Al parecer Dios quiere a los periodistas, independientemente de su carácter. Si no, no se explica cómo, cada vez que una noticia está a punto de perderse en el olvido, cae el maná del cielo y la resucita de sus cenizas. En esta ocasión, el maná del cielo se llama Organización Nacional Helénica Filipo el Macedonio y da un vuelco completo a la situación, sin que, en realidad, cambie uno solo de sus elementos. Porque este cuento de los nacionalistas que incitaron —según ellos— a Favieros a suicidarse en público por contratar trabajadores balcánicos y tercermundistas en sus obras, no se sostiene ni como cuento de hadas, lo que, por otra parte, estaría muy acorde con los nacionalistas. Sin embargo, ha desatado los vientos de Eolo y dado pie a un aluvión de teorías, puntos de vista y suposiciones, así como a todo tipo de chismes y habladurías que proporcionarán material de debate a los reporteros y a sus colegas ventanícolas durante al menos diez días. Sólo Dios podía crear esta magnífica combinación que permite que todo parezca distinto sin que haya cambiado nada, y sólo en un lugar como Grecia.
La otra cosa que no logro quitarme de la cabeza es el nombre de la organización. Organización Nacional Helénica Filipo el Macedonio. ¿De qué me suena este nombre? Por mucho que lo intento, no consigo recordar. Pero lo he oído en otro sitio.
Resuelve el enigma la llamada de Katerina, que está impaciente por discutir las noticias referentes al suicidio de Favieros.
—¿Crees de verdad que lo obligaron a suicidarse? —me pregunta.
—Me parece muy improbable. Por otro lado, Favieros se suicidó públicamente. Habría que investigar el porqué. Hay una laguna en esto.
—Estoy de acuerdo. No creo que tengan fundamento las teorías sobre problemas económicos, una enfermedad incurable, etcétera.
—No me refiero a esto.
—¿Entonces?
—¿Por qué se mató en público? No encuentro una explicación lógica para ello.
—¿Qué insinúas? —inquiere—. ¿Que ordenaron a Favieros, que se trataba de tú a tú con el primer ministro y todos los miembros del gobierno, que fuera a los estudios, se metiera en la boca el cañón de una pistola y se volara la tapa de los sesos?
—¿No te parece raro que lo hiciera?
—Claro que sí, pero ¿cómo iba a dejarse intimidar por una organización de tres al cuarto como Filipo el Macedonio?
—¿Habías oído hablar de ella? —pregunto asombrado.
—¡Pero, papá…! Si son esos payasos que colapsan cada año el centro de Salónica para celebrar el aniversario de Alejandro Magno.
Claro, pienso, son ellos. Recuerdo que los colegas de Salónica se ponían hechos una furia porque un puñado de manifestantes se las ingeniaba para sembrar el caos.
—Dime, Katerina, ¿se puede hablar de responsabilidad criminal en casos como este?
—Se les puede acusar de inducción al suicidio, pero ¿a quién vas a perseguir?
—A los líderes de la organización.
—¡Menuda organización! —espeta Katerina con desprecio—. Diez alelados y otros veinte que se les unen para pasar el rato. ¿Sabes cuál ha sido su manifestación más multitudinaria?
—No. ¿Cuál?
—Cuando se congregaron delante del Club de Oficiales de las Fuerzas Armadas para protestar porque en las actas de un simposio científico se afirmaba que Filipo II de Macedonia era homosexual y mantenía relaciones con Pausanias, uno de sus generales.
Colgamos el teléfono entre carcajadas, pero lo cierto es que la conversación me ha dado que pensar. ¿Cómo se entiende que una organización que asoma la patita una vez al año para cortar la tarta de cumpleaños de Alejandro Magno convenza a Favieros para que se suicide? ¿En razón de la amenaza de matar a su familia si se negaba? No le habría costado nada enviarlos a todos a los Alpes, a pasar el resto de su vida de vacaciones.
Todo esto me lleva a la única conclusión posible: que el suicidio de Favieros obedecía a otras causas, de momento desconocidas, y que el grupúsculo de nacionalistas aprovechó la ocasión para darse publicidad. Si bien esta hipótesis es, probablemente, la más razonable, no me aclara en absoluto las auténticas motivaciones que impulsaron a Favieros a pegarse un tiro en público. Me temo que me seguirá obsesionando la palabra «público» hasta que encuentre una explicación convincente.
Sé muy bien que todas estas reflexiones no se traducirán en ningún resultado práctico, y que, en el fondo, no son más que una especie de crucigrama que me monto yo sólito para intentar resolverlo, pero lo prefiero mil veces al crucigrama de los periódicos, que me crispa los nervios desde la primera palabra.
Si quiero averiguar algo no me queda más remedio —otra vez— que recurrir a la prensa escrita. Decido acercarme al quiosco y, al pasar por delante de la cocina, veo que Adrianí está rellenando tomates y pimientos.
—Aún no los has metido en el horno, y ya huelen —le digo, riéndome.
—Muy bien, pero te advierto que no quedarán muy sabrosos, porque he puesto poca cebolla. No me salgas después con que están sosos.
Los tomates rellenos la tienen acomplejada desde que rivalizaba en habilidades culinarias con mi madre, y tiembla ante la posibilidad de un fracaso.
—No está mal, para empezar —digo para tranquilizarla.
Si alguien me preguntara por qué en lugar de torcer a la derecha en la calle Aronis para dirigirme al quiosco de periódicos, doblé a la izquierda en Nikiforidis para salir a la calle Formíonos, no sabría qué contestarle. Tampoco sé muy bien qué me pasó por la cabeza cuando detuve un taxi y le indiqué al conductor:
—A la avenida Alexandras, a la jefatura de policía.
En cuanto bajo del taxi, sin embargo, y cruzo el semáforo del Hospital Oncológico, empiezan a despertarse mis reflejos. Decido evitar la tercera planta, donde está mi despacho. No me apetece abrir la puerta y encontrarme a Yanutsos sentado en mi silla, ojeando las Noticias de Trícala. Treinta años en Atenas y el único diario que lee sigue siendo el periódico de su pueblo.
El guardia de la entrada se dispone a preguntar por mi nombre, pero mi jeta le resulta familiar y vacila.
—Comisario Jaritos, subo a la dirección general —me identifico para sacarlo del apuro. Quiere ponerse de pie pero lo detengo—. Estoy de baja. Sobran las formalidades.
El ascensor conserva sus vicios de siempre y me hace esperar diez minutos antes de concederme el honor de recibirme. Rezo para no toparme con mis ayudantes, Vlasópulos y Dermitzakis, y mucho menos con Yanutsos. Por suerte, el ascensor sube de un tirón y me deja en la quinta planta.
Me gustaría haber traído una cámara para fotografiar la expresión de Kula al verme. La manera de saber si realmente caes bien a alguien es apareciendo de improviso, después de una larga enfermedad o ausencia. Entonces leerás en su cara, como en un barómetro, si te ha echado en falta. La cara de Kula resplandece mientras ella se pone de pie de un salto y exclama con voz chillona de la emoción:
—¡Señor Jaritos!
Se abalanza sobre mí, me abraza y me estampa un beso en cada mejilla, para que no haya favoritismos. Kula siempre me ha tratado con simpatía, aunque yo, el poli receloso, pensaba que fingía. Hoy debo reconocer que he sido injusto con ella. Tal como me mira, rubia, guapa y con una sonrisa de oreja a oreja, se me ocurre que si hubiera venido antes, sin duda, me habría levantado el ánimo gracias a sus besos.
—¡No sabe cuánto me alegro de verle! —asegura alborozada—. No sabe cuánto le he echado de menos.
—¿Sí? Pues no fuiste a verme en el hospital —la reconvengo, con voz de enamorado que se queja porque su amada no lo cuida lo suficiente.
—Tiene razón. —De repente, está azorada y no encuentra las palabras adecuadas—. Verá… pues… No nos conocemos mucho y no me parecía bien presentarme allí, de repente, delante de su mujer… y de su hija… Se sabría aquí, en jefatura, y eso daría que hablar…
—¿Qué dices, Kula? ¿Quién hablaría?
—No faltan las lenguas viperinas…
—¿Y qué dirían?
Sacude la cabeza con gesto fatalista.
—Ay, señor Jaritos. Usted es un inocente. Parece venido de otro planeta.
No sé si debo alegrarme o lamentarme de mi suerte.
—Pero veo que está muy bien —comenta para cambiar de tema—. Fuerte, sano, rejuvenecido… ¿Cuándo volverá al trabajo?
—Me quedan dos meses de baja.
—Le envidio. Procure disfrutarla.
—¿Está en su despacho? ¿Puedo pasar a saludar?
—Desde luego, no hace falta que le anuncie. No va a interrumpir nada importante.
Sólo después de entrar en el despacho de Guikas descubro que Kula no hablaba por hablar. Guikas está sentado detrás de su escritorio, que mide tres metros de largo, es curvo y recuerda la pista de un hipódromo. Frente a él, ocupando el sillón donde solía arrellanarme yo, está Yanutsos. Es un hombre de cuarenta y cinco años, alto, delgado y linfático, que nunca se quita el uniforme, porque cuando va de paisano semeja un vendedor ambulante de costureros. Me lo he buscado. Debí hacer primero una escala en el despacho de mis ayudantes para indagar su paradero.
—Bienvenido —dice Guikas al verme—. ¿Qué te trae por aquí?
—He pasado a saludar.
—Si nos echas de menos, significa que te encuentras bien. Siéntate.
Yanutsos no se toma la molestia de darme los buenos días; me mira con expresión molesta y preocupada a la vez. Opto por mostrarle mi indiferencia y centro la vista en Guikas.
—¿Cómo te va? —me pregunta él.
—Me aburro —respondo con sinceridad y Guikas sonríe.
—¿Todavía no has aprendido a jugar a las cartas? —bromea Yanutsos desde el sillón de enfrente.
—Leo los periódicos, salgo a pasear, veo la televisión… Qué más puedo hacer. —Mi contestación va dirigida a Guikas; Yanutsos ya no cuenta para nada—. ¿Cómo os va a vosotros por aquí?
—La rutina de siempre, ya sabes.
—¿El suicidio de Favieros no ha roto la rutina? —inquiero candorosamente para calibrar su reacción, pero él no se inmuta.
—El nuevo éxito de la televisión.
—¿Y esa organización que alega haberlo empujado al suicidio?
—¡Bueno! —interviene otra vez Yanutsos—. Cuando yo estaba en la antiterrorista, si nos hubiéramos tomado en serio esas chorradas, no habríamos dado abasto.
Cuando estabas en la antiterrorista jugabais a las cartas, pienso pero mantengo la boca cerrada para no cabrear a Guikas.
—Un desconocido ha llamado a un periódico para decir que el comunicado no es de «Filipo el Macedonio», sino un mero intento de provocación —me informa Guikas seriamente.
—A pesar de todo, algo no encaja.
—¿Qué?
—El suicidio en público. ¿Por qué querría suicidarse delante de las cámaras?
Guikas se encoge de hombros.
—¿Qué esperas, que tengan lógica los actos de un hombre que ha decidido poner fin a su vida?
—A los hombres como Favieros no les gusta la publicidad —insisto—. Siempre actúan con discreción. Por eso me llama la atención.
—Oye, Jaritos —salta Yanutsos de nuevo—. Nos alegramos de verte y de que estés bien, pero el señor director y yo estábamos en medio de una reunión de trabajo muy importante, y nos has interrumpido.
No me da tiempo de sorprenderme de su desfachatez, porque advierto que Guikas se levanta, como si estuviera aguardando la señal, y me tiende la mano.
—Celebro que estés mejor, Costas —dice—. Déjate caer por aquí otro día y charlamos.
Me están echando, pienso. Tienen prisa por deshacerse de mí. Estrecho la mano de Guikas, giro sobre los talones y salgo del despacho sin decir palabra.
—¿En qué categoría incluyes a Yanutsos? —pregunto a Kula para desquitarme.
—En la de los brutos y los cobardes —responde de inmediato—. No sólo se comporta como un burro sino que trata de cargarme sus errores, y comete unos diez al día.
—Un poco de paciencia, Kula. Son dos meses, ya pasarán.
—¡Y cuanto antes mejor! —ríe.
A pesar de los comentarios de Kula, sigo enfurecido. Me planto en la calle Dimitsanas, delante del hospital de San Sabas, a esperar a que aparezca un taxi, pese a que para pillar uno en Atenas a las dos de la tarde se necesita un máster. Yo sólo terminé la primaria, de modo que me los quitan delante de las narices antes de que pueda hacer una seña al conductor. Cuando, por fin, consigo parar un taxi estoy a punto de estallar. En cuanto me acomodo en el asiento delantero descubro que me ha tocado la norma, es decir, un taxista melómano que siempre pone la radio a todo volumen. Mis nervios se desmoronan en la esquina de Mijalakopulu con Spiru Merkuri, cuando una voz femenina empieza a cantar: «Nos lo pasamos muy bien, y eso me aterra».
—¡Apaga este chisme y toca el claxon, a ver si nos abrimos camino! —le exijo al conductor.
Vuelve la cabeza y me observa con esa expresión soberbia que caracteriza a los taxistas.
—¿Por qué, está enfermo? No me lo parece.
Le estampo mi carné de policía en las napias.
—Soy policía y estoy de servicio. Tu radio interfiere con mi busca. Apágala y pega unos cuantos bocinazos, o te entrego al primer guardia urbano que encontremos y te retiro la licencia durante, al menos, seis meses.
Obedece sin más comentarios. Empieza a conducir como un kamikaze, y llegamos a la esquina con Arístocles en un par de minutos. Le pregunto qué le debo.
—Paga la casa, señor comisario. Mejor déme su nombre —pide, como si quisiera invitarme a un helado—. Nunca se sabe, podría necesitarlo alguna vez.
Dejo tres euros encima del asiento, me bajo y cierro de un portazo.
—¿Dónde has estado todas estas horas? —pregunta Adrianí, inquieta.
—En la plaza de Omonia. Echaba de menos a los rusos y los pónticos.
Al fijarse en mi expresión, se percata de que más vale no discutir.
—Ven a comer —se limita a murmurar.
En cuanto pruebo los tomates rellenos, mis nervios se relajan y mi cólera se desvanece, como por arte de magia.
—¡Benditas sean tus manos, Adrianí! Hoy me has hecho el mejor regalo —afirmo entusiasmado.
—Vamos, no me mientas. Les falta cebolla, ya te lo dije.
Tomo el segundo bocado y lo retengo en la boca, para delicia de mi paladar. Nos faltan tantas cosas, que la cebolla es lo de menos, pienso.