Estoy sentado en una cabina de lujo. No en uno de los barcos que recorren el sur del mar Egeo sino en la salita de los médicos de guardia del departamento de cardiología del Hospital General del Estado, cuyas dimensiones y equipamiento no difieren mucho de los de una cabina de lujo. Estoy esperando a que me entreguen los resultados de mis análisis, a que Adrianí termine con las formalidades y a que me examine el cirujano. Es mi recompensa por haber accedido a someterme a un reconocimiento: yo me quedo tranquilo en la cabina de lujo mientras Adrianí se ocupa de los trámites. No me pasa absolutamente nada, yo lo sé, los médicos lo saben, hasta las enfermeras lo saben. Hace semanas que me quitaron los puntos, la herida ha cicatrizado por completo y sólo me duele un poco con los cambios del tiempo. Adrianí, sin embargo, insiste en que me haga un chequeo, con la esperanza de que los médicos detecten algún agujerito todavía abierto, lo que le permitiría prolongar su dominio sobre mí, aprovechándose de que aún no me he restablecido del todo.
Asoma la nariz por el resquicio de la puerta.
—Estamos listos, Costas. Ya podemos irnos.
La salita de los médicos de guardia se encuentra en el tercer piso, mientras que el ambulatorio está en la planta baja del edificio de enfrente. Adrianí pulsa el botón para llamar el ascensor.
—Deja, tendremos que esperar una hora —le digo y empiezo a bajar por la escalera, para demostrarle que estoy sanísimo y que no debe alimentar esperanzas.
Debido a la humedad insoportable, y al traje que vuelvo a llevar desde hace pocos días, con corbata, llego al ambulatorio con la ropa pegada al cuerpo. Llueva o haga sol, siempre acaba uno empapado. Vaya mierda de tiempo.
Nos reunimos con Fanis delante de la puerta del quirófano, y entramos para el chequeo ante la mirada escrutadora de la plebe con carné de la seguridad social, que se presenta a las seis de la mañana, con la esperanza de conseguir un número para visitarse a las dos de la tarde.
—¿Qué nos pasa, señor comisario? ¿Alguna molestia? —inquiere Eucarpidis, el encargado de Cirugía A.
—No, doctor, qué va —interviene mi portavoz oficial—. Gracias a Dios, nos encontramos muy bien, pero pensamos que no estaría de más hacernos unos análisis.
Instituyó este plural en mi primer día de hospitalización, como si hubiésemos sufrido la herida en sociedad. Me desnudo de la cintura para arriba y me tiendo en la camilla. Eucarpidis echa un vistazo superficial, sin tocar siquiera la cicatriz.
—Está muy bien —dictamina, satisfecho—. Y sus análisis son muy buenos. La cifra de leucocitos es correcta, la de plaquetas, también. Hemos terminado, no hace falta que vuelva.
—Costas, ¿por qué no te haces un electrocardiograma, ya que estamos aquí? —sugiere Adrianí dulcemente cuando salimos al pasillo.
Ya sé qué pretende. La revisión no ha arrojado los resultados que le convenían, así que quiere intentarlo con el electro. Estoy a punto de replicar con un «no» seco, pero me interrumpe la risa de Fanis.
—Ya te has hecho otros análisis, no pierdes nada con un electrocardiograma —asegura.
Me limito a asentir en silencio; me cuesta negarle nada al novio de mi hija.
Entramos en el ascensor para subir al departamento de cardiología con dos enfermeras algo agitadas que mantienen una conversación tensa.
—¿Estás segura? —pregunta una de ellas.
—Acabo de oírlo por la radio.
La primera se santigua.
—Que Dios nos ayude. El mundo se ha vuelto loco.
Bajamos en la segunda planta, y me quedo con la duda de qué es lo que han dicho por la radio. Que el mundo se ha vuelto loco ya lo sé. No necesito que nadie me lo anuncie.
—Tu corazón funciona como un reloj —asevera Fanis, satisfecho, después de estudiar el electro—. ¿Tienes todas tus medicinas?
—Se nos han acabado los diuréticos, Fanis. Anota también una cajita de sublinguales, Dios no quiera que los necesite —le ruega Adrianí, que controla las existencias como si fuera mi encargada personal de almacén.
—Dos Frumil y un Pensordil para el comisario —indica Fanis a la enfermera.
Una cincuentona, que aguarda a que la atienda el otro cardiólogo, levanta la cabeza y me mira con curiosidad.
—Tiene suerte de estar en el hospital un día como hoy —comenta—. Sus colegas van de cabeza.
—¿Por qué? —pregunto, irritado. Siempre me molestan las personas que me dirigen la palabra sin conocerme.
—¿No se ha enterado todavía? Esa organización que decía haber provocado el suicidio de Favieros…
—¿Filipo el Macedonio?
—Esa misma. Anoche asesinaron a dos kurdos. Acaba de salir en las noticias.
Me vuelvo inmediatamente hacia Fanis.
—¿Dónde hay un televisor?
—En el bar.
—¿A qué vienen tantas prisas? —protesta Adrianí—. Pasarán toda la semana repitiéndolo.
No le falta razón, pero yo no me aguanto. El bar se encuentra en medio de un pequeño parque con pinos. Está lleno. Pacientes en pijama, o camisón, acompañantes, médicos y enfermeras jóvenes se amontonan en las mesillas y a lo largo de las paredes para ver la televisión, sujeta a la pared a cierta altura. Llego en mitad de la declaración, cuyo texto ocupa media pantalla.
… Puesto que algunos no quisieron tomarse en serio nuestro comunicado referente al suicidio de Favieros, anoche nos vimos obligados a ejecutar a dos trabajadores extranjeros, empleados en las obras de Favieros, para demostrar a todos que no estamos bromeando. Hacemos un llamamiento general a la prudencia y a la seria consideración de nuestras reivindicaciones. De ahora en adelante, la responsabilidad recaerá sobre los dirigentes.
Las palabras se desvanecen de la pantalla, y la cámara empieza a bajar por una escalera estrecha, que conduce a un apartamento situado en un semisótano, poco mayor que un estudio, que contiene dos catres arrimados a las paredes, una mesa de fórmica y dos sillas de plástico. Dos sábanas blancas cubren sendos cuerpos humanos, tendidos en sus respectivas camas.
—Las víctimas, señoras y señores, son los dos kurdos que residían aquí, en el número 4 de la calle Frearíon, en el barrio de Ruf —informa la voz de la presentadora—. Ambos recibieron un disparo en el ojo derecho.
Mientras contemplo la imagen, se me agolpan las preguntas en la mente. ¿Cómo hemos pasado, en un lapso de pocos días, del suicidio de Favieros al asesinato de los kurdos? Y ¿por qué no se me quita de la cabeza que el suicidio en público constituye una señal de alarma que nadie escucha? Desde luego, ni Guikas ni ese inepto de Yanutsos. De repente, en medio de la conmoción, me invade cierto placer al pensar que ayer me miraban por encima del hombro y hoy se tiran de los pelos. No fueron capaces de reparar en el aspecto más llamativo de todo. Aun suponiendo que la organización nacionalista apareciera a posteriori para atribuirse una parte que no le correspondía en el suicidio de Favieros, eso no habría sido posible si Favieros no se hubiese matado ante las cámaras, y no habría habido necesidad de asesinar después a los dos kurdos para convencer a los escépticos.
¿Qué echa en falta cualquier poli en circunstancias como estas? Un coche patrulla. Tan ansioso estoy por disponer de uno, que dirijo la vista afuera, convencido de que ya me está esperando. Pero no veo más que a un medicucho tonteando con una enfermera.
—Si llamamos un taxi, ¿cuánto tardaría en llegar? —le pregunto a Fanis.
Dos pares de ojos se clavan en mí, desorbitados. Los de Fanis a la diestra y los de Adrianí a la siniestra, porque, de acuerdo con Dimitrakos, de la siniestra surgen los augurios siniestros.
—¿Para qué necesitas un taxi? —inquiere Adrianí con recelo.
—Quiero echar un vistazo a la escena del crimen.
—Estás de baja. ¿Lo has olvidado?
Su voz resuena como una campana, y la gente se vuelve hacia nosotros, extrañada. Evidentemente, mi emancipación gradual a lo largo de los últimos días la ha llevado hasta el límite, y está a punto de estallar. Tomo la iniciativa y salgo del bar para no armar un espectáculo.
—¿Puedes llamar a un taxi? —insisto, dirigiéndome a Fanis.
—Deja, ya te llevo yo. De todas formas, estoy aquí por ti. Hice el turno de noche y mi guardia ha terminado.
—Yo me voy a casa —declara Adrianí categóricamente. Ha adoptado la expresión de una niñera estricta, que no propina una bofetada al chiquillo pero le da a entender que se han acabado los caramelos y las chocolatinas. Yo casi extrañaba esa expresión, y me divierte contemplarla de nuevo.
Fanis le rodea los hombros con el brazo, se la lleva aparte y le susurra al oído. Después la deja y me llama:
—Espera a que acerque el coche.
Adrianí vuelve a mi lado aunque rehuye mi mirada. Yo, por otra parte, debería explicarle por qué quiero inspeccionar a los kurdos asesinados y el cuchitril en que vivían, pero no se me ocurre una explicación satisfactoria, ni siquiera para mí.
Fanis llega y detiene el coche delante de nosotros. Dejo que Adrianí se siente a su lado. Intento imaginar de qué ha hablado con Fanis y si piensa acompañarme a la escena del crimen, en cuyo caso quedaré en ridículo, pero no me atrevo a preguntar; lo dejo en manos de la suerte.
Afortunadamente, Fanis se desvía de la avenida del Mediterráneo por Mijalakopulu y comprendo que vamos a dejarla en casa. Al llegar a la plaza de Pangrati, Adrianí le pide que pare el coche.
—Déjame aquí, Fanis, querido. He de hacer unas compras. —Se apea sin despedirse. Acabamos de tener nuestro primer rifirrafe en dos meses, pero a mí no me preocupa en absoluto. Al contrario, me alegro de reanudar la rutina.
—¿Qué le has dicho para que cambie de opinión? —pregunto a Fanis con curiosidad.
—Que, puesto que irías de todas formas, sería mejor que te acompañara tu médico. Te esperaré en el coche. La verdad es que esta historia me interesa a mí también.
Interesa a todo el mundo menos a Guikas y a Yanutsos, pienso con amargura. Esta reflexión me obliga a confesarme que hay otra razón que me impulsa a visitar el escenario del crimen: la jeta que pondrá Yanutsos cuando me vea; él, que ayer, ni más ni menos, me echó del despacho de Guikas.
Enfilamos la avenida Amalias y pasamos por delante de los Jardines Nacionales. De pronto me entran remordimientos por utilizar a Fanis para satisfacer mis vicios policiales.
—Si quieres me bajo aquí y busco un taxi —le sugiero—. No has dormido, y ahora no te dejo descansar.
—Ya te lo he dicho, este asunto despierta mi curiosidad.
—Y la de Katerina. Anteayer tuvimos una larga conversación sobre organizaciones de extrema derecha.
Fanis rompe a reír.
—Voy a confesarte una cosa, pero no se lo comentes. Cada noche nos sentamos delante de la televisión, nos llamamos por teléfono y nos ponemos a analizar las distintas posibilidades. Uno, que no entiende nada, y la otra, que entiende a medias.
—¿Katerina es la que entiende a medias?
—Pues, sí. Al menos, ella estudia Derecho. ¿Qué va a saber un cardiólogo de esas cosas?
—¿Y por qué conmigo no habla de eso? —De nuevo siento una punzada, como cada vez que cobro conciencia de que ahora hay otro, más cercano a Katerina.
—Porque le da vergüenza —contesta Fanis.
—¿Vergüenza de qué?
—Del papá policía. Teme decir alguna bobada y quedar como una tonta.
Hemos tomado la calle Aquiles, que va cargada en dirección a Atenas, y torcemos por la avenida de Constantinopla. Frearíon se encuentra calle arriba, a la izquierda, y Fanis gira en la esquina y aparca en la calle Basilio Magno.
—Te espero aquí.
—No tardaré mucho —le aseguro, convencido de que Yanutsos me despachará en un par de minutos.
El bloque de pisos es una construcción ilegal, de aquellas limitadas a dos plantas hasta que los propietarios untaron a la policía o a algún político para que les permitiera añadir un par de pisos más, alquilarlos y pagar la dote de la hija o los estudios del hijo. Como no vislumbro ni ambulancias ni furgonetas de la televisión, deduzco que los cadáveres ya han sido trasladados al depósito.
Bajando la escalera que conduce al semisótano, me topo con Diamandidis, de Identificación.
—¿Qué le trae por aquí, señor comisario? ¿Ha vuelto al trabajo? —pregunta, como si mi presencia allí no le extrañara en absoluto.
—No, pero, como ves, intento pillarle de nuevo el tranquillo —respondo y, él suelta una carcajada—. ¿Qué pasa ahí abajo?
Se queda indeciso por un momento, como si quisiera confiarme algo, pero cambia de opinión.
—Baje y verá —contesta.
La puerta del apartamento está abierta y en el interior suenan voces. La vivienda consta de una única habitación, tal como aparecía por televisión, con un recoveco espacioso que hacía las veces de cocina y una puerta al lado, que debe de ser la del cuarto de baño.
Tal como suponía, ya se han llevado los cadáveres. En el centro de la habitación, Yanutsos y el forense Markidis están encarados en actitud de gallos de pelea a punto de arremeter uno contra el otro.
—No pienso decirte ni una palabra —grita Markidis a Yanutsos. Lo conozco desde hace años, y es la primera vez que lo veo perder los estribos—. Espera a recibir mi informe.
Más al fondo, mis dos ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, de espaldas a los otros dos, fingen hablar para que no se note que están pendientes de la discusión.
De repente, todas las miradas se posan en mí, como si alguien les hubiera advertido de mi presencia. Yanutsos abre los ojos como platos. Aún más desconcertante resulta el comportamiento de mis ayudantes. Me miran perplejos y no acaban de decidir si deben saludarme o no. Al final, optan por asentir con una sonrisa y se vuelven de nuevo hacia el fondo.
El más efusivo de todos es Markidis, que se acerca y me tiende la mano.
—Bienvenido —dice. Su semblante parece más afable que de costumbre, porque ha sustituido las gruesas gafas de toda la vida por unas ovaladas de fina montura metálica.
—¿A qué vienes? —me pregunta Yanutsos—. Que yo sepa, todavía estás de baja y aquí no te necesitamos.
—He venido para que me repitas lo que me dijiste el otro día, en el despacho de Guikas —contesto con malicia.
—¿Qué te dije?
—Que si en la antiterrorista hubieseis tomado en serio todas esas chorradas, no habríais dado abasto. Y ahora vais de culo.
—Esto no tiene que ver con el comunicado. Es cosa de la mafia.
Los otros tres ya se han girado para presenciar la segunda pelea de gallos.
—¿Dónde les dispararon? —pregunto a Markidis. Ya sé dónde pero quiero oírlo de su boca.
—En el ojo. A los dos.
Me dirijo otra vez a Yanutsos:
—La mafia no pierde el tiempo con esas filigranas. Les habría pegado cinco o seis tiros y se habrían marchado.
—Tal vez tenían razones para este montaje.
—¿Qué razones podían darles esos pobres kurdos? ¿Sabes lo que cuesta escenificar una ejecución con un tiro en el ojo?
Echo un vistazo alrededor. Las escasas pertenencias de las víctimas están en su sitio y no hay señales de lucha.
—Dermitzakis, Vlasópulos, podéis iros —les indica Yanutsos a mis ayudantes—. Ya no os necesito.
Levanto la cabeza con curiosidad, para comprobar si piensan despedirse de mí, pero ellos aparentan estar inmersos en sus pensamientos y se van sin siquiera dirigirme una mirada. No me explico esta actitud y me pongo furioso, aunque intento disimular para seguir metiéndome con Yanutsos.
—Por lo que veo, no hay indicios de forcejeo —le señalo a Markidis.
—No. —Nos miramos, y Markidis asiente con la cabeza—. Tienes razón. Yo también lo he pensado.
—¿Qué habéis pensado? —tercia Yanutsos—. Quiero saberlo.
Markidis no considera necesario contestarle.
—Si les hubieran disparado en el pecho, en el vientre o en cualquier otra parte, diría que los sorprendieron y no tuvieron tiempo de reaccionar —le explico—. Pero lo del ojo requiere preparación, planificación. ¿Por qué no se resistieron y dejaron que se los cargaran sin más?
—Eran mafiosos. Se conocían.
—No te quedes con la idea de los mafiosos, porque a lo mejor te llevas una sorpresa —le aconsejo mientras me alejo hacia la puerta.
Markidis me alcanza en las escaleras.
—Oye, ¿de dónde ha salido este idiota? —pregunta indignado—. Vlasópulos y Dermitzakis solos lo harían mejor.
Prefiero no responder, para no mostrar la ojeriza que le he tomado.
—¿Cómo crees que lo hicieron? —inquiero.
—Con un spray. De esos que utilizan los chorizos para dormir a los propietarios y robarles sin problemas. Les pillaron dormidos, les echaron el spray y les pegaron un tiro en el ojo.
—¿Puedes demostrarlo?
Se lo piensa por un momento.
—Depende de la composición del producto. Con un poco de suerte, encontraremos un rastro en la orina.
Ya estamos en la calle y, de repente, caigo en la cuenta de que no se trata sólo de las gafas. Markidis parece haberse hecho un lifting en toda regla.
—Estás muy cambiado —le digo asombrado—. Has rejuvenecido.
Una sonrisa amplia le ilumina el rostro, que no había sonreído en diez años.
—Me preguntaba si lo notarías.
—¡Cómo no iba a notarlo! Es impresionante.
—Me he divorciado. Me he divorciado y voy a casarme con mi secretaria.
—¿Cuántos años llevabas casado? —pregunto sorprendido.
—Veinticinco.
—¿Y ahora te divorcias?
—Claro que se quedó con el piso que compré con los ahorros de toda una vida, pero no importa. —De repente, estalla—: Me siento vivo, Jaritos. Después de pasar tantos años aletargado como un zombi —afirma con la convicción de quien acaba de ver la luz.
Debe de ser así, a juzgar por su ropa. Markidis, que no se había cambiado de traje en una década, lleva ahora una americana verde oliva de cuadros rojos, pantalones negros, una camisa de color naranja y una corbata de estampados futuristas, que brilla a la luz del sol.
—¿Es tu futura esposa quien te elige la ropa? —aventuro y, al mismo tiempo, me percato de que mi mente ha salido del rodaje de la convalecencia y funciona a sus revoluciones normales.
—Se nota, ¿eh? —se jacta, henchido de orgullo—. Ropa ultramoderna. Así la llama Nitsa. El último grito de la moda.
«Ultramacabra» me parece un término más acertado. Ese traje está a tono con el depósito de cadáveres. Me trago el comentario y voy a encontrarme con Fanis.