20

Llego a casa a las cuatro de la tarde, empapado como un pollo hervido. Adrianí está sentada frente a Kula en la sala de estar, con el ventilador entre ambas. Farfullo con esfuerzo un saludo y me dirijo al baño para refrescarme. Me quito la camisa, abro el grifo y pongo la cabeza bajo el chorro. Dejo que el agua corra mucho rato, hasta que se enfría un poco. Me seco, me cambio la camisa y el pantalón y me siento un poco mejor.

Adrianí y Kula se han trasladado a la cocina. La mesa está puesta y me espera, pero el calor, el embotellamiento y la Villa Olímpica me han reducido al lamentable estado de un corredor de maratón que entra en el estadio después de correr cuarenta y dos kilómetros sin fuerzas ya ni para abrir la boca.

—Siéntate a comer —dice Adrianí.

—Ya cenaré. Soy incapaz de probar bocado.

—Siéntate, porque te perderás la sorpresa y te arrepentirás.

Intercambia una mirada juguetona con Kula. Ya empiezan las conspiraciones, pienso. A pesar de ello, decido hacerle este favor para no estropear el buen ambiente que impera en casa. Adrianí me coloca delante un plato de berenjenas imam. Es una sorpresa agradable, porque las berenjenas imam son mis segundas preferidas después de los tomates rellenos. En el fondo, detesto la carne. La única carne que como a gusto es la de los suvlakis.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

Me llevo un trozo a la boca.

—Muy sabrosas, te felicito.

—A mí no. ¡Las ha preparado Kula! —me corrige, pletórica de satisfacción.

—Con la ayuda de la señora Adrianí —precisa Kula, que se ha puesto colorada.

—Yo sólo le indiqué cuánto aceite tenía que poner. El resto lo hizo sola.

Calculo lo que me costará ajustar el presupuesto familiar para que ahora incluya las clases de cocina a Kula, con los ingredientes gratuitos.

—Te felicito, Kula, está muy sabroso. ¡Mi enhorabuena! —Tras recibir mi visto bueno, están listas para regresar a la sala de estar—. Aparte de cocinar ¿has podido ir a la Cámara de la Propiedad? —Se me escapa la indirecta.

Adrianí sigue su camino hacia la sala. Kula se queda en la cocina, aunque no parece que mi pregunta la haya molestado, porque sonríe relajada.

—No ha hecho falta ir a la Cámara de la Propiedad. Elias me ha proporcionado el nombre del notario.

—¿Quién es Elias?

—Aristópulos. El empleado de Erige que me explicó lo de la empresa off-shore. —Saca un trozo de papel de su bolsillo—. El notario se llama Atanasio Kariofilis y tiene su despacho en el número 128 de la calle Solónos.

—¿Qué te ha pedido a cambio de la información? —pregunto con malicia, porque me cuesta asimilar que haya preparado la comida sin dejar de cumplir con su trabajo.

Kula rompe a reír.

—Una copa, esta noche. Hemos quedado a las nueve y media. A las once y media, bajo los efectos del calor y del cansancio, me entrará sueño y me iré a dormir.

—Una muchacha hacendosa —comenta Adrianí cuando Kula ya se ha marchado, con la fiambrera de rigor—. Aprende deprisa, lo lleva en la sangre. —Hace una pequeña pausa y susurra, como para sí—: No como nuestra hija.

—¿Estás bien de la cabeza? ¿Vas a comparar a Kula con Katerina? —protesto, indignado.

—No las comparo, aunque es una espina que tengo clavada. Los libros, la educación, los doctorados, todo eso está muy bien, pero ¿no podría interesarse un poco en aprender a cocinar un par de platos?

—Seguro que ya sabe. ¿Qué crees que ha comido durante tantos años en Salónica, si no?

—Yo te diré lo que come. Espagueti hervido con ketchup, huevos y patatas fritas. ¿Has comido patatas fritas hechas por tu hija?

—No.

—Mejor para ti. Normalmente, le quedan como pelotas de tenis, porque no tiene paciencia para esperar a que se caliente el aceite antes de echarlas.

—Aún está a tiempo. Aprenderá cuando termine su doctorado.

Adrianí sacude la cabeza con incredulidad. Se toma la indiferencia de Katerina por la cocina como un fracaso personal.

Por suerte, el teléfono interrumpe esta conversación desagradable. Descuelgo el auricular y oigo la voz de Guikas.

—¿Puedes venir o estás ocupado?

—Ir ¿adónde?

—A mi despacho. —Se percata de mi sorpresa y prosigue—: Entra en el ascensor y sube directamente a la quinta. No importa si Yanutsos, tus ayudantes o cualquier otro te ven. Ya te lo explicaré.

Es la primera vez desde mi hospitalización que recorro con el Mirafiori el trayecto de la calle Arístocles a la jefatura de policía, y me embarga la emoción. La ola de calor continúa implacable. Una valla gigante en el cruce de la calle Sutsu con la avenida de Alexandra me promete que, si compro el automóvil que anuncia, me regalarán el aire acondicionado. El coche no está mal, y me lo pienso mientras espero que se ponga en verde el semáforo de Alexandra, aunque sé en mi fuero interno que estas fantasías obedecen a las altas temperaturas. En cuanto refresque un poco, olvidaré mi adulterio mental y volveré a estar contento con el Mirafiori.

Cuando uno lleva tantos años subiendo al despacho del director con la perspectiva de encontrar a Kula en la antesala, resulta muy decepcionante ver en su lugar a un hombretón uniformado. El estado de su escritorio es aún peor. Los papeles desordenados ocupan toda la superficie menos un pequeño rectángulo delante de la silla, tan pequeño como una caja de pastas. En ese espacio el hombretón tiene abierta una revista del motor que hojea mojándose el dedo con saliva.

Le doy mi nombre para cumplir con las formalidades, pero está tan embobado con el último modelo de Datsun que no me presta la menor atención.

El aire acondicionado funciona a tope en el despacho de Guikas, y un escalofrío me recorre la espalda cuando entro. Él levanta la vista de la sección de sucesos que estaba leyendo y me mira.

—Bienvenido. Siéntate. —Y señala mi asiento habitual que, en nuestro último encuentro, ocupaba Yanutsos.

—¿Me lo cuenta usted o se lo cuento yo primero?

—¿Por qué? ¿Has descubierto algo? —pregunta esperanzado y con un brillo en los ojos.

—Sí, aunque no sé si guarda relación directa con el suicidio de Favieros.

Empiezo por la muerte de Favieros, paso a la empresa off-shore y termino con las agencias inmobiliarias y el chanchullo organizado en torno a las ventas de pisos. Guikas me escucha con atención y, cuando acabo, menea la cabeza con gesto fatalista.

—Este asunto nos traerá muchos problemas, acuérdate de lo que te digo.

—¿Por qué?

—Por lo que dicen los periódicos y tú, en parte, me confirmas. Todos se huelen un escándalo latente, pero ni son capaces de identificarlo ni saben dónde se oculta. Al gobierno le ha entrado el pánico y busca una solución desesperadamente. Esta mañana me llamó el director general y me pidió que le recomendara a un agente de confianza para que lleve a cabo una investigación extraoficial de los hechos, a ver si hay suerte y encontramos algún cabo suelto.

La expectación placentera que despertó en mí la llamada de Guikas cede el paso a un sueño esperanzador. Me imagino volviendo a mi despacho, mientras Yanutsos lía los bártulos y se marcha en dirección desconocida.

Guikas toma un papel de su escritorio y me lo alarga.

—El número del móvil de Petrulakis. ¿Sabes quién es?

Supongo que mi expresión delata que el nombre no me dice nada, porque Guikas procede a dibujarme su perfil.

—Petrulakis, uno de los consejeros del primer ministro, es algo más que eso: es su mano derecha. Tienes que llamarlo para concertar una cita. El director general opina que, si la investigación se conduce al margen del departamento, la prensa no se enterará tan fácilmente. Por eso optamos por esta solución. Tú sigues de baja médica y Petrulakis no guarda relación alguna con el Ministerio del Interior. Esto ofrece ciertas garantías.

—¿Significa esto que debo continuar investigando a escondidas? —No es lo que esperaba y me siento un poco alicaído.

—Sí, aunque ahora te puedo apoyar abiertamente, y tú puedes llamarme y pedir ayuda en cualquier momento que lo necesites. Kula seguirá contigo. Si precisas otro ayudante, intentaré encontrar a alguien, aunque no resultará fácil encontrar a una persona tan de confianza.

—Kula bastará por el momento. ¿Qué me autoriza a contarle a Petrulakis de lo que he descubierto acerca de Favieros?

—Todo. Si tiene que estallar un escándalo, que mucho me temo será inevitable, más vale que empiecen a hacerse a la idea. Si luego surge alguna novedad que consideras conveniente guardar en secreto, me llamas y hablamos de ello.

—¿Debo seguir las instrucciones de Petrulakis?

—¡Vamos! ¿Qué instrucciones puede darte Petrulakis? ¿Qué sabe él de policías e investigaciones? Si quiere hacerse el listillo, le respondes que sí a todo y luego haces lo que te parece.

Como no se me ocurren más preguntas, me pongo de pie. Mientras me dirijo a la puerta, oigo la voz de Guikas:

—Dale recuerdos a Kula.

—De su parte. Le diré también que la echa de menos. Ya he visto cómo está su escritorio.

—Es una de las razones por las que quiero cerrar pronto este caso, pero esto no se lo digas.

Supongo que es el cumplido más generoso que ha hecho Guikas en su vida. Entretanto, el hombretón de la antesala ha pasado de los Datsun a los Hyundai.

En el ascensor me invade el deseo repentino de retomar mi antigua costumbre de bajar a la cafetería y tomarme un café con un cruasán. Me dispongo a pulsar el botón correspondiente pero cambio de idea y decido bajar al garaje. Si me viera alguien, tendría que inventarme alguna explicación y prefiero evitarlo.

En casa, encuentro a Adrianí sentada delante del televisor. En la pantalla acaba de desaparecer la imagen del suicidio de Stefanakos.

—Llegas tarde. Te has perdido el avance del telediario.

—¿Otro suicidio? —pregunto, atemorizado.

—No. Aquellos nacionalistas se han atribuido la responsabilidad de la muerte del diputado.

No necesito más detalles sobre el comunicado; me lo imagino palabra por palabra. Si antes declararon haber incitado a Favieros al suicidio por emplear a trabajadores extranjeros, qué no dirían de Stefanakos, que propugnaba el uso de sus lenguas en nuestras escuelas. A pesar de todo, aguardo con impaciencia el informativo. Aunque todo sea mentira y Filipo el Macedonio se esté coronando con laureles ajenos, no descarto que su intervención complique aún más el asunto y nos arrastre a una vorágine de escándalos y organizaciones terroristas.

Mientras espero, llamo al móvil de Petrulakis.

—Será mejor que nos veamos en mi casa, no en el despacho —me emplaza—. Vivo en Dafnomilis 21, en el Licabeto. Venga mañana a las nueve, y no se retrase, porque a las diez tengo una reunión.

Tal como esperaba, el comunicado nacionalista es lo primero que anuncian después del «buenas noches» de rigor. A juzgar por el estilo y el logotipo, idénticos a los de la declaración anterior, el documento parece redactado por la misma persona:

La Organización Nacional Helénica Filipo el Macedonio había lanzado una advertencia, de palabra y de hecho.

Por desgracia, aquellos que debían escuchar hicieron oídos sordos. Por eso, después de provocar la muerte de Iásonas Favieros, nos vimos obligados a inducir al suicidio a Lukás Stefanakos. Stefanakos era el más ruin de todos los enemigos de Grecia. No le bastaba con la escoria de los Balcanes que ha venido a instalarse en nuestro país; quería, además, mancillar las escuelas griegas con sus lenguas, sembrar entre nosotros el germen que acabaría destruyéndonos como nación. Él encabezaba la lista de políticos traidores dispuestos a vender nuestros intereses nacionales. Lukás Stefanakos recibió el castigo que merecía. Esperamos que, en esta ocasión, hayan aprendido también la lección los demás celotas y apologistas de la chusma balcánica. Los ajusticiamientos no cesarán hasta que los establos de Augias queden totalmente limpios y resucite la nación helena.

Cuando pienso en la cara que pondrá Petrulakis mañana, después de oír esta proclamación, me vienen ganas de fingirme enfermo para aplazar nuestra cita.