Estoy sentado en el sofá, al lado de Adrianí, mirando la televisión. En la pantalla aparece la famosa presentadora de televisión, Aspasía Komi, que una vez por semana entrevista a diversos políticos, empresarios y algún que otro futbolista o levantador de pesas, y ella lanza denuncias, airea escándalos y, al final, despide a sus invitados con una gran sonrisa. Antes yo despreciaba este tipo de programas, que me ahuyentaban del televisor. Ahora los desprecio y los veo, como nueve de cada diez griegos en la actualidad.
Komi está sentada en un cómodo sillón, frente a Iásonas Favieros, un cincuentón bien conservado, arrellanado en otro sillón de aspecto no menos cómodo. Si no fuera del dominio público que ha amasado una fortuna en los últimos veinte años, sin duda muchos lo tomarían por un roquero trasnochado de los años setenta que ha olvidado afeitarse la barba y cambiarse de pantalón. Es dueño de una gran constructora que opera en todos los países balcánicos y se encarga de una parte importante de las obras para los Juegos Olímpicos, pero lleva tejanos desteñidos y una americana llena de arrugas.
Komi lo acosa a preguntas acerca de las acusaciones de que dichas obras no estarán terminadas a tiempo, pero Favieros no parece inquietarse en absoluto.
—No son más que habladurías sin fundamento, señora Komi —responde—. Los asuntos de este tipo mueven mucho dinero y despiertan un gran interés, y Grecia es un país insignificante desde el punto de vista empresarial. Por mucho que discrepe, debo reconocer que es normal que la competencia intente muchas veces desprestigiar al adversario o, incluso, acabar con él.
—¿Me asegura entonces que las obras se terminarán a tiempo para los Juegos Olímpicos?
—No —replica Favieros sonriendo, seguro de sí mismo—. Le aseguro que terminarán mucho antes.
—Acaba de asumir un compromiso frente a nuestros telespectadores, señor Favieros. —Komi se vuelve hacia la cámara con el rostro resplandeciente de satisfacción.
—Desde luego —contesta Favieros imperturbable.
—Ya veremos dónde estarás tú cuando hagamos el ridículo delante de los extranjeros —refunfuña Adrianí, que considera todas las promesas fraudulentas.
Quizá tenga razón, pero Favieros ha zanjado el tema con su compromiso público, de modo que Komi empieza a buscar otro caballo de batalla.
—No obstante, señor Favieros, en los círculos empresariales muchos se hacen la misma pregunta —prosigue—: ¿Cómo pudo usted crear, partiendo de cero y en apenas quince años, una empresa tan importante para lo que es habitual en Grecia?
—Lo que ocurre es que muy pronto comprendí dos realidades —explica él sin titubear—. En primer lugar, si limitaba mis actividades al territorio griego, mis empresas estarían condenadas a subsistir. Por eso me abrí a los Balcanes. Actualmente operamos, tanto directamente como a través de empresas filiales, en toda el área balcánica, incluso en Kosovo. Además, supe aprovechar la tradicional relación de amistad que une a Grecia con algunos países árabes.
—¿Y la otra realidad?
—Que un empresario no debe tener complejos. Realizamos buena parte de nuestras obras en colaboración con otras empresas europeas, mucho mayores que la nuestra. Le aseguro, señora Komi, que jamás he temido que nos absorban.
—Por lo visto usted supo aprovechar antes que otros los secretos de la globalización, señor Favieros.
Favieros se echa a reír.
—Conocía los secretos de la globalización mucho antes de la globalización.
—¡Qué me dice! ¡Es todo un pionero! ¿Cómo los descubrió?
Komi sonríe con gracia, como queriendo anticiparse a la broma que va a oír.
—Gracias al internacionalismo de izquierdas, señora Komi. La globalización es la última etapa del internacionalismo. Le sugiero que lea el Manifiesto Comunista.
Mientras que hasta este momento se mostraba relajado y abierto, de pronto distingo en su voz cierto deje de orgullo teñido de provocación. La sonrisa en los labios de Komi se ha convertido en una mueca de perplejidad. No sabe qué es el internacionalismo, no conoce el Manifiesto Comunista y no entiende de qué están hablando. Pero es una periodista experta y se repone rápidamente. Se inclina hacia delante y clava en él los ojos.
—Tal vez usted lo llame internacionalismo y Manifiesto Comunista, señor Favieros, pero otros lo llaman contactos con el partido gobernante —le dice en tono melifluo—. Y hablan de sus relaciones con ciertos ministros.
—No sólo con el partido gobernante sino con todos los partidos. ¿Sabe de algún empresario que no cultive contactos políticos, señora Komi?
—No estamos hablando de simples contactos sino de relaciones personales muy estrechas. Hace dos días le vieron comer con un ministro del gobierno en un restaurante de moda.
—¿Insinúa que conspirábamos en público, y en un restaurante muy conocido, para colmo? —Favieros suelta una risotada. De repente, se pone serio—. No olvide que conozco a muchos de los ministros del actual gobierno desde la época de la junta militar, cuando éramos estudiantes.
—No son pocos los que afirman que el crecimiento vertiginoso de sus empresas se debe a la simpatía de la que goza entre miembros del gobierno —señala Komi—. Tal vez por haber luchado juntos contra la dictadura —añade, mordaz.
—El éxito de mis empresas se debe a una buena planificación, a unas buenas inversiones y al trabajo duro, señora Komi —asevera Favieros con gravedad—. Esto quedará demostrado más allá de toda duda, y muy pronto, además. —Pone énfasis en la última frase, como si fuera a demostrarlo enseguida.
Komi abre una carpeta que tiene sobre el regazo, extrae un documento y se lo entrega a Favieros.
—¿Reconoce esta carta? —pregunta—. Es una protesta firmada por cinco sociedades constructoras y dirigida al Ministerio de Obras Públicas. Protestan por la anulación del concurso para la construcción de tres nudos viarios y la decisión de repetirlo, sólo para conceder a su empresa la oportunidad de presentarse, puesto que no estaba preparada para la primera convocatoria.
Favieros echa un vistazo al documento y levanta la cabeza lentamente.
—Sí, algo había oído de eso, pero no lo había leído.
—Como ve, se trata de acusaciones muy concretas. ¿Tienen algún fundamento?
—Responderé a su pregunta —dice Favieros con serenidad.
Su mano se dirige lentamente al bolsillo interior de su americana. Komi, asida a los brazos del sillón, fija la mirada en Favieros y espera. Con su actitud pretende transmitir la tensión a los espectadores, pero el tufillo a falso me llega desde la avenida del Mediterráneo, donde se encuentran los estudios.
Favieros retira la mano del bolsillo pero no saca un papel ni un pañuelo con el que enjugarse el sudor. La mano de Favieros empuña una pequeña pistola tipo Beretta, con la que apunta a Komi.
—¡Virgen María, la va a matar! —chilla Adrianí, levantándose de un salto.
Komi contempla la pistola, hipnotizada. No sé si la paraliza el terror o la fascinación que ejercen las armas sobre sus víctimas, fenómeno que he podido comprobar en incontables ocasiones. Cuando sale del trance momentáneo intenta ponerse de pie, aterrorizada, pero sus rodillas no obedecen y se desploma en el sillón. Abre la boca para decir algo, pero su lengua se alía con las rodillas y se niega a obedecerla.
—Señor Favieros —lo llama alguien desde fuera de la pantalla, con una voz que intenta ser tranquilizadora pero que está temblando de miedo—. Señor Favieros, guárdese el arma en el bolsillo… Se lo suplico… Estamos en el aire, señor Favieros.
Favieros no le hace caso. Sigue encañonando a Komi con la pistola.
—¡Vamos a publicidad! ¡Poned los anuncios! —grita la misma persona desde detrás de las cámaras.
—¡Nada de anuncios! —La voz que interviene ahora es categórica, no admite objeciones—. Seguimos en el aire. ¡Aquí mando yo!
—¡Señor Valsamakis! —protesta la primera voz—. ¡Acabaremos en la cárcel!
—¿Cuántas veces se presentan oportunidades como esta, inútil? ¿Quieres pasar el resto de tu vida realizando informativos y concursos televisivos o prefieres tener a la CNN de rodillas, suplicándote? ¡Contéstame! ¿Qué prefieres?
—¡Patroclo, un primer plano de Favieros! ¡Quiero un primer plano de Favieros! —grita el realizador.
—¡Aspasía, habla con él! ¡Estás en el aire, habla con él! —ordena la voz de mando.
Komi no se esfuerza en absoluto por disimular el pánico.
—Señor Favieros —farfulla—. No… por favor…
Mientras Patroclo hace zum en el rostro de Favieros, este realiza tres movimientos sucesivos y muy rápidos. Se apunta a sí mismo con el arma, se mete el cañón en la boca y aprieta el gatillo. El disparo resuena a la vez que el grito de Komi. Un chorro rojo brota de la cabeza de Favieros, y sus sesos se desparraman sobre el fondo del escenario, que figura una enorme pecera llena de peces de colores. El cuerpo de Favieros cae hacia delante, como si se hubiese quedado dormido en el sillón.
Komi, de pie, retrocede casi imperceptiblemente hacia la salida del plató, pero la voz de mando le para los pies.
—¡Quédate en tu puesto, Aspasía! —brama—. ¡Piensa que estamos haciendo historia! ¡El primer suicidio televisado en directo! —Komi vacila por un instante y después se vuelve hacia la cámara, porque la enfoca en primer plano, pero también para apartar la vista de Favieros.
A mi lado, Adrianí se ha cubierto la cara con las manos y se mece adelante y atrás como las plañideras.
—No, Dios mío… No, Dios mío… —gime.
—¡Aspasía, habla a la cámara! —atruena la voz de mando.
—¡Miltos, un primer plano de Aspasía! —ruge el realizador.
—Queridos telespectadores —suena la voz de Aspasía pero, en lugar de su rostro, se ve en la pantalla una imagen borrosa, manchada de sangre y salpicaduras.
—¡Miltos, limpia el objetivo! ¡No tengo imagen! —grita el realizador.
—¿Con qué quieres que lo limpie?
—¡Con la manga, con lo que sea! Quiero imagen.
—¿Quién es el gilipollas que ha dejado abiertos los micros? ¡Carta de ajuste!
Dejan de oírse las voces y el sonido, y en la parte inferior derecha de la pantalla aparece un letrero: «Estas imágenes no están trucadas».
—¡Apágala! —exclama Adrianí, indignada—. ¡Estas imágenes no están trucadas! ¡No tienen escrúpulos!
—Ya la apago —respondo—, pero prepárate: nos enseñarán el suicidio en todos los canales durante al menos una semana, como si fuera una película de estreno.
—¿Y a este cómo se le habrá pasado por la cabeza suicidarse delante de las cámaras?
—El alma humana es insondable.
Recurro a esta respuesta vaga porque, si empezamos a discutir, la retahíla de tonterías será interminable.
—Ya todo se considera un espectáculo. Hasta el suicidio.
A veces, Adrianí pone el dedo en la llaga, sin darse cuenta. ¿Por qué razón escenificaría su suicidio en público un empresario de la talla de lásonas Favieros? Por otra parte, quizá no era eso lo que se proponía y había tomado la decisión de matarse sobre la marcha. ¿Qué otra intención podía albergar, sin embargo? ¿Asesinar a Komi? Se lo merecía, aunque seguro que Favieros no veía tanto la televisión como para que esa muñeca rubia y embutida en lamé, como una bolsa de peladillas, despertase sus instintos asesinos.
También existe la posibilidad de que quisiera lanzar una advertencia a sus competidores y enemigos. Y la pistola ¿para qué? ¿Los amenazaría con una pistola a través de las cámaras? Hace mucho que no investigo, estoy desentrenado y sólo se me ocurren bobadas.