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Fanis desmiente a Adrianí. Llega a las siete, cuando estoy leyendo el periódico de la tarde. Es otra de las novedades de mi vida posthospitalaria: antes los diccionarios monopolizaban mi interés en la lectura, ahora he incluido los periódicos, para combatir el aburrimiento. Empiezo por el diario de la mañana, que me trae a casa Adrianí, y luego hojeo mis diccionarios; cuando salgo por la tarde a pasear compro la edición vespertina y releo las noticias, idénticas, como calcadas con papel carbón; al final las veo por tercera vez en la televisión, por si se me ha escapado algo. Los médicos advierten siempre sobre los efectos secundarios de la intervención, que resultan ridículos si los comparamos con los de la convalecencia: el hastío insoportable y la inmovilidad paralizante.

Fanis me pilla absorto como un autista, leyendo los artículos menores de las páginas financieras. Todavía llevo la chaqueta que Adrianí me obligó a ponerme en el parque, no porque tenga frío sino porque he alcanzado tal punto de apatía que no distingo el frío del calor. Soy capaz de dormir con la chaqueta si no viene Adrianí a quitármela.

Fanis se planta delante de mí con una sonrisa.

—¿Te apetece dar una vuelta?

—¿No estabas de guardia? —pregunto, apartando la vista del diario.

—Me he puesto de acuerdo con un colega. Le venía mejor encargarse de mi turno de hoy.

Dejo el periódico y me levanto.

—¡No lleguéis tarde para la cena! —grita Adrianí desde la cocina—. Costas tiene que cenar a las nueve.

—¿Por qué? ¿Qué pasará si cena a las diez? —pregunta Fanis con una carcajada.

Adrianí asoma la nariz por la puerta de la cocina.

—Fanis, tú eres médico. ¿Crees que es bueno que se acueste con la barriga llena ahora que está convaleciente?

—Con las comidas que tú le preparas, dormiría como un niño aunque cenara a medianoche.

—Vámonos, ya es tarde —lo apremio, porque temo que Adrianí empiece a poner objeciones y nos quedemos sin paseo.

Antes, en cuanto llegaba Fanis, ella interrumpía su trabajo para hacerle compañía. Ahora le abre la puerta y desaparece en la cocina. Ve en general con malos ojos a cualquiera que viene a casa, porque teme que le arrebaten su dominio absoluto sobre mí. Con Fanis se muestra retraída y recelosa, debido a su condición de médico y a la consiguiente imprevisibilidad de sus reacciones.

—¿Por qué llevas chaqueta? ¿Tienes frío? —me pregunta Fanis.

—No.

—Quítatela, hace calor en la calle. Vas a sudar a mares.

Sigo su recomendación. Mi mujer me la pone, mi médico me la quita, yo obedezco.

—Vamos hacia la costa, a respirar un poco de aire del mar —propone Fanis y tuerce en la calle Ymitú para enfilar Vuliagmenis.

Hay poco tráfico y todos conducen sin prisas. Desde que trasladaron el aeropuerto a Spata, la avenida Vuliagmenis suele estar despejada. Fanis avanza calle Alimu abajo y sale a la avenida Poseidón. Todo el mundo ha venido al mar y la gente se agolpa en el espacio de metro y medio entre la calzada y el parapeto de piedra que bordea la playa. El resto de la acera está tomado por hindúes, paquistaníes, egipcios y sudaneses que venden bolsos, billeteras, convertidores de euros, monederos para los céntimos, prismáticos, relojes, despertadores y flores de plástico sobre sus mantas extendidas. Acuclillados, los vendedores charlan entre sí, ya que los transeúntes no prestan la menor atención a sus mercancías.

Es junio, aún no se han desatado los calores fuertes y noto la brisa de Saronikós en la cara. Muchos bañistas chapotean en el agua, otros juegan con raquetas en la arena, mientras algunos de esos veleros que se hunden, giran y reemergen por el otro lado y navegan por la bahía de Fáliro. Cierro los párpados e intento borrar de mi mente la sopa de estrellitas con pollo, que sin duda me provocará arcadas, los dos meses de autismo en forma de baja que me quedan por delante, y el gato que mañana por la tarde me estará esperando en el lugar de siempre, en el parque… Trato de pensar en otra cosa pero no lo consigo.

—Tienes que salir del círculo vicioso de la convalecencia.

La voz de Fanis me despierta y abro los ojos. Hemos dejado atrás Kalamaki y nos dirigimos a Helinikó. Fanis sigue hablando con la mirada fija en la carretera.

—Sabes muy bien que al principio no nos llevábamos muy bien. Tú me tenías por un medicucho frío y engreído, yo te tenía por un poli cenizo y cascarrabias, resentido conmigo por seducir a su hija. Aun así, te prefería a la masa informe en que te has convertido.

Distraído por el esfuerzo de rescatarme de mi apatía, se ve obligado a dar un volantazo para esquivar un Ford descapotable en el que viaja una pareja. El tipo que conduce lleva los pelos de punta, a la moda, como si se le hubiese aparecido Drácula. La chica luce un aro en la nariz.

El tipo con la cabeza erizada nos alcanza en el semáforo. Viene dispuesto a echar la bronca a Fanis cuando se fija en el adhesivo del colegio de médicos, pegado en el parabrisas.

—¿Eres un matasanos? ¡Debí imaginarlo! —grita triunfalmente—. Alguien que conduce así sólo puede ser médico o mujer.

—¿Por qué, qué pasa con las mujeres, Juanito? —se indigna la chica que va a su lado.

—Nada, muñeca. Sólo que cuando os ponéis al volante, sois un peligro.

—Pero ¿qué dices? ¿Es un peligro tu mamá, a la que llamas cinco veces al día para oír su dulce voz?

La chica está tan furiosa que le tiembla la anilla de la nariz. Abre la puerta del descapotable, baja del coche y la cierra de golpe.

—¡Vuelve aquí, Maggie! ¿Adónde crees que vas, joder?

Como si no lo hubiera oído, la joven sortea varios vehículos hasta llegar a la acera de enfrente.

—¡Ha sido por tu culpa, carnicero! —chilla el tipo a Fanis.

—No soy cirujano —responde él riéndose—. Soy cardiólogo y, si sigues así, te va a dar un infarto.

Pero el tipo no le hace caso. El semáforo está en verde y él avanza a diez por hora, tocando el claxon como un poseso para que la chica regrese al coche, mientras los conductores de atrás le exigen a bocinazos que arranque de una vez.

Fanis se desternilla. Yo observo la escena en silencio, y él repara en mi displicencia.

—¿Ves? Normalmente, te habrías cabreado con el tipo y conmigo, por tomármelo a risa. Ahora te deja indiferente. Mis felicitaciones a la señora Adrianí. No la creía capaz de atarte tan corto.

Se detiene delante de las instalaciones deportivas de San Cosme. Termina de aparcar, muy serio, se vuelve hacia mí. Anochece, y apenas distingo sus rasgos dentro del coche.

—Katerina piensa dejar temporalmente el doctorado para venir a Atenas —me suelta.

—¿Por qué?

—Para ocuparse de tu recuperación. No quiere que acabemos recogiendo lo que quede de ti con una cucharilla. —Hace una breve pausa sin dejar de mirarme—. Le aseguré que no es necesario. Eres un hombre fuerte; sólo falta que te pongas las pilas.

—¿Por eso querías dar una vuelta conmigo? ¿Para hablarme de Katerina?

—Por eso y porque no tiene sentido cambiar la tutela de la madre por los cuidados de la hija. Es a ti a quien corresponde reaccionar. —Calla por un momento, como sopesando lo que va a decirme—. Si sigues así, no podrás volver al servicio. Necesitarás prolongar la baja.

—¡Ni en broma! —Por primera vez, mi voz no suena muerta.

—Katerina se encuentra en un momento crucial de su tesis. —Se corta de nuevo, teme hablar más de la cuenta y molestarme—. No le conviene dejarla a medias ahora. Yo no puedo impedírselo. Sólo tú…

Como no obtiene respuesta, se dispone a encender el motor.

—Sois todos muy buenos —murmuro, y él se queda inmóvil con la mano en las llaves—. Mi mujer, siempre pendiente de mí, y tú, que te desvives por animarme, y mi hija, que quiere interrumpir su doctorado para venir a cuidarme. Pero ¿por qué me siento tan mal, a pesar de todo esto?

—Porque no nos mandas al cuerno para hacer lo que te dé la gana. Esto es lo que trato de decirte.

Ahora sí gira la llave, y el coche se pone en marcha. Se despide delante de la puerta de mi casa. No lo invito a subir, porque sé que es su hora de llamar a Katerina.

La mesa de la cocina está puesta para mí.

—¿Qué tal el paseo? —pregunta Adrianí.

—Bien. Hemos ido hasta San Cosme.

—Es verano; el paseo marítimo está muy concurrido. Cuando te encuentres un poco mejor, te sacaré a pasear por la mañana. —Capto el mensaje perfectamente. Ella decidirá cuándo me encontraré mejor, y ella me sacará a pasear—. Siéntate, te serviré la sopita.

—No quiero sopa. Fuera hace calor, la gente se baña en el mar y tú me das sopa de estrellitas para cenar.

—Porque tienes que ponerte bien, Costas. Es bueno para tu recuperación.

—¿Qué médico de mierda ha dicho eso? —Sé que no lo ha prescrito médico alguno; la terapia es de su invención.

Por toda respuesta, Adrianí se lleva el plato hondo, lo llena de sopa y añade un muslo de pollo. Después lo deposita delante de mí en la mesa.

—Si quieres, te lo comes. Yo he cumplido con mi deber —declara y me deja solo en la cocina.

Me agarro de los cantos de la mesa para incorporarme y cantarle las cuarenta, pero las rodillas me flaquean de repente. Mi cólera se desinfla como un tensiómetro, las fuerzas me abandonan y desfallezco. Me siento a la mesa, tomo una rebanada de pan, la corto en pedazos y los echo en la sopa, como los viejos. Al tercer bocado dejo la cuchara en el plato y salgo de la cocina.