médica. Si algo sale mal, tendré que negar haber recibido órdenes suyas y exonerarlo de toda responsabilidad. Ahora que lo pienso, se me ocurre una explicación más plausible. No se trata de simpatías y antipatías, ni de su animadversión hacia Yanutsos. Guikas me ofrece su ayuda porque no le acarrea riesgo alguno y, paralelamente, le permite deshacerse de Yanutsos. No sé si la idea me enfurece, porque deja al descubierto el carácter interesado de Guikas, o me alivia, porque vuelve a colocarlo en su sitio y no me obliga a replantearme el equilibrio de poderes.
Encuentro una plaza en el aparcamiento de la esquina de Solónos con Mavromijali y dejo allí el Mirafiori. El número 128 de la calle Solónos corresponde a un edificio antiguo, situado a la altura de la calle Emanuíl Benakis, una especie de combinación entre bloque de pisos y mansión, al estilo arquitectónico característico de los cincuenta. El despacho de Kariofilis está en la quinta planta. El ascensor me lleva a un rellano mal iluminado con suelo de mosaico, de aquellos que siempre parecen sucios, por mucho que los friegues.
La propia oficina de Kariofilis, sin embargo, contrarresta la primera impresión. Atravieso un vestíbulo enmoquetado y entro en un despacho espacioso y bien iluminado, con dos secretarias sentadas delante de sus respectivos ordenadores. Una puerta revestida de escay y tachonada de remaches dorados las separa. A juzgar por su aspecto, esta debe de ser la puerta que conduce al despacho de Kariofilis.
Una de las secretarias alza la vista hacia mí, mientras la otra continúa tecleando. Adopto mi expresión oficial y farfullo secamente:
—Comisario Jaritos. Quiero hablar con el señor Kariofilis. Es urgente.
Mi tono mueve a la otra secretaria a apartar también la mirada del ordenador.
—Por favor, tome asiento —dice la primera y sale por la puerta tapizada. Reaparece al poco para hacerme pasar.
El despacho de Kariofilis está decorado de forma semejante al de sus secretarias, aunque con objetos de mayor calidad. La moqueta es más gruesa, el escritorio más grande y el respaldo de su silla más alto. Las secretarias trabajan con un ventilador, mientras que él disfruta de aire acondicionado. Kariofilis, un hombre de mi edad, más o menos, bien trajeado y de cabello blanco luce un fino bigote que me recuerda al de los cantantes populares de los años sesenta. En cuanto repara en mí se levanta y me da la mano.
—Buenos días, señor comisario. ¿En qué puedo ayudarle?
Sin esperar que me lo indique, me siento en el sillón delante de su escritorio y lo contemplo pensativo, con gesto de poli rudo.
—La cuestión es en qué puede ayudarme usted a mí y en qué puedo ayudarle yo a usted —replico.
Mis palabras lo sorprenden y me mira inquieto.
—No le comprendo.
Lo invito a sentarse, como si se hubieran invertido los papeles y estuviéramos en mi despacho, en lugar de en el suyo.
—Escuche, señor Kariofilis. De momento, lo que voy a decirle es extraoficial. —Recalco la expresión «de momento». Él enlaza las manos sobre el escritorio y escucha con atención—. Recibimos la denuncia de un griego póntico que compró un piso en la calle Larimnis, en las inmediaciones de la avenida de Constantinopla. La compraventa se realizó por mediación de un tal Georgios Iliakos, agente inmobiliario.
No le pregunto si conoce la agencia en cuestión, y él tampoco me lo confirma, aunque su semblante lo delata.
—El griego póntico afirma haber pagado cuarenta y cinco mil euros. Firmó los documentos que le presentaron, aunque no entiende el griego. Hace un par de días, un colega le hizo una visita y él le enseñó el contrato. Y el colega le hizo notar entonces que el contrato no establecía un importe de cuarenta y cinco mil euros, sino de veinticinco mil.
—Mire…
—Déjeme terminar primero —lo corto—. Por suerte, nuestro hombre es un griego póntico salido de la Unión Soviética. Ellos no saben de abogados, denuncias y juicios… Da igual que los atropelle un coche, que les rompan un cristal o que los engañen en el precio de un piso: ellos siempre acuden a la policía. Esto nos permite impedir que la denuncia adquiera carácter oficial, por ahora. Y de la misma manera no oficial le pregunto, señor Kariofilis: ¿cabe la posibilidad de que en el contrato conste un importe distinto al que cobró el vendedor?
Advierto que su expresión se altera y que sus ojos recorren el despacho con recelo, como los de un conspirador.
—No sólo cabe esta posibilidad sino que se trata de algo muy habitual —responde—. Aunque no puedo hablar de ello.
—¿Por qué?
—Porque constituye delito.
—¿Qué delito?
Titubea antes de mascullar entre dientes:
—De evasión de impuestos.
—No me envía el fisco, señor Kariofilis. Soy policía. Su relación con Hacienda no me incumbe.
—Es práctica común declarar un importe menor para pagar menos impuestos.
—¿Es lo que ocurrió en este caso?
—Supongo que sí.
—¿Y si el vendedor cobró realmente sólo veinticinco mil euros?
—¿Qué quiere decir?
—Si el vendedor no se embolsó la diferencia…
—¿Y quién se la embolsó entonces? ¿El agente inmobiliario?
Dejo la pregunta en el aire y cambio de táctica.
—Señor Kariofilis, quisiera ser franco con usted. Personalmente, me es indiferente. Si mañana tuviera que llamarlo a declarar a comisaría, lo haría sin vacilación. Y tampoco me lo pensaría dos veces antes de arrestarlo. Pero la agencia de Georgios Iliakos es otra cosa. Según nos han informado, su propietario era Iásonas Favieros.
—¿Quién? ¿El empresario que se suicidó? —pregunta con cara de inocente—. ¿Qué tiene que ver él con la inmobiliaria?
Le miro con conmiseración.
—Vamos. Tanto la agencia Georgios Iliakos como un montón de inmobiliarias más pertenecen a Balkan Prospect, una de las empresas de Iásonas Favieros. La tragedia que afligió a su familia y la incertidumbre que reina en estos momentos en torno al futuro de sus empresas nos obliga a proceder con mucho cuidado. Y usted se beneficia de ello.
—¿Por qué yo?
—Porque usted redactó los contratos —afirmo con rotundidad, como si lo hubiese confirmado de cuarenta maneras distintas. Él no se atreve a desmentirlo—. Hay tres posibilidades, señor Kariofilis. Primero, que el griego póntico esté mintiendo. En tal caso, le mandaremos a su casa con un tirón de orejas. Segundo, que algún empleado de las agencias haya montado el tinglado para timar a los compradores, a los vendedores y a sus propios jefes. Tercero, que exista una red organizada de agentes y notarios que se enriquecen ilegalmente de este modo.
—La primera posibilidad es la única razonable, señor comisario. —Como le lancé en primer lugar la tabla de salvación, se aferra a ella.
—Eso significa que el griego póntico pagó cuarenta y cinco mil euros, el vendedor cobró esta misma suma menos la comisión de la agencia, y en el contrato figuran veinticinco mil euros por razones fiscales. Y ahora el griego póntico se ha avispado e intenta recuperar veinte mil haciéndoles chantaje.
—Exacto, señor comisario. Esa gente es subdesarrollada, desconfiada, como los animales. Reúnen todo el dinero en efectivo, lo ponen sobre la mesa y lo único que les interesa es la llave del piso —prosigue Kariofilis—. Una vez instalados y seguros de su propiedad, se les despierta la avaricia y empiezan a discurrir el modo de recobrar parte de lo que pagaron.
En el fondo estoy de acuerdo con él. Si dejan que les estafen tanto dinero delante mismo de sus narices, no pueden ser otra cosa que animales.
—Es muy posible que tenga razón. Pero ¿qué pasará si el póntico no es más que la punta del iceberg y empiezan a acumularse denuncias como la suya? Entonces se descubrirá el chanchullo, Balkan Prospect caerá, culpable o no, y usted caerá con ella.
—¿Por qué yo?
—Porque usted se encarga de todos los contratos de Balkan Prospect. Lo sabemos desde dentro.
Lo tengo arrinconado, y no le queda otra solución que levantarse de un salto y prorrumpir en gritos.
—¡No es más que una patraña! ¡Se acusa a los directivos de una empresa, a una notaría que existe desde 1930, cuando la fundó mi padre, y todo porque un griego póntico deshonesto y miserable intenta extorsionarnos para recuperar su dinero!
—Aún no se acusa a nadie —repongo con calma—. Ya se lo he dicho, la investigación es extraoficial y nuestro deseo es concluirla sin demasiado ruido. Hay una forma sencilla de conseguirlo. Facilíteme los datos del vendedor. En cuanto confirmemos que cobró cuarenta y cinco mil euros, el caso quedará cerrado.
Su expresión se vuelve cada vez más tensa y hostil.
—Desafortunadamente no puedo.
—¿Porqué?
—Porque, si lo hiciera, descubriría un delito en el que están involucrados tanto el vendedor como el agente inmobiliario.
—Le repito que no soy de Hacienda.
—De acuerdo, puede convencerme a mí con ese argumento. Pero no convencerá a los otros dos.
—Podría conseguir los nombres en la Cámara de la Propiedad.
Vacila por un instante y luego afirma, resuelto:
—Esto es distinto y no tiene que ver conmigo. No me importa dónde encuentre los datos, mientras no sea yo quien se los proporcione. —Su negativa confirma mis sospechas, pero no abro la boca—. Antes, cuando ocurrían estas cosas, la policía repartía unas cuantas hostias a esos desgraciados y les advertía que les pasarían cosas mucho peores si insistían —se lamenta mientras me tiende la mano.
Son cosas que conoce bien, porque dirige un despacho con historia. No hago comentarios, y dejo que interprete mi silencio como le venga en gana.
Me paro en la primera cabina que acepta tarjetas y llamo a casa. Le pido a Adrianí que me pase a Kula.
—Vete inmediatamente a la Cámara de la Propiedad y busca la escritura del griego póntico —le indico en cuanto se pone al teléfono—. Quiero los datos del vendedor. Se trata de un asunto urgente que no admite aplazamientos por clases de cocina.
Guarda silencio por un instante y luego contesta:
—Enseguida.
Aprecio mucho a Kula, pero si la dejo a merced de Adrianí, no habrá quien las aguante.