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El vendedor de periódicos no me ha visto desde que Favieros se voló la tapa de los sesos. Me guiña el ojo con complicidad y mete todos los periódicos, menos los deportivos, en una bolsa de plástico.

—El suicidio del diputado, ¿eh?

También quiso hacerse el gracioso después de la muerte de Favieros, y esta vez siento la necesidad de aclarar las cosas:

—Oye, no sólo leo los periódicos cuando alguien se suicida.

—¡Vamos, comisario! No tiene por qué justificarse. Hay clientes que sólo compran la prensa deportiva cuando gana su equipo.

¿Qué insinúa? ¿Que compro los diarios porque he salido ganador? Prefiero no ahondar en su pensamiento y reemprendo el camino a casa. Por primera vez en muchos años, Adrianí abandona su cocina antes de las tres de la tarde y se sienta a mi lado a leer la prensa.

Las cosas han cambiado por completo desde el primer suicidio. Entonces todos se preguntaban qué motivos habían llevado a Iásonas Favieros a quitarse la vida, y cada medio de comunicación aventuraba sus propias conjeturas. Ahora todos asocian el suicidio de Stefanakos con el de Favieros y hablan abiertamente de un tejemaneje gubernamental que los mandó a ambos a la tumba. «¿Huida desesperada de un escándalo?», reza la portada de un diario de la oposición. Un diputado, también de la oposición, amenaza con hacer revelaciones sensacionales. «El secreto mortal de las obras olímpicas», proclaman los titulares de un tercer periódico, mientras que un cuarto reflexiona en su artículo editorial: «Aunque de momento no existen pruebas que lo confirmen, sigue abierta la posibilidad de que tras los suicidios de Favieros y Stefanakos se oculte un escándalo que, si alguna vez saliese a la luz pública, podría causar nuevas víctimas».

Entre nosotros, la teoría del escándalo no es desdeñable. Cuando Favieros se pegó un tiro, nadie sabía nada. Ahora, después del suicidio de Stefanakos, aparece un rayo de luz. Un empresario y un político se matan para evitar que un escándalo a punto de estallar los salpique. Queda, por descontado, el misterio del doble acto público. ¿Por qué se quitarían la vida delante de las cámaras personas que, precisamente, desean proteger su reputación? ¡Como si el suicidio ante los ojos de miles de espectadores no fuera un escándalo en sí! Quién sabe, si algún día averiguamos algo, quizá lleguemos a entenderlo. De todas formas, tal como están las cosas, el miedo al desprestigio constituye un motivo convincente, y no hace falta que lo investigue. Que salga a la luz o no depende de otros, y yo corro el riesgo de estrellarme.

De pronto, se me ocurre una idea y marco el número de Sarantidis, el editor que publicó la biografía de Favieros.

—Oye, ¿no tendrás en tus manos una biografía de Lukás Stefanakos…?

—No, señor comisario.

—¿Me estás diciendo la verdad?

—¿Por qué iba a mentirle? Usted no podría impedir que la publicara.

Percibo la pesadumbre en su voz. Si la biografía y el suicidio de Favieros representaban su trampolín hacia un despacho con secretaria, ahora se lamenta por la casa que no se puede comprar en las islas.

La ausencia de una segunda biografía deja el terreno abierto a la especulación. Lo más probable es que Favieros escribiese su autobiografía bajo el seudónimo de Minás Logarás, mientras que a Stefanakos no le importó en absoluto su fama póstuma.

Kula llega a las nueve y media, con los periódicos de la mañana en una bolsa de plástico.

—Pensé que le gustaría leerlos.

—Gracias, pero ya los he leído. Guárdalos para ti.

—¿Cómo? ¿Yo, leer todas esas columnas? ¡Dios me libre! —exclama—. Ya los tiraré cuando me vaya.

Adrianí, que la ha oído entrar, levanta la vista del diario y se encamina hacia la cocina.

—Buenos días, hija mía —le dice al pasar por su lado.

Del «buenos días, Kula» al «buenos días, hija mía», en un tono normal y con los labios relajados. Me admiro de su evolución. Dentro de unos días empezarán a saludarse con un beso.

—¿Ha visto qué casualidad? —comenta Kula al entrar en el salón—. Primero, Favieros y ahora, Stefanakos… —De repente, se cubre el rostro con las manos, como si quisiera dejar de ver la escena—. ¡Qué espectáculo tan horrendo, por Dios!

—La casualidad queda descartada. La explicación más probable es la que aventuran los diarios esta mañana: algún escándalo a punto de descubrirse los impulsó al suicidio.

—Y ahora ¿qué hacemos nosotros?

—Continuamos a partir de donde lo dejamos.

La sorpresa se refleja en su rostro.

—¿Y Stefanakos?

—¿Quieres un consejo? La peor equivocación que puedes cometer es dejar una investigación a medias para abrir otra. Es la mejor manera de conseguir que ambas se vayan al garete. Seguiremos investigando la muerte de Favieros y, si guarda alguna relación con la de Stefanakos, ya nos la encontraremos en el camino. Salvo que estemos tan ciegos como para pasarla por alto. Ahora cuéntame qué averiguaste ayer.

Kula me mira con fijeza.

—Cosas extrañas —responde.

—¿Es decir?

—Hablé con tres personas que han comprado pisos en la zona. Dos albaneses: el primero adquirió uno en la calle Viziis, más arriba de la plaza Pandazopulu, y el segundo, en Eguiras, un callejón sin salida entre la avenida Constantinopla y la calle Santa Sofía. El otro era un griego póntico, emigrado de la extinta Unión Soviética, que tiene su piso en Larimnis, la segunda paralela a Monís Arkadíu.

—¿A qué precio?

—Al albanés el piso de la calle Viziis le costó treinta y tres mil euros, pero se trata de un apartamento de dos habitaciones y de unos sesenta metros cuadrados. El otro albanés no quiso decirme el precio exacto pero, si lo entendí bien, debió de pagar más o menos lo mismo que el primero. Además, ellos se consultan unos a otros antes de comprar. Es más interesante el caso del griego póntico, que compró un piso de tres habitaciones y unos ochenta metros cuadrados cerca de Monís Arkadíu.

—¿Por cuánto?

Me contesta muy despacio, recalcando cada palabra:

—Cuarenta y cinco mil euros.

Por eso Favieros compraba agencias inmobiliarias en barrios deprimidos. Ofrecía un precio bajo a los propietarios, que estaban dispuestos a aceptar cualquier suma con tal de marcharse, y luego vendía los pisos a los refugiados con un cien por cien de beneficio. La diferencia pasaba a engrosar las arcas de Balkan Prospect, seguramente como dinero negro.

—Todos pagaron en efectivo —prosigue Kula—. Ni letras, ni cheques, ni nada.

¿Y cómo iban a pagar, si no? Esa gente no entiende de bancos y cheques. El dinero que gana, lo guarda debajo del colchón.

—Es un robo descarado, señor Jaritos.

—Pero que no podemos demostrar. Nos haría falta saber a qué precio vendió uno y a qué precio compró el otro, y tener acceso a los contratos para comprobar los importes. Tal vez encontremos la manera de acusarlos de fraude fiscal o de abrirles los ojos a los compradores, para que demanden a las agencias por estafa. ¿No habrás averiguado el nombre del notario?

—Lo intenté pero no saqué nada en limpio. Esa gente no entiende el griego. Les ponen unos papeles debajo de las narices y les indican dónde tienen que firmar. No saben quién es el notario, no saben qué estipula el contrato, no saben nada.

Compran a ciegas. Están tan contentos de convertirse en propietarios de una casita o un pisito que no hacen preguntas, por miedo a que el otro se enfade y se lo quite. Eso aprendieron en sus países, que si abres la boca lo pierdes todo, y no se han percatado de que aquí lo poco que se gana, se gana a fuerza de gritos.

—Hay algo más —añade Kula.

—¿Qué es?

—Uno de los albaneses trabaja en las obras de Favieros en la Villa Olímpica.

Me quedo sin habla; no esperaba que las cosas llegaran tan lejos. Esta era, pues, la patraña de Favieros, el protector de los refugiados. Mientras por un lado les ofrecía trabajo, por el otro recuperaba una parte de los jornales que les pagaba vendiéndoles pisos donde vivir. Habida cuenta de que poseía agencias por todo el país, debía de ganar mucho dinero. Aquí les vendía los pisos a precios inflados mientras que, en sus países de origen, las inmobiliarias hacían exactamente lo contrario: se los compraban por una bicoca. Y todo eso sin que el nombre de Favieros figurase en ninguna parte.

—Bravo, Kula, te felicito —la aplaudo con entusiasmo, porque no entiendo cómo una agente sin experiencia logró reunir tanta información en tan poco tiempo.

—¿Lo he hecho bien? —pregunta, y su cara resplandece.

—Estupendamente. Si hubiese ido contigo, quizá no habríamos obtenido tan buenos resultados.

No le digo que me gustaría tenerla conmigo en el departamento porque no sé si me reincorporaré a mi puesto, por una parte, y porque no sé si Guikas la dejaría marchar, por otra.

Debo averiguar si los demás trabajadores extranjeros de las obras de Favieros adquirieron viviendas a través de sus agencias inmobiliarias. El problema reside en que no me serviría de mucho dirigirme a Balkan Prospect, no porque me lo vayan a ocultar sino porque ellos tampoco lo saben. Todas las transacciones se realizaban en las inmobiliarias locales. Tendré que pasarme por las oficinas de Erige S. A., pedir una relación de la mano de obra extranjera y después ir de una agencia a otra, haciendo preguntas. Me llevará como mínimo dos semanas, suponiendo que los agentes accedan a hablar conmigo, ya que, sin pruebas incriminatorias, nadie puede obligarles a ello. Decido seguir el camino más corto, el que atraviesa territorio enemigo, fiel a la máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo.

La otra cosa que debo indagar es el nombre del notario que redactó los contratos, porque sólo él conoce los datos tanto de los compradores como de los vendedores, así como el importe exacto de las transacciones, puesto que recibía el dinero en efectivo, pagaba al vendedor y se embolsaba la diferencia. Para cometer una estafa inmobiliaria, es imprescindible contar con un notario de confianza.

—Kula, ¿tienes los nombres de los albaneses y del griego póntico que compraron pisos en la agencia inmobiliaria de Favieros?

—Los tengo.

—Bien. Quiero que vayas a la Cámara de la Propiedad y busques el nombre del notario que preparó los contratos. Yo haré una visita a las obras de Favieros en la Villa Olímpica.

—Sí, señor.

La dejo en casa y me voy. El Mirafiori es un horno, pese a que está en la sombra. Al llegar al cruce de la avenida Rey Constantino, me pregunto si me convendrá más girar a la izquierda, hacia la plaza Sintagma, o a la derecha, hacia la avenida Reina Sofía, para llegar a la avenida de Alexandra a través de la calle Sutsu. Cuando el semáforo se pone verde, opto por la segunda alternativa, que resulta ser la mejor. Salvo por el embotellamiento crónico de la calle Sutsu, el camino está despejado.

Consigo llegar al final de la avenida Patisíon empapado en sudor pero sin grandes dificultades circulatorias. Allí cometo el gran error de tomar por la Nacional para entrar en Menidi por Metamórfosi. Por desgracia, nos encallamos a la altura de las obras de la vía Ática. Un guardia de tráfico nos desvía por uno de aquellos caminos que aún quedan de la época en que Metamórfosi era un pastizal de cabras. Me lleva casi media hora y tres metros cúbicos de polvo recorrer una distancia de doscientos metros, presa de una intensa ansiedad, porque el motor se ha calentado y temo que me deje tirado en medio del camino de cabras. Por suerte, pasado este tramo, encuentro carretera libre y tráfico rodado hasta la entrada de Tracios y Macedonios.

Un cuarto de hora después llego a la Villa Olímpica. Voy directo a las obras de alcantarillado de Erige y busco a Karanikas, el encargado. Está pegándoles la bronca a unos obreros metidos en una zanja. Me ve pero no hace caso y prosigue con su trabajo. Aguardo con paciencia a que termine, porque lo necesito.

—¿Por qué vas detrás de lo rancio cuando hay material fresco? —Es lo primero que me dice al acercarse.

—¿Qué es lo rancio y qué es lo fresco?

—Favieros es lo rancio y Stefanakos es lo fresco.

Su cinismo me irrita y me entran ganas de propinarle patadas.

—¿Te parece divertido que la gente se suicide delante de todo el mundo? —pregunto, esforzándome por mantener la calma.

Él se encoge de hombros con indiferencia.

—¿Qué esperas? ¿Que les tenga lástima por hacerle el juego a la televisión?

—¿Qué juego?

Karanikas repite, casi palabra por palabra, los argumentos de Adrianí.

—¡Vamos, no me digas que no te has olido que la emisora los obliga a suicidarse para subir los índices de audiencia y sus ingresos por publicidad! ¡Y dices que eres policía!

—¿Un empresario y un político aceptan suicidarse porque se lo pide un canal de televisión?

—¿No has oído lo que dicen? ¡Se trata de un escándalo político! ¿Quién me garantiza que la emisora no lo descubrió y los chantajeó para que se suicidaran y ellos pudieran transmitir las imágenes en exclusiva? ¿Has visto lo que ponen en la esquina superior izquierda de la pantalla? ¡«Imágenes en exclusiva»! ¿No te dice nada?

Menos mal que Adrianí no está aquí para escuchar su teoría perfeccionada. Me daría por inútil.

—Olvídate de la televisión. Yo quería preguntarte otra cosa.

—Pregunta, pero rápido. Tenemos trabajo.

—La última vez que hablamos me aseguraste que Favieros apoyaba a los obreros extranjeros.

Suelta una risotada.

—Sí, pero se acabó la época de las vacas gordas. Ahora tienen que contentarse con algún gato, algún perro suelto o, en el mejor de los casos, con alguna gallina escapada de un gallinero de Menidi. Cada uno según su suerte.

—¿Sabes si algún inmigrante compró un piso o una casa mientras trabajaba aquí?

—¿Alguno, dices? ¡La mayoría! No te dejes engañar por su miseria. Puro teatro. Sólo Favieros se lo creía y los ayudaba.

—¿Les ayudaba a adquirir una vivienda?

—¡Los animaba a hacerlo! Incluso les daba dinero por adelantado para el contrato de arras, o contribuía para que reunieran la suma necesaria, que después les descontaba poco a poco de su sueldo.

—¿También ayudaba a los nuestros?

—Aquí no tenemos trabajadores griegos, ya te lo dije. Cuando yo le pedí un adelanto para comprar un coche nuevo, se ofreció a avalarme para un préstamo bancario. A ellos sí que les facilitaba dinero. ¡Por eso lo adoraban como salvador y juraban en su nombre!

¿Por qué no iban a hacerlo? Gracias a él, habían llegado a poseer casa propia, algo que nunca habían conseguido en su país. No sabían que los estafaba y jamás se enterarían. Ni ellos ni Karanikas, que lo tomaba por imbécil.