Desde la tarde al calor se ha añadido la humedad, y la ropa se nos pega al cuerpo como un sello de correos. Fanis pasa a recogernos a las nueve para salir en busca de un poco de frescor, y terminamos en la terraza de la Taberna del Tío Zanasis, en una plazoleta interior, paralela a la avenida de Pendeli. La descubrió hace apenas unos días con unos amigos y la encontró muy fresca. No se equivoca, porque a ratos sopla una brisa muy agradable. Por lo demás, es una de tantas viejas tabernas griegas, donde todavía sirven platos de verdura, judías pintas y crema de garbanzos.
A Adrianí las judías le parecen «un poco» crudas, la crema de garbanzos «un poco» aguada y las hamburguesas, que ha pedido como plato principal, «un poco» duras. Añade la coletilla «un poco» en todo momento para paliar la aspereza de sus quejas y no ofender a Fanis, que nos ha invitado. Él, sin embargo, ya la conoce y se divierte con sus críticas.
—Te he traído aquí por el fresco de la terraza, señora Adrianí. ¡Ya sé que tu cocina es de un nivel superior!
—Aunque, comparado con las asquerosidades con que quieren alimentarnos hoy en día, esta comida, al menos, resulta comestible —asevera Adrianí, siempre generosa cuando su autoridad queda reconocida.
—Y comparado con el horno en que se ha convertido nuestra casa, este lugar es el paraíso —agrego, porque no me gusta rizar el rizo.
—Por la tarde da el sol, y la casa arde —explica Adrianí.
—¿Por qué no instaláis aire acondicionado?
—No lo soporto, Fanis. Reseca el aire y me hace toser.
—Estás hablando de los aparatos viejos. Los nuevos no causan estos problemas.
—Díselo tú, porque a mí no me cree —comento.
Adrianí no me hace caso y se dirige a Fanis:
—Sería tirar el dinero, hijo mío. Yo me arreglo muy bien con el ventilador. En cuanto a Costas, él ha vuelto a las andadas y se pasa el día en la calle. ¿Qué opinas? ¿Instalamos aire acondicionado en ese cacharro que conduce?
El calor me crispa los nervios, y cualquier pretexto me viene bien para desfogarme, pero me lo impide el barullo que, de repente, se desata entre los comensales, que se levantan de las mesas de la terraza y entran corriendo en el establecimiento. Nosotros miramos alrededor sin entender qué está ocurriendo.
—Oye, ¿qué ha pasado? —pregunta Fanis a un camarero que se acerca cargado con una bandeja y tropieza con nuestra mesa, porque camina con la cabeza vuelta al interior de la taberna.
—Stefanakos se ha suicidado.
—¿Quién? ¿El diputado? —inquiero.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace un momento. En la televisión. Mientras le hacían una entrevista. ¡Igual que aquel contratista! ¿Cómo se llamaba?
Ya no recuerda el nombre de Favieros aunque ahora, gracias a Stefanakos, también él será rescatado del olvido. Porque, al igual que él, Lukás Stefanakos pertenecía a la generación de la Politécnica y tenía un largo historial de torturas sufridas en los calabozos de la policía militar. Sin embargo, él había permanecido fiel a la política, no se había pasado al sector empresarial y había llegado a ser uno de los diputados con mayor índice de popularidad. Cada mañana salía por la radio, cada noche, por la televisión y, entre una cosa y otra, acudía a sesiones en el Parlamento, donde todos lo temían, porque denunciaba sin rodeos los desmanes de todos los partidos, incluido el suyo. Hasta yo sabía que era el candidato más firme para suceder al actual presidente de su partido.
Las mesas han quedado prácticamente vacías y todo el mundo se ha agolpado dentro de la taberna, donde hay un televisor encendido en lo alto de la pared.
—¿Vamos a ver qué dicen? —propone Fanis.
—Prefiero verlo en casa, tranquilamente.
—Voy a pagar, porque no habrá camarero que se acuerde de traer la cuenta.
A diferencia de los carriles de subida de la avenida de Pendeli, los de bajada están vacíos, y sólo esporádicamente encontramos algún coche. Fanis hace ademán de encender la radio, pero lo detengo. Quiero ver la escena en la televisión sin haber oído antes las descripciones radiofónicas.
Delante de las tiendas que venden televisores en la plaza Duru se ha congregado una multitud que goza contemplando la misma imagen multiplicada por veinte en las diversas pantallas.
—¿Crees que guarda alguna relación con el suicidio de Favieros? —pregunta Fanis.
—Aún no sé cómo se ha suicidado ni cuáles han sido sus últimas palabras pero, a primera vista, eso parece.
—¿Qué puede mover a un político tan popular como Stefanakos a suicidarse?
—¿Qué fue lo que movió a Favieros?
—Tienes razón —admite Fanis. Voy sentado a su lado, mientras que Adrianí viaja en el asiento trasero. Fanis me echa una mirada de soslayo mientras conduce—: ¿No has descubierto nada relacionado con Favieros?
—Nada sustancial.
—¿Ni siquiera en su biografía?
—Contiene alguna que otra alusión a una faceta turbia de su vida profesional, pero es muy pronto para saber si fue esta la causa de su suicidio.
—Si queréis mi opinión —tercia Adrianí desde el asiento posterior—, la tele está detrás de todo esto.
—¿A qué te refieres? —se extraña Fanis.
—¿Has contado cuántos anuncios ponen cada vez que emiten la escena del suicidio? Y eso sin contar la publicidad durante los debates y demás programas informativos.
Me vuelvo hacia ella, estupefacto.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que la emisora los obliga a suicidarse para aumentar sus índices de audiencia? Para empezar: ¿cómo sabes que Stefanakos se ha quitado la vida en los mismos estudios?
—Espera y lo verás —responde sin inmutarse.
—¿Y cómo crees que los convence? —pregunta Fanis—. ¿Con dinero? Ninguno de los dos iba escaso de fondos.
—No sé cómo, pero puedo decirte una cosa: muchos han despreciado el dinero; la fama, nadie —afirma Adrianí y nos deja sin palabras.
Interrumpo la conversación porque me resultaría imposible convencerla de lo contrario. Es recelosa de nacimiento. Cuando me suben el sueldo, está convencida de que me correspondía un aumento mayor. Cuando lee en los periódicos que el Metro estará terminado para las Olimpiadas, no le cabe duda de que, para agilizar el proceso, los contratistas han dejado de colocar la mitad de los pilares y que la obra se vendrá abajo en menos de tres meses. Si le comunico que se ha resuelto el conflicto de Chipre, sonríe y replica que, sin duda, los turcos untaron al primer ministro para conseguirlo. Lo que no entiendo es cómo puede el Cuerpo aceptar a hombres como Yanutsos cuando el país dispone de tamaña reserva de suspicacia.
Con el calor, todo el mundo ha salido a tomar el fresco y Fanis encuentra aparcamiento delante de la puerta de nuestro bloque. En cuanto entramos en el piso, todos corremos hacia el televisor. No tardamos en encontrar el canal correspondiente, gracias a las ventanas ya abiertas en pantalla. Es el mismo que eligió Favieros para suicidarse.
—¿Qué os decía? ¡Ahí lo tenéis! —se vanagloria Adrianí.
Estoy a punto de estallar cuando suena el teléfono. Contesto y oigo la voz de Guikas.
—¿Lo has visto? —pregunta.
—No. Estaba fuera y he vuelto a casa enseguida al enterarme. Estoy esperando que repitan la escena.
—Míralo y llámame.
Cuelgo el auricular y me planto de nuevo delante de la televisión. En la parte inferior de la pantalla, donde estaría el vestíbulo si fuera un edificio, aparece el presentador, sentado con dos colegas de Stefanakos, uno de su partido y otro de la oposición. Gente entra y sale por las ventanas de las plantas superiores. Los fijos y los temporales, a cual más vehemente, se deshacen en elogios hacia Lukás Stefanakos: que si era un diputado sagaz y agresivo, pero muy respetuoso con la ética parlamentaria. Que si combatía con pasión los proyectos de ley que defendían intereses particulares y que su muerte dejaba un enorme vacío en el Parlamento. A continuación, el presentador pasa al tema de la campaña recientemente emprendida por Stefanakos en defensa de los inmigrantes. Exigía que se impartiesen clases en su lengua natal en las escuelas y se les permitiese fundar asociaciones culturales para la conservación de su identidad. Las alabanzas empiezan a ceder su lugar a los reparos, porque nadie está de acuerdo con las posiciones de Stefanakos en este tema. El diputado de la oposición sostiene que a Stefanakos le gustaba generar polémica, porque así lograba mantenerse en el candelero. El diputado de su partido afirma que Stefanakos había manifestado últimamente su decepción por el giro conservador de la política en general. Los demás se aferran a este argumento y empiezan a preguntarse si había elegido ese programa en concreto para abandonar heroicamente el partido.
—Haremos una pequeña pausa antes de ver de nuevo la escena del suicidio, por si nos ofrece alguna pista —anuncia el presentador, que busca cualquier oportunidad para exhibir esas imágenes.
El debate queda interrumpido por la publicidad, que dura casi un cuarto de hora.
—¿Lo veis? ¡No termina nunca! —se jacta Adrianí por segunda vez.
El realizador hace de las suyas y, en lugar de mostrarnos de nuevo al presentador, inmediatamente después de los anuncios pasa la grabación de la entrevista a Stefanakos, que aparentemente se desarrolló en su despacho. Es un despacho corriente, con muebles del montón, de los que se pueden comprar en cualquier tienda. Stefanakos está sentado detrás de su escritorio. A diferencia de Favieros, lleva traje y corbata. No sé si era tan hábil como aseguran sus colegas, pero su aspecto se me antoja más propio de un director de banco que de un diputado.
Enfrente se encuentra el periodista Yannis Kurtis, con una barba blanca a juego con su espesa cabellera. Sólo aparece en televisión en ocasiones muy especiales porque, a pesar de su pinta de Papá Noel, representa la artillería pesada de la emisora.
—¿No le parece que sus posiciones son demasiado avanzadas para la sociedad griega? —pregunta a Stefanakos.
—¿Qué posiciones, señor Kurtis?
—Las que defienden la introducción de la lengua albanesa en las escuelas de los barrios con mayor densidad de refugiados de Albania y la fundación de asociaciones culturales (con ayuda del Estado) para la preservación de su identidad nacional. No sólo se opondrá la Iglesia y se sublevará la extrema derecha sino que se indignarán los ciudadanos de a pie, que no necesariamente mantienen una postura hostil frente a los refugiados pero piensan que tienen que establecerse unos límites.
—Si no seguimos esta doble vía de integración de los refugiados en la sociedad griega que garantice la preservación de su identidad nacional, si los refugiados no llegan a ser ciudadanos griegos de procedencia albanesa, búlgara o póntica, dentro de pocos años los problemas se agravarán. Nos engañamos si pensamos que podemos solucionar el conflicto sólo con el permiso de residencia.
—Permítame que le recuerde, señor Stefanakos, que lo mismo sostenía Iásonas Favieros, que a tantos trabajadores extranjeros empleaba en sus construcciones. Tras su suicidio, una organización nacionalista emitió un comunicado para reivindicar su autoría. No se ha confirmado la veracidad de esta afirmación pero tampoco ha sido desmentida, al menos por vía oficial.
—Iásonas Favieros tenía razón —responde Stefanakos sin vacilación—. Aguarde un momento y se lo demostraré.
Kurtis se queda solo pero las cámaras continúan grabando y se oye la voz del presentador, el mismo que está dando la noticia en este momento.
—Yannis, quiero que le hagas una pregunta al señor Stefanakos cuando vuelva. Quiero que le preguntes qué opina sobre el asesinato de los dos kurdos a manos de la organización nacionalista Filipo el Macedonio, y si no teme que la política que él propone pueda motivar otros crímenes de este tipo.
—Se lo preguntaré, Panos —contesta Kurtis.
Pero la pregunta nunca llega a formularse. En el mismo instante en que concluye la conversación entre el periodista y el presentador, se abre la puerta del despacho y entra Stefanakos, tambaleándose. La sangre emana de tres puntos distintos de su cuerpo: de una herida junto al corazón y de otras dos en el vientre. Su traje está teñido de rojo.
Al verlo, Kurtis se incorpora de un salto pero, en lugar de acercársele, retrocede un par de pasos. Stefanakos sigue dando tumbos hacia el centro del despacho. Allí se detiene, abre la boca, intenta decir algo pero no le sale la voz. Tras un esfuerzo considerable, logra farfullar:
—Espero que Favieros y yo no hayamos muerto en vano…
Deja la frase a medias y se desploma. Kurtis reúne el valor suficiente para acercarse e inclinarse sobre él, pero no para tocarlo.
—Señor Stefanakos… Señor Stefanakos… —lo llama como si quisiera despertarlo.
—Yannis, déjalo y trata de averiguar cómo lo ha hecho —ordena la voz autoritaria del presentador—. Por desgracia, nos ha tocado también a nosotros narrar en vivo este segundo suicidio de una personalidad destacada.
La voz se le entrecorta de la emoción. Kurtis se aparta de Stefanakos, se dirige a la puerta del despacho, y la abre de par en par. La cámara se acerca. De la cara interior de la puerta sobresalen tres hojas de cuchillo, en una disposición idéntica a la de las heridas de Stefanakos. A cada lado de la puerta hay un asidero metálico.
Es evidente lo que hizo Stefanakos: se agarró de los asideros y se lanzó con fuerza contra los cuchillos.
La imagen se funde y reaparece el debate.
—Como ya sabéis, la cadena llamó enseguida una ambulancia —nos informa el presentador con el tono de un hombre que acaba de realizar una hazaña—. Pero el diputado Lukás Stefanakos falleció antes de llegar al hospital.
No necesito ver ni oír nada más y apago el televisor. Fanis se vuelve para mirarme.
—¿Y qué? ¿Qué te parece?
—Está cortado por el mismo patrón que el suicidio de Favieros. De eso no hay duda.
Adrianí considera innecesario recordarnos su triunfo por tercera vez y se limita a sonreír con orgullo. Me levanto y marco el número de Guikas.
—Lo he visto —anuncio en cuanto contesta y le repito lo que acabo de decirle a Fanis—: Está cortado por el mismo patrón que el suicidio de Favieros.
—¿No te comenté que algo me olía mal? ¡Tenía razón! —se congratula con una voz que suena como las campanas de la resurrección.
Esta vez su engreimiento no me irrita. A fin de cuentas, tanto a él como a mí nos conviene pisar cadáveres. Él, para que se le reconozca su acierto, y yo, para salvar mi puesto.