8

El café del antro de la plaza de San Lázaro está aguado, el camarero es un malcarado por convicción, y yo, a pesar de todo, aterrizo aquí cada día con mi periódico. Quizá me haya conquistado la tranquilidad de la plazoleta, con sus dos viejecitas y sus tres albaneses en paro sentados en los bancos, aunque no descarto que se trate del consabido instinto helénico que siempre nos atrae hacia lo más irritante, para renegar después de nuestra suerte.

Mi mesa habitual está ocupada por tres jóvenes que toman café frappé. Me siento dos mesitas más allá, en la sombra, porque ha llegado una ola de calor repentina, y abro mi ejemplar de la prensa dominical. De su interior saco: una revista de temas varios, el suplemento de arte y cultura, una revista de moda, una guía de la programación televisiva, la sección de crucigramas, un anuncio que contiene una muestra de detergente para lavadoras, un anuncio que contiene una muestra de pasta de dientes, un anuncio de enjuague bucal y tres cupones para comprar a plazos y sin intereses. Lo meto todo en la bolsa de plástico que me facilita siempre el quiosquero, con el consejo «cuidado no se le desparrame el periódico, señor comisario», y me quedo con el cuerpo principal del diario, que consta de sólo dieciséis páginas. Lo hojeo rápidamente hasta llegar al artículo sobre el asesinato de los kurdos, cuando advierto que el camarero se acerca y, sin pronunciar palabra, deposita en la mesa la taza de café y se va. Me lo ha traído por iniciativa propia, sin que se lo haya pedido.

—Un momento —lo llamo y se vuelve—. ¿Cómo sabes que no quiero un frappé hoy?

Me dedica una mirada de aburrimiento y se encoge de hombros.

—Usted no es de esos que gastan más en domingo —dice y sigue su camino.

Estoy a punto de mandarlo al cuerno cuando reparo en la fotografía de la calle Frearíon, inserta entre tres columnas dedicadas al asesinato. Me pongo a leer con avidez pero al cabo de unas líneas llego a la conclusión de que se trata de información rancia. Sólo en la tercera columna aparecen algunos datos nuevos, es decir, los nombres de los dos kurdos, que se llamaban Kamal Talalí y Masud Fajar, y trabajaban, en efecto, en las obras que la empresa constructora de Favieros realiza en la Villa Olímpica. La única novedad proviene de las declaraciones del Markidis remozado, que confirman lo que ambos sospechábamos desde el principio: los asesinos emplearon un aerosol narcótico para anestesiar a sus víctimas y ejecutarlas sin problemas.

Leo por encima el resto del periódico pero no veo más que los análisis habituales de la política exterior, la interior y economía. Dejo junto al platillo el importe exacto del café pasado por agua y, a su lado, el diario con todos sus anexos.

Remonto la calle Aronis sin prisas, tratando de ahuyentar los pensamientos pecaminosos sobre los kurdos, Favieros y la Organización Nacional Helénica Filipo el Macedonio. Desde luego, me resulta más agradable pensar en la comida con Fanis, que se repite ya cada domingo con la regularidad de un consejo de ministros, salvo por los días en que le toca guardia en el hospital.

La puerta del piso se abre sola y yo me quedo con la llave en la mano. Adrianí aparece en el umbral con expresión inquieta y me cierra el paso. Da la impresión de que estaba pendiente de oír el ascensor para correr a abrirme.

—¿Qué pasa? —pregunto con la voz entrecortada, porque no puedo evitar imaginarme lo peor: que algo le ha ocurrido a Katerina y que Fanis ha venido a comunicárnoslo.

En vez de responder, sale al rellano, me acerca la boca al oído y musita en tono indignado:

—Esa manía tuya de no tener un móvil… Cuánta razón tenía mi madre: los que tienen los párpados caídos, son cabezotas de nacimiento.

Es cierto que heredó de su madre este método de disección del carácter. Según mi suegra, las personas de ojos rasgados son taimadas, y las de nariz puntiaguda, tacañas y mezquinas, mientras que las de napias ganchudas corresponden a un talante insaciable y libidinoso. Inculcó esta teoría a Adrianí, aunque mi suegra no guardaba relación ni parentesco alguno con Lombrozos, cuyos ensayos estudiábamos en criminología.

—¿Qué pasa? —repito y recibo otro siseo en el oído.

—¡Entra y verás!

Entro en la sala de estar y me transformo en estatua de sal. Él está sentado en el sillón que forma un ángulo con el televisor pero, en cuanto me ve, se levanta de un salto. Nos quedamos mirándonos sin mover un músculo. Él espera que yo empiece a hablar, y a mí no se me ocurre nada que decir, porque es la primera vez que Guikas viene a mi casa. Estupefacto, sin apartar la vista de él, intento despejar dos incógnitas: a qué se debe su visita en domingo y qué clase de bienvenida debo dispensarle. ¿Me limito a las frías gentilezas formales, o me deshago en aspavientos de falso entusiasmo?

Por fin, me decanto por una solución intermedia.

—¡Vaya, se ha acordado de nosotros después de tanto tiempo! —suena como una queja indirecta porque no fue a verme cuando yacía en mi lecho de doliente.

—En primer lugar, he venido para disculparme por el modo en que te traté el otro día, en mi despacho.

Temo que cualquier cosa que diga suene falsa, de manera que opto por no abrir la boca. Además, ese «en primer lugar» anuncia una continuación. Aguardo, pues.

Mi silencio lo obliga a proseguir.

—Yo no quería a Yanutsos, me obligaron a aceptarlo —confiesa—. No pude hacer nada, tiene un buen enchufe.

—Así se explica cómo llegó a la antiterrorista.

Guikas se echa a reír.

—Los de la brigada buscaban el modo de deshacerse de él. Por eso acabó en mi jefatura.

No tengo motivos para no creerle, porque todo lo que me cuenta concuerda con la información que Sotirópulos me comunicó por teléfono. Adrianí sale de la cocina con una taza de café en una bandeja. La deposita en la mesilla al lado de Guikas, responde a su «gracias» con un «no hay de qué» y se retira.

—Me han dicho que pasaste por el apartamento donde asesinaron a los dos kurdos.

Fija los ojos en mí, esta vez esperando una respuesta. Me encojo de hombros.

—Las viejas costumbres nunca mueren —contesto vagamente.

—Me gustaría conocer tu opinión.

—No espere gran cosa pero, desde luego, no es obra de la mafia, como piensa Yanutsos. Los narcotizaron con un spray y les metieron una bala en el ojo. Los mafiosos descargan sus pistolas y se marchan. Esto apesta a ejecución a diez kilómetros de distancia y es cosa de la brigada antiterrorista.

—Yanutsos reclama el caso con uñas y con dientes. —Menea la cabeza imperceptiblemente y exhala un suspiro—. Este asunto no me gusta, Costas. No me gusta en absoluto.

—¿Qué asunto? ¿El de los kurdos?

—¡No! El del suicidio de Favieros. Algo no encaja. Aunque hubiese decidido quitarse la vida, Favieros lo habría hecho con discreción. Nunca delante de las cámaras.

Descubro, casi con alivio, que su táctica no ha cambiado. Sigue exponiéndome mis propias ideas como si fueran suyas.

—Anteayer, en su despacho, no opinaba lo mismo —replico para llevarle la contraria.

—Porque no quería que Yanutsos supiese lo que pienso. Tengo un plan, aunque no sé cómo ponerlo en práctica.

Me callo de nuevo, en esta ocasión para escuchar sus problemas organizativos.

—Oficialmente, no puedo ordenar la investigación de la muerte de Favieros. No cabe duda de que se suicidó, y esos casos no competen a la policía. Por esto no descubrí mis cartas delante de Yanutsos.

Sonrío, a pesar mío.

—No parece que confíe demasiado en él.

—No confío en él en absoluto —responde de forma tajante—. Cuando te vi anteayer, tuve una idea. O mucho me equivoco o te quedan dos meses de baja.

—No se equivoca.

Guarda silencio por un momento y me mira. Luego empieza a hablar despacio, como midiendo sus palabras:

—¿Qué te parecería investigar discretamente el caso Favieros? Tratar de averiguar qué motivos hay detrás de su suicidio. —Hace una pausa antes de agregar—: A fin de cuentas, te servirá para matar el tiempo.

Tardo un rato en digerir lo que acaba de sugerirme. ¿Quién iba a creer que Guikas sería mi libertador, el que me sacaría del tedio de la convalecencia para reincorporarme al juego? Al mismo tiempo, intento disimular mi alegría y no mostrar que me aferró a su propuesta como a una tabla de salvación, porque, si se da cuenta, me lo hará pagar durante los próximos diez años.

—No sé qué decirle —respondo con aire disgustado—. La verdad es que estas semanas de descanso me vienen como anillo al dedo. Ya sabe que no he pedido demasiadas bajas en mi carrera, y esta es una oportunidad para descansar. —Concluyo con una sonrisa, para afianzar mi posición, y espero a que insista para ceder poco a poco.

Me observa como si pretendiera trazar mi perfil, tal como le enseñaron durante los seis meses que estudió con el FBI. Yo persisto en mi sonrisa de refuerzo.

—Yanutsos se queda —suelta de pronto.

Con esto logra desconcertarme y tomar las riendas de la situación.

—Se queda, ¿dónde? —pregunto como un gilipollas.

—Su ingreso en el Departamento de Homicidios no es provisional. Con el pretexto de tu traumatismo grave y de tu baja prolongada, pretenden trasladarte a un departamento menos ajetreado, y Yanutsos ocupará tu puesto.

De repente, me viene a la mente con toda nitidez la actitud de mis ayudantes en el apartamento de los kurdos. Por eso me evitaban. Se ha divulgado la noticia de que Yanutsos vino para sustituirme, y se guardan las espaldas para no meterse en líos.

—Tiene un buen enchufe, ya te lo he dicho, y no puedo hacer nada —prosigue Guikas—. Pero, si investigas el suicidio de Favieros, podré decirles «miren, Jaritos ha vuelto a resolver el caso, sin él las cosas no marchan», y no se atreverán a apoyarlo.

Y yo haciéndome el difícil y el remolón. Tal como están las cosas, Guikas capitalizará por partida doble este favor.

—¿Y si no resuelvo el caso? —Rezo por que mi voz no delate mi agonía y mi temor.

—Lo resolverás. —La respuesta es categórica y no revela el menor asomo de duda—. Hay algo turbio en este asunto, y sólo tú eres capaz de descubrirlo.

—¿Por qué sólo yo?

—Porque eres terco y cabezota. —Su sinceridad me desarma. Tras una breve pausa continúa, un tanto incómodo—: Por desgracia no está en mi mano asignarte a ninguno de tus dos ayudantes, ni al otro, el de Dirección. Si lo hiciera, todos se olerían nuestro plan y me pondría en evidencia.

No le falta razón, pero ¿cómo dar abasto yo solo?

—Puedo enviarte a Kula. Es la única persona en la que confío ciegamente. Diremos que su padre está enfermo de muerte y le concederé permiso para que «lo cuide».

—¿Y usted? —inquiero asombrado—. Kula es su mano derecha.

Se encoge de hombros.

—Ya me apañaré con la izquierda por un tiempo —contesta simplemente.

—De acuerdo —accedo, aunque la angustia de un posible fracaso empaña la alegría de mi misión. Mi cargo está en juego.

Ahora que ha conseguido mi consentimiento, se pone de pie aliviado y con una gran sonrisa. Lo sigo con la vista, preguntándome quién de los dos prevalecerá en nuestro enfrentamiento futuro: él, que me restregará por las narices el haberme ayudado a recuperar mi puesto, o yo, que le recordaré que lo ayudé a librarse de Yanutsos.

Ya hemos llegado a la puerta cuando, de pronto, en un gesto de afabilidad sin precedentes, me da unas palmaditas en el hombro en lugar de estrecharme la mano.

—Te he echado de menos, Costas —reconoce—. Te he echado mucho de menos.

Quisiera decirle que también yo le he echado de menos, pero esto no significa gran cosa, porque yo echo de menos todo menos mi casa. Por lo tanto, Guikas queda incluido, aunque como uno más del montón, no como alguien con nombre y apellido.

—¡De eso ni hablar! —exclama Adrianí poco después, cuando nos sentamos a la mesa con Fanis para comer cochinillo asado con patatas al limón—. Ni por asomo vas a conducir ese trasto en tu estado de debilidad.

El trasto no es otro que mi Mirafiori, que hasta el momento ha conseguido librarse de todos los planes de renovación y celebra, tímida y modestamente, sus treinta años de servicio. Adrianí se ha avenido a que trabaje con Kula, que tendrá que soportarla todo el día, pero el Mirafiori se le indigesta como postre.

—No lo conduciré yo, sino Kula —respondo para tranquilizarla.

—Ni hablar —ruge de nuevo—. Es imposible que nadie más que tú sepa conducir ese cacharro.

—A decir verdad, estoy de acuerdo con ella —interviene Fanis, que se está divirtiendo de lo lindo—. ¿Por qué no te compras un coche nuevo? Con las facilidades de pago que ofrecen ahora, empezarás a pagar dentro de un año, como mínimo.

—No pienso separarme de mi Mirafiori. Aún aguanta. —Aunque lo afirmo categóricamente, no estoy seguro de que arranque después de pasar dos meses sin moverse de delante de la casa.

—Estupendo —grita Adrianí—. ¡Pero si te pasa algo, yo me iré con mi hija a Salónica, y a ti que te lleve Kula al hospital! —Tan nerviosa está, que corta el cochinillo en pedacitos, como si fuera a dar de comer al nieto que no tiene.