Magnus pasó junto a un autobús de turistas que salía mientras él entraba en el aparcamiento. Estaba casi vacío. Había dos coches aparcados uno al lado del otro. Un todoterreno grande y un utilitario mucho más pequeño, con un tercero que se encontraba a pocos metros de ellos.
—Ese es el de Ingileif —dijo Jubb, señalando al más pequeño.
—¡Quédese aquí! —gritó Magnus mientras salía del coche.
Atravesó corriendo el aparcamiento y bajó por unos escalones de madera. La catarata apareció delante de él, una caldera de agua que caía con un gran estruendo. El sendero conducía a un saliente con un punto de observación a medio camino de la catarata.
Nada. Nadie. Solo agua. Una cantidad inconmensurable de agua.
Miró hacia la parte superior de las cataratas. El camino terminaba a poca distancia de ellas, y casi podía verse desde allí en su totalidad. Pero hacia abajo había más escalones, un sendero, otro aparcamiento y un desfiladero. Muchos lugares donde poder esconderse.
Magnus bajó los escalones en dirección al desfiladero.
—¿Pési? ¿Qué estás haciendo? —Ingileif lo miró con el terror reflejado en sus ojos, pero la rabia superó al miedo. Pétur sabía que tendría que luchar con ella. Su hermana no se rendiría fácilmente. Deseó tener una piedra o algún otro instrumento contundente con el que golpearla primero. Si la golpeaba con la suficiente fuerza con el puño, podría dejarla inconsciente.
Tragó saliva. Iba a ser muy difícil golpear a Ingileif.
Pero… Pero tenía que hacerlo.
Dio otro paso adelante. Pero entonces notó un movimiento por el rabillo del ojo. Una pareja con un trípode apareció por el borde de la hondonada. Uno de ellos —adivinó que sería una mujer por su altura y silueta— los saludó con la mano. Pétur no la reconoció, pero volvió a mirar a Ingileif, que no se había dado cuenta de nada.
Tendría que ganar tiempo hasta que se hubiesen marchado.
—¿Quieres que me entregue? —le preguntó a su hermana.
—Sí —contestó ella.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Durante dos minutos mantuvieron una conversación entrecortada, mientras Pétur observaba a la pareja sin mirarlos directamente. Vio cómo colocaban el trípode, lo movían y lo desmontaban. Pétur no sabía si habían tomado una fotografía de las cataratas o si habían decidido no hacerla. Pero se sintió aliviado al ver que desaparecían por el borde de la hondonada.
Dio un paso más hacia su hermana.
Jubb no se quedó en el coche. Echó un vistazo al aparcamiento y, después, se dirigió a la oficina de información. Una mujer de mediana edad que había en su interior le deseó una buena tarde en inglés, después de adivinar que se trataba de un extranjero.
—¿Ha visto a dos personas por aquí? —le preguntó Jubb—. Un hombre y una mujer. El hombre es calvo y la mujer rubia. Islandeses.
—No. Creo que no. Acabo de hablar con una pareja de alemanes. El hombre llevaba un gorro de lana, así que no he podido ver si era calvo. Pero la mujer tenía el pelo moreno, de eso estoy segura. Iban a hacer unas fotografías de las cataratas.
—¿Pero no eran islandeses?
—No. Lo siento. Pero claro, desde aquí no puedo ver bien el aparcamiento.
—Gracias —dijo Jubb.
Mientras salía del puesto de información, vio a la pareja alemana de la que había hablado la mujer bajando hacia el aparcamiento desde la colina de arriba, acurrucándose el uno contra el otro para protegerse del frío. El hombre llevaba un trípode apoyado sobre el hombro.
Jubb corrió hacia ellos.
—Hola —les gritó—. ¿Hablan mi idioma?
—Sí —contestó la mujer.
—¿Han visto a un hombre y a una mujer ahí arriba? El hombre es calvo y la mujer rubia.
—Sí —respondió la mujer—. Justo en lo alto de esta colina de aquí.
Jubb se quedó pensando por un momento. ¿Debía subir corriendo o ir a avisar a Magnus?
Fue a avisar a Magnus.
Bajó a toda velocidad desde el aparcamiento hacia las cataratas.
Pétur decidió no golpear a Ingileif. Al menos, no enseguida. Se giró y se acercó despacio al borde del precipicio.
—¿Adónde vas? —le gritó Ingileif.
—Voy a mirar las cataratas.
—¿Me estás escuchando?
—Sí, te escucho.
Tal y como esperaba, Ingileif le siguió. Seguía discutiendo con él, suplicándole que se entregara. Pero se mantenía a cierta distancia.
Pétur se paraba, hablaba y continuaba caminando. Aquello parecía funcionar. Por fin se encontraba a pocos centímetros del borde del desfiladero. Tenía que gritar para hacerse oír.
Ingileif se había quedado quieta. No avanzó más.
Entonces, vio en su mirada que ella sabía lo que estaba haciendo, la estaba incitando a dirigirse hacia su propia muerte. Dio unos pasos atrás y, después, se dio la vuelta y salió corriendo. Pétur fue detrás de ella. Tenía las piernas más largas, era más fuerte, estaba más en forma. La alcanzó, lanzándola al suelo.
Ella gritó, pero el grito quedó ahogado por la humedad y el estruendo del agua. La inmovilizó contra la hierba, pero ella levantó la mano derecha y le arañó la cara.
¡Mierda! Aquello iba a ser muy difícil de explicar a la policía. Ya pensaría en algo.
Él la golpeó en la cara. Ella gritó y siguió retorciéndose debajo de él. La volvió a golpear, más fuerte. Ella se quedó quieta.
Pétur tragó saliva. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Pero no le quedaba otra opción. Nunca le había quedado otra opción.
La arrastró hacia el borde del precipicio. Aquel lugar no era bueno. Por debajo del precipicio había una pendiente cubierta de hierba que llegaba hasta el agua. Era pronunciada, pero no lo suficiente. Tendría que subir unos cuantos metros más río arriba.
Tiró de ella por un sendero escabroso mientras las piernas y el cuerpo de ella iban chocando contra las piedras. Parecía estar volviendo en sí. Pero casi había llegado a un buen sitio, la cima de una roca que sobresalía y que tenía por debajo una caída vertical hasta el río que se precipitaba hacia las cataratas.
¡El anillo! Ella tenía el anillo. Maldita sea. Puede que lo hubiera dejado caer cuando estuvieron forcejeando. O puede que lo tuviera en algún bolsillo.
La dejó en el suelo. Ella se quejó. Pétur comenzó a registrarle los bolsillos.
Y entonces, emergiendo de la nada, una enorme figura vino volando por el aire y lo tiró al suelo.
Magnus no llegó a oír los gritos de Steve Jubb por encima del estrépito de la catarata. Pero sí se detuvo y miró hacia atrás, hacia el camino por el que había bajado.
Vio la corpulenta figura de Jubb tambaleándose por el sendero en dirección a él mientras movía los brazos.
Magnus corrió. Era cuesta arriba y la pendiente era muy pronunciada, pero corrió.
Normalmente hacía mucho ejercicio y corría varios kilómetros al día en cuanto tenía la posibilidad. En Islandia no había tenido oportunidad de hacerlo y ya no se encontraba tan en forma. El corazón le latía con fuerza y le costaba respirar. El camino era empinado, pero corrió lo más deprisa que pudo.
—¡Allí arriba! —exclamó Jubb—. Por encima de la catarata.
Magnus no esperó a que le diera más explicaciones y continuó corriendo cuesta arriba.
Sentía como si el pecho le fuera a explotar mientras subía por el borde de la colina.
Los vio. Dos figuras, a pocos metros del borde del precipicio, una de ellas tirada en el suelo, la otra agachada por encima de ella.
Magnus corrió más deprisa cuesta abajo en dirección a donde estaban. No había posibilidad de que Pétur lo oyera con todo aquel ruido y estaba demasiado concentrado en Ingileif como para ver que se acercaba a él.
Magnus se abalanzó sobre Pétur y juntos rodaron hacia el borde del precipicio.
Pétur se retorció y consiguió zafarse, poniéndose de pie. Estuvo balanceándose sobre el filo del acantilado por encima del río.
Magnus lo miró manteniéndose a pocos metros. No quería caer por el precipicio en una lucha a muerte con Pétur. Iba a ser difícil arrestarle. Para empezar, Magnus no llevaba esposas. No sabía qué haría si conseguía dominar a Pétur. Quizá le diría a Steve Jubb que se sentara sobre él durante una hora hasta que llegara Vigdís. Por supuesto, si estuviera en el país de Mickey Mouse, llevaría un arma, en cuyo caso todo habría sido mucho más fácil. Pero…
Magnus vio cómo Pétur lo examinaba. Pétur era alto y delgado. Pero Magnus era fuerte y sabía que daba la impresión de que sabía cuidar de sí mismo. Normalmente, la gente no se metía en problemas con Magnus.
Magnus oyó un gruñido por detrás de él. Ingileif. Aquella era una buena noticia: al menos, estaba viva.
—Muy bien, Pétur —dijo Magnus sin alterar la voz—. Más vale que te entregues. Ya no tienes escapatoria. Ven conmigo.
Pétur vaciló. Entonces, miró hacia atrás, hacia el río agitado y las rocas dentadas que salían de él. En un momento, se giró y desapareció.
Magnus dio unos pasos adelante y miró por encima del borde. Había una especie de sendero o, más bien, una serie de asideros para manos y pies que conducían hasta unas rocas que estaban a la orilla del río. Vio que era posible bajar por ellos casi hasta el río y subir de nuevo río arriba.
Magnus bajó detrás de Pétur. Las gotas de agua hacían que las piedras fueran extremadamente resbaladizas y a Magnus le costó mucho mantener el equilibrio. Pétur se estaba arriesgando más, y le estaba sacando ventaja. Magnus se dio cuenta de que habría sido mejor quedarse en lo alto del precipicio; probablemente habría podido correr río arriba hasta el lugar adonde se dirigía Pétur antes de que este llegara. Ya era demasiado tarde.
Magnus sintió que perdía el equilibrio. Se agarró a la roca con una mano. Por debajo de él, el río se precipitaba hacia el filo de la catarata. El agua era una hermosa y mortal mezcla de colores verdes y blancos.
Aquello era la muerte.
Magnus tiró de sí con sus dos brazos y se quedó jadeante sobre una roca. Vio cómo Pétur daba saltos entre las piedras a apenas un metro y medio del agua. El equilibrio de aquel hombre era extraordinario.
Pero entonces, Pétur resbaló. Al igual que Magnus, se agarro a una roca con un brazo y pudo sujetarse. Pero al contrario que aquel, Pétur no pudo agarrarse con la otra mano. Se quedó colgado de allí, balanceándose, con las piernas juntas por debajo, tratando con desesperación de mantener los pies fuera del agua, para que el río no se los llevara y lo arrastrara.
Magnus saltó sobre una roca. Otra más. Su sentido del equilibrio no era tan bueno como el de Pétur. Las rocas estaban ahora a unos tres metros y medio del filo del precipicio, en medio del río.
Aquello era una estupidez.
Pétur lo miró con un gesto de dolor en el rostro por el esfuerzo de estar colgando de un solo brazo y su cabeza afeitada llena de gotas de agua.
No podría mantenerse así mucho tiempo más.
Magnus se giró. Pudo ver a Ingileif de pie al borde del precipicio gritándole y agitando las manos. Le hacía señas para que subiera. Magnus no podía oír lo que gritaba por encima del estruendo, pero pudo leer sus labios. «¡Déjalo!», parecía gritar.
Magnus miró de nuevo a Pétur. Ingileif tenía razón. Vio cómo el hombre que había asesinado a cuatro personas, incluido su propio padre, y que acababa de intentar matar a su hermana, intentaba salvar la vida.
Los ojos de Pétur se cruzaron con los de Magnus. Pétur supo que Magnus ya no trataba de llegar hasta él.
Cerró los ojos, su mano resbaló y cayó sin gritar. El torrente sacudió su cuerpo lanzándolo por el borde de la catarata.
En dos segundos había desaparecido.