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Texto. Son casi las doce cuando llego al final del recorrido del interurbano de Porto Rafti. Ya que no voy a casa a comer, dispongo de tiempo para emprender una segunda excursión, esta vez a las obras de Favieros en la Villa Olímpica. Pregunto al jefe de estación de dónde salen los autobuses que van a la localidad periférica de Tracios y Macedonios, y él me mira como si le hubiese preguntado cómo llegar a los fiordos noruegos.

—Prueba en la plaza Vazis —me recomienda—. Todas las rutas tercermundistas salen de allí.

Camino de Vazis mi estómago empieza a gruñir, y caigo en la cuenta de que he pasado de la convalecencia al trabajo sin formalizar oficialmente mi regreso. En la calle Aristotelus paso por un puesto de suvlakis y pido dos, completos y con pita. Como de pie, inclinado hacia delante para no mancharme con las salsas, y al fin me siento totalmente reincorporado a la vida laboral. No me preocupa particularmente que mi aliento huela a ajo cuando hable con los constructores.

Los autobuses para Tracios y Macedonios salen, efectivamente, de la plaza Vazis, pero el que está estacionado delante de la parada tiene las puertas y las ventanillas cerradas. El conductor charla animadamente con el jefe de estación, y no nos prestan la menor atención.

—¿Falta mucho para que salga? —pregunta una mujer mayor al conductor.

—Esperen, vendrá otro —barbota él, cortante.

El otro autobús aparece veinte minutos más tarde, cuando hay cincuenta pasajeros esperando en la cola. Me alegro de no haber olvidado todas las técnicas antidisturbios que aprendí en la academia, pues me resultan útiles para acceder al vehículo y a un asiento.

El autobús arranca pero se detiene cada veinte metros a causa de los semáforos y los atascos. Por no hablar de las paradas para recoger y descargar pasajeros. A la altura del Molino Rojo, los párpados se me cierran y me quedo dormido. Percibo confusamente, como un zumbido, las voces de la gente que me rodea, y sueño que me encuentro de nuevo en la cama del hospital, dolorido, enchufado y con mascarilla de oxígeno. Abro los ojos y vislumbro a Adrianí, agachada sobre mí. «¿Por qué me habré casado contigo? —espeta enfurecida—. ¡No me has dado más que angustias y amarguras! Ni que fueras nadie importante. ¡Un poli! ¡Menuda ganga!».

Me despierta un frenazo brusco y no sé dónde estoy.

—¿Hemos llegado? —pregunto al de al lado, como si él supiera adónde me dirijo.

—La siguiente parada es la última —me indica, y suspiro con alivio.

No sé dónde está exactamente la Villa Olímpica, así que tomo un taxi para ahorrarme la búsqueda.

—¿Adónde? —farfulla el conductor cuando me siento a su lado.

—A la Villa Olímpica.

Frena tan bruscamente como había arrancado y me abre la puerta.

—Ni hablar —dice—. Acabo de volver de allí. Casi me dejo el chasis en los baches y los escombros. Búscate a otro. Yo ya he pasado por el aro.

Es el tercer taxi el que me deja, finalmente, en los límites de la Villa Olímpica con el mundo exterior. De cerca, presenta un aspecto menos maquillado que en los folletos del Organismo de Viviendas Sociales que animan a participar en el sorteo de uno de los pisos que albergarán a diez mil atenienses cuando terminen los Juegos Olímpicos. Cuando Adrianí hojeó el folleto sus ojos relampaguearon, pero le corté las alas enseguida. En primer lugar, porque yo no resistiría la pesadilla cotidiana de conducir desde Tracios y Macedonios hasta Ambelókipi y viceversa y, en segundo lugar, porque la administración griega está en deuda con más de diez mil pardillos que han picado, y nosotros nos quedaríamos con las ganas. Visto el panorama de cerca, tengo que dar la razón al taxista. Más de la mitad de las viviendas se encuentran en estado embrionario, y las calles brillan por su ausencia. Es el imperio de los baches, los cascotes y las excavaciones.

Pregunto a un camionero por las oficinas de la constructora Erige S. A. Señala unas casas tricolor a unos cien metros de distancia, con los cantos pintados de ocre, las paredes, de rosa y los balcones, de añil.

Las oficinas de la obra están en una caravana, detrás de los edificios. Entro sin llamar y me topo con dos hombres, un joven que debe rondar los treinta, sentado tras uno de los dos escritorios, y otro, de unos cuarenta y cinco, de pie; ambos discuten acaloradamente. Reparan en mi presencia pero no me hacen el menor caso. Seguramente me confunden con algún proveedor que viene a venderles ladrillos o cemento armado, y me dejan esperando.

—No me cargarás con el muerto a mí —espeta el cuarentón al joven—. No soy yo quien elige a los obreros, sino vosotros. Yo empleo a los que me mandáis.

—¿No puedes dedicarte un par de días a la zona tres? —pregunta el otro en tono conciliador.

El cuarentón le echa una mirada de absoluto desprecio.

—Si le dedico un par de días, retrasaré la instalación de la red. Venís de la Politécnica a la obra y creéis que las cosas funcionan como en las aulas.

Sin una palabra más, se da la vuelta y sale del despacho, dejando la puerta de la caravana abierta a sus espaldas. El joven desvía la mirada hacia mí.

—¿Sí? —pregunta cansinamente.

—Comisario Jaritos.

Se sorprende, porque esperaba un proveedor y le ha salido un pasma. Se levanta enseguida y cierra la puerta. Luego se queda de pie delante de su escritorio, con la vista fija en mí.

—¿Es por los kurdos?

En silencio, agradezco que me facilite las cosas de entrada.

—¿Habíais recibido amenazas de la organización nacionalista que se atribuyó la autoría de las muertes? ¿Os exigieron alguna vez que despidierais a los obreros extranjeros que trabajaban en la obra?

Obtengo una respuesta categórica:

—Nunca. Oímos el nombre de la organización por primera vez en la televisión.

—¿Sabes si tu jefe recibía amenazas? ¿Lo notaste inquieto o asustado últimamente?

Reflexiona un poco.

—Inquieto y asustado, no… —titubea, aunque es evidente que quiere añadir algo más.

—Pero…

Vuelve a pensar.

—Triste… Un poco distraído.

—¿Tenía motivos para estar triste?

Se encoge de hombros.

—Qué puedo decirle… No sé si tenía motivos personales. En cuanto a los profesionales…, ¿de qué iba a preocuparse? Le servían las adjudicaciones en bandeja…

—¿No te dio en ningún momento la impresión de encontrarse al borde del suicidio?

—Al contrario. Estaba afable y sonriente, como siempre. —Hace una pequeña pausa antes de agregar—: Favieros mantenía muy buenas relaciones con el personal. No sólo con nosotros, los arquitectos técnicos, sino también con los obreros. Si alguien tenía un problema, iba a hablar con Favieros, que le buscaba una solución. Se interesaba por todos, y todos lo querían. De acuerdo, tal vez era pura fachada, pero, todo hay que decirlo, la ayuda era real.

—¿No observaste ningún cambio en su comportamiento?

—No, excepto el que acabo de mencionar… Parecía un poco abatido… Ensimismado. Aunque ignoro la razón.

—¿Dónde trabajaban los dos kurdos?

—En alcantarillado. Con Karanikas, el encargado que estaba aquí cuando usted llegó. —A duras penas disimula su rabia hacia el cuarentón.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Debería estar entre la segunda y la tercera fila de casas, según se sale de la caravana.

Sus palabras confirman el testimonio del servicio doméstico de Porto Rafti. Nada había cambiado, aparentemente, en la conducta de Favieros. Sin embargo, si llegó al suicidio fue porque recibió, efectivamente, amenazas de la organización nacionalista Filipo el Macedonio o porque atravesaba serias dificultades en su vida personal.

Entre la segunda y la tercera fila de casas, me topo con un grupo de obreros hablando con Karanikas.

—Comisario Jaritos —me identifico al llegar a su lado.

—¿Vienen por oleadas? —suelta mordazmente, mientras leo en sus ojos que le encantaría echarme a patadas de allí.

—¿A qué te refieres?

—Hace unos días vinieron dos colegas suyos y nos hicieron perder toda una jornada de trabajo. Ahora aparece usted, y sospecho que nos hará perder medio día más. ¿Van a venir otros?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que te debo alguna explicación? —Se percata de que se ha pasado de la raya e intenta controlarse—. ¿Qué tipo de personas eran los dos kurdos?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Yo me enteré de sus nombres por la televisión.

—¿No trabajaban aquí? —inquiero sorprendido.

—Trabajaban aquí, pero tienen unos nombres tan raros, que los olvidas en cuanto te los dicen. Es más fácil llamarlos «eh, albanés, búlgaro, kurdo…» o lo que sean.

—¿Tenéis a muchos extranjeros en la obra?

La expresión irónica reaparece.

—Cómo se lo diría… No entiendo por qué no construimos las instalaciones olímpicas directamente en Albania, en Bulgaria o en el Kurdistán. Sería más sencillo. Si nos han dado las Olimpiadas para darles trabajo a ellos.

—Vamos, exageras. ¡Vais diciendo estas cosas en público e hincháis las cabezas de unos cuantos gilipollas!

—¿Sabe cuántos griegos hay en la obra? Dos aparejadores y cuatro encargados, un total de seis. El resto viene de los Balcanes y del Tercer Mundo. —De repente, estalla—: ¡Somos idiotas y nos toman el pelo! ¿Por qué no reaccionan los desempleados griegos, vienen aquí y lo hacen todo añicos? Los únicos que han movido un dedo han sido esos… guerreros macedonios.

—¿Te refieres a la organización Filipo el Macedonio?

—Esos mismos. Si el Macedonio es su líder, serán guerreros macedonios, digo yo.

—De modo que estás de acuerdo con lo que sostienen en su comunicado sobre el suicidio de Favieros.

Me mira y esboza una sonrisa taimada.

—No ponga palabras en mi boca —me recrimina con socarronería, como si me leyera el pensamiento—. Yo no sé qué dice el comunicado. Sólo sé que tengo que habérmelas con albaneses, búlgaros, kurdos y árabes. Son ellos los que construyen la Villa Olímpica, a su imagen y semejanza. ¿Qué se puede esperar de unos obreros que se han pasado la vida mezclando paja con barro para construir sus chozas?

Le clavo los ojos y él me sostiene la mirada, porque está convencido de sus palabras y no se avergüenza.

—Favieros no te caía demasiado bien —aventuro.

Se encoge de hombros con indiferencia.

—La vida es como la natación —responde—. Unos nadan en la pasta, otros nadan en aguas profundas y otros nadan en la mierda. Favieros nadaba en la pasta. No sé si se suicidó o lo suicidaron, si se quitó la vida porque tenía remordimientos, o simplemente porque le dio por ahí. Ni lo sé ni me quita el sueño. Yo me ocupo de mi trabajo y estoy contento de nadar en aguas profundas, porque el día de mañana le darán mi puesto a un encargado de Koritsá y entonces nadaré en la mierda.

Da nuestra conversación por terminada y corre a supervisar las obras en la red de alcantarillado, que posiblemente será la piscina de su futuro.