Steve Jubb se quedó mirando el coche del policía desapareciendo por la colina.
—Sabéis que esto no está bien.
—¿Qué es lo que no está bien, Gimli? —preguntó Feldman.
—Para empezar, no me llamo Gimli, sino Steve.
—Ya hemos hablado de eso antes. Debemos usar nuestros apodos.
—No, Lawrence. Yo no me llamo Gimli, sino Steve. Tú no te llamas Ísildur, sino Lawrence. Esta no es la Tierra Media, sino Islandia. El señor de los anillos no es real, es una historia. Una historia jodidamente buena, pero una historia al fin y al cabo.
—Pero, Gimli, ¡el anillo puede estar en esa iglesia! El anillo de La saga de los volsungos. El anillo sobre el que escribió Tolkien. ¿No te das cuenta de lo genial que es esto?
—La verdad, me da igual. Ese profesor con el que hablé hace tan solo una semana está muerto. Ha muerto un párroco. Hay un chiflado corriendo por ahí de un lado a otro que va detrás de una chica para matarla. Una persona real, Lawrence. ¿No lo entiendes?
—Oye, eso no tiene nada que ver con nosotros —contestó Feldman. Miró a Jubb con recelo—. ¿O sí?
—¿Qué quieres decir?
—Pues… ¿Mataste al profesor? —preguntó Feldman.
—No seas ridículo. Por supuesto que no, joder.
—Eso es lo que dices tú, pero yo no tengo modo de saber si estás contando la verdad.
—Mira, ese policía está buscando a Ingileif. Nosotros sabemos dónde está. Deberíamos decírselo. —Jubb sacó su teléfono móvil—. Dame su número.
—No, Gimli. No.
—¡Dios! —exclamó Jubb. Salió del coche de un salto, abrió la puerta de atrás y sacó a Feldman. El hombrecillo trató de asirse al cinturón de seguridad, pero Jubb se lo arrancó de las manos. Jubb apretó el puño—. Dame el número o te parto la cara.
Feldman se tiró al suelo encogido de miedo y le dio a aquel grandullón de Yorkshire el trozo de papel con el número de Magnus.
Jubb se giró hacia el asiento del conductor.
—¿Estás de mi parte? —le preguntó a Axel.
—El problema, Steve, es que ponerle un micrófono oculto al coche de esa chica no ha sido exactamente legal.
Jubb no esperó a discutirlo. Se inclinó hacia delante, agarró al investigador privado y lo lanzó contra el suelo de la carretera. Saltó al asiento del conductor y puso el coche en marcha. Mientras Feldman y Axel golpeaban el lateral del coche, maniobró y salió a toda velocidad en busca del policía, dándole de refilón a Feldman en las piernas con el parachoques.
Magnus disminuyó la marcha cuando llegó al cruce con la carretera principal al sur de Flúdir. Su teléfono móvil sonó.
—¿Sí?
—Soy Steve Jubb. ¡Espere ahí! Voy detrás de usted.
—De acuerdo —contestó Magnus. Estaba seguro de que Feldman y Jubb sabían más de lo que decían, aunque le sorprendió que hubieran decidido contárselo—. Le espero.
Magnus se detuvo a un lado de la carretera. En dos minutos, vio el coche del investigador privado avanzando a toda velocidad en su dirección. Se paró detrás de él y Steve Jubb se bajó del vehículo con un ordenador portátil bajo el brazo. Solo.
Subió al asiento que había al lado del de Magnus.
—Espere un momento —dijo mientras encendía el ordenador y el receptor que llevaba conectado—. Esto nos dirá dónde se encuentra Ingileif.
—¡Estupendo! —exclamó Magnus. Puso el coche en marcha y giró a la izquierda hacia Reikiavik. Aquella era la dirección más probable y quería llegar hasta Ingileif—. ¿Dónde están sus amigos?
—Capullos —murmuró Jubb mientras tecleaba en el ordenador.
Magnus no estaba seguro a qué se refería, pero estaba dispuesto a tomarle la palabra.
—Gracias por venir a ayudarme.
—Debería haberle dicho algo allí atrás —dijo Jubb—. Debí haberle contado todo cuando me arrestaron. —Pulsó un par de teclas—. Vamos… —farfulló.
—¿Así que le han puesto un micrófono en el coche?
Jubb se limitó a resoplar y siguió dando golpecitos en el teclado.
—Ya la tenemos. Va hacia el norte. Muy al norte de aquí. Dé la vuelta.
—¿Está seguro?
—Joder, claro que estoy seguro. Mírelo usted.
Magnus disminuyó la marcha y miró la pantalla del ordenador que estaba en el regazo de Jubb. En ella se veía un mapa del suroeste de Islandia y mostraba un círculo que se movía hacia el norte por una carretera que había al otro lado de Flúdir.
—¿Adónde demonios va? —preguntó Magnus—. Ahí arriba no hay nada, ¿no? Mire el mapa. Hay uno en la guantera.
Jubb sacó el mapa.
—Tiene razón. No hay mucho al norte de aquí. Un par de glaciares, creo. La carretera atraviesa justo por el medio del país.
—Seguirá cortada en esta época del año —dijo Magnus.
—Espere un momento. Aquí hay algo. ¿Gullfoss? ¿Sabe qué es eso?
—Es una catarata —dijo Magnus—. Una catarata enorme.
Pétur entró en el amplio aparcamiento. En aquella época del año y con aquel tiempo, estaba vacío, a excepción de un autobús de turistas.
Salió de su BMW. Oía el estruendo de la inmensa catarata sin verla, más allá del centro de información. Había turistas por todo el sendero que venían desde la catarata hablando en susurros unos a otros sobre la grandiosidad de lo que acababan de presenciar. En cinco minutos se marcharían hacia la siguiente parada de su viaje, quizá los géiseres de Geysir o el emplazamiento de la asamblea del Althing, en Thingvellir.
Bien, pensó Pétur.
En lugar de dirigirse directamente hacia la catarata, Pétur giró a la izquierda, río arriba. Había ahora un sendero bien arreglado que subía a lo alto de la pequeña colina. En su infancia no era más que un estrecho camino de cabras.
Justo en la cima de la colina había una hondonada poco profunda. Era allí donde al doctor Ásgrímur le gustaba llevar a su familia de excursión los días de sol. Los turistas iban normalmente hasta el pie de las cataratas, se quedaban a medio camino o seguían el desfiladero río abajo. La hondonada, por encima de las colinas, ofrecía cierta privacidad, incluso durante el verano. La hierba y el musgo, suaves y mullidos, constituían un lugar confortable sobre el que poder sentarse cuando estaban secos.
A esas alturas de mayo, entre la neblina, todo estaba muy húmedo y no había indicios de persona alguna. Solo estaba a un par de cientos de metros del aparcamiento, pero no había posibilidad de ser visto ni oído por encima de aquel estruendo.
Pétur caminó hacia el río. El ruido sordo fue en aumento cuando la magnífica catarata se fue abriendo por debajo de él. Su fuerza era extraordinaria. El valle del Hvítá caía por el desfiladero dividiéndose en dos y cada parte lanzaba una densa cortina de agua pulverizada. El salto de agua resultante era conocido como Gullfoss, que significa «catarata dorada» por los juegos de luz que provoca el sol cuando está bajo sobre la delicada capa de humedad que queda en suspensión sobre la caldera. Cuando se daban las condiciones idóneas, había un arcoíris de color dorado y púrpura danzando sobre las cataratas.
En los días claros era posible ver Langjökull, el «glaciar largo» que provocaba toda aquella agua, agazapado entre los picos de las montanas treinta kilómetros al norte. Pero hoy no. Hoy todo estaba cubierto de un sudario gris de humedad, agua pulverizada y niebla fundidos en uno.
Bien, pensó de nuevo.
Pétur se quedó de pie esperando a Ingileif.
Estaba encantado de haber elegido aquel lugar para su encuentro. Como la carretera hacia Stöng. Pétur había convencido a Hákon para que fuera a aquel remoto lugar con el disparatado cuento de que sabía dónde estaba escondido el timón de Fafnir. Recordó la mirada de emoción y expectación en el rostro del pastor mientras se acercaba a su coche, aparcado más arriba del Fossá. Pétur había llevado al pastor hasta el río y luego se detuvo para dejarle pasar. Un golpe en la parte de atrás de la cabeza con una piedra y el pastor cayó al suelo: aquello era lo único que Pétur pudo hacer para evitar que cayera al agua. Lo sostuvo el tiempo suficiente como para quitarle el anillo del dedo y luego lo lanzó al torrente. Podían pasar semanas hasta que encontraran su cadáver, si es que lo encontraban algún día.
Ese era otro efecto que el anillo tenía sobre las personas. Los convencía de dejar a un lado el buen juicio para hacerles creer lo increíble. Pétur sonrió. La ironía de que el pastor hubiera caído en la misma artimaña que Gaukur mil años atrás le gustaba.
Pétur se quedó mirando la catarata y pensó en su padre. Aquel lugar le traía recuerdos de aquella época luminosa antes de que las cosas se torcieran. Quizá lo que le había dicho a Inga era cierto. Quizá su padre estaba allí presente de verdad.
Pétur se estremeció. Esperaba que no fuera así. No quería que su padre presenciara lo que podría ocurrirle a Inga si no prometía mantener la boca cerrada.
Pétur se preguntó qué pensaría la policía cuando encontraran el cuerpo del pastor o su coche, lo cual era más probable. ¿Un accidente? ¿Suicidio, quizá?
Era una idea. En el peor de los casos, si Inga terminaba en la catarata, Pétur podría decir que ella misma se había quitado la vida. Había recibido una llamada de ella. Estaba angustiada, alterada por una sensación de traición al haber intentado vender La saga de Gaukur. Le había dicho que iba a Gullfoss. Él temió que se suicidara y fue hasta allí para intentar detenerla. Pero fue demasiado tarde. La vio saltar.
Eso explicaría su presencia en la catarata. Estaría lo suficientemente cerca de la verdad como para salir airoso.
Jugueteó con el anillo que llevaba en el dedo. Era casi seguro que lo arrestarían y sería difícil explicar por qué el anillo estaba en su posesión. Sería mucho mejor esconderlo en algún lugar antes de hacer saltar las alarmas.
Pero se estaba adelantando a los acontecimientos. En cuanto fuera capaz de explicarle todo bien a Inga, ella lo comprendería, se daría cuenta de que Pétur no había tenido otra opción.
¿Verdad?
Magnus y Steve Jubb pasaron a toda velocidad por Flúdir y por las tierras de labranza que había a continuación, y que estaban salpicadas de invernaderos abovedados y emitían espirales de humo volcánico. La carretera pasaba poco después a lo largo del río Hvítá, que iba crecido.
—He sido un estúpido hijo de puta —dijo Jubb—. Pensaba que todo ese asunto de Agnar no tenía nada que ver conmigo. Yo sabía que era inocente, pero esperaba mantener en secreto la existencia de la saga y del anillo. Parecía que merecía la pena.
—Yo creía que usted había matado al profesor —dijo Magnus.
—Ya sé que lo creía. Pero yo sabía que no lo había hecho. Y me imaginaba que al final usted se daría cuenta de ello.
—¿Había tenido alguna relación con Pétur?
—Nunca —contestó Jubb—. No lo conocí hasta el otro día, cuando fui a verlo con Lawrence Feldman. Ese hombre es muy raro, por cierto. Listo. Rico. Pero raro.
—¿Y usted no? —preguntó Magnus.
—No hay nada malo en ser un admirador de El señor de los anillos —se defendió Jubb—. Lo que sí está mal es dejar que eso te ciegue ante lo que está ocurriendo en el mundo real. —Miró a su alrededor hacia el extraordinario paisaje que se dejaba ver a veces entre la neblina que los rodeaba—. Aunque algunas veces me cuesta creer que este país forme parte del mundo real.
—Sé a qué se refiere.
El teléfono de Magnus sonó. Vigdís.
—No he encontrado a Pétur en su casa ni en el Neon. No lo han visto por allí en todo el día. No saben dónde está. Voy ahora a mirar en las otras dos discotecas.
—No te molestes —dijo Magnus—. Se dirige a Gullfoss. Va a reunirse allí con su hermana. Y luego va a matarla.
—¿Estás seguro?
Magnus vaciló. ¿Estaba seguro del todo? Había cometido errores en anteriores ocasiones durante aquella investigación.
—Sí, estoy seguro. ¿Puedes llamar a un equipo de Operaciones Especiales? ¿Cómo lo llamáis aquí? La Brigada Vikinga. Probablemente la niebla esté demasiado baja como para llamar a un helicóptero, pero cuanto antes lleguen aquí, mejor.
—No nos van a autorizar a llevar a la Brigada Vikinga —dijo Vigdís—. Llamaré a Baldur. Pero ya sabemos los dos lo que va a decir.
—¡Mierda! —Magnus sabía que Baldur no haría caso a su petición—. ¿Puedes venir tú, Vigdís?
Una pausa.
—De acuerdo. Voy para allá.
—Y trae un arma.
—Llegaré lo más rápido que pueda. Desarmada. —Colgó.
—¡Cuidado! —Steve Jubb se estremeció mientras gritaba.
Magnus casi se sale de la carretera al tomar una curva a demasiada velocidad y con una sola mano en el volante. Según avanzaban hacia el norte, el estado de la carretera iba empeorando. Las piedras golpeaban el suelo del coche como si fueran balas.
—¡Se ha detenido en Gullfoss! —dijo Jubb, mirando la pantalla.
Tras recorrer a gran velocidad los pies de algunas colinas, bajaron para atravesar un estrecho desfiladero sobre un puente suspendido y, después, se encontraron con una carretera en mejor estado que se extendía a través de una llanura hacia el interior de la niebla.