—Buen trabajo —dijo Baldur mientras salían de la sala de interrogatorios y se dirigían rápidamente a su despacho. No sonrió, ni siquiera miró a Magnus, pero este supo que lo decía de verdad.
—¿Vamos a arrestar a Hákon? —preguntó Magnus.
—Le diremos a la policía de Selfoss que lo arreste y lo traiga aquí para entrevistarlo —dijo Baldur—. Llegarán allí antes. Y les pediré que busquen el maldito anillo. —Se detuvo al llegar a la puerta de su despacho—. Me gustaría que estuviera usted conmigo cuando traigan a Hákon.
—Cuando hable con la policía de Selfoss, ¿puede pedirles que comprueben sus informes sobre la muerte del doctor Ásgrímur en 1992? —preguntó Magnus.
Baldur vaciló y luego asintió secamente.
Cuando Magnus regresó a su mesa, Árni estaba allí. Parecía agotado.
—¿Cómo está el goberneitor? —se burló Magnus.
—Muy gracioso. He oído que han pasado muchas cosas por aquí.
—Baldur acaba de enviar a la policía de Selfoss para que arreste al pastor de Hruni.
—¿Crees que él mató a Agnar?
—O él o Tómas —respondió Magnus—. Pronto lo sabremos.
—Entonces, ¿Ísildur y Steve Jubb son inocentes?
—Eso parece —dijo Magnus. Y le contó todo lo que había ocurrido mientras Árni había estado a treinta y cinco mil pies de altura.
Magnus suponía que tendría que esperar tres horas hasta que llevaran a Hákon, pero menos de una hora después Baldur entró en la sala con la cara echando chispas.
—Se ha ido —dijo.
—¿Se ha llevado su coche? —preguntó Magnus.
—Por supuesto que sí.
—¿Y el anillo?
—También ha desaparecido. Si es que alguna vez existió.
Habían sido veinticuatro horas de frustración para Ísildur. Estaba empezando a dudar de Axel, el investigador privado que había contratado. Pétur Ásgrímsson no se había mostrado en absoluto dispuesto a ayudar, su hermana Ingileif parecía haber desaparecido de la faz de la tierra y Axel no había conseguido gran cosa de sus supuestos contactos en la policía. Tómas Hákonarson había sido arrestado por el asesinato de Agnar, existían pruebas de que había estado en el lago Thingvellir la noche en cuestión, pero la policía estaba desestimando los rumores de anillos mágicos considerándolos cosa de mitología.
¡Idiotas!
Él y Gimli estaban esperando en el hotel Borg a que Axel los llamara. En habitaciones separadas. A pesar de que habían establecido una conexión muy íntima en el mundo virtual, en el real tenían poco en común. Ísildur estaba releyendo La saga de los volsungos y Gimli veía las repeticiones del partido de balonmano. Le había contado que siempre que iba a un país extranjero le gustaba ver los deportes del lugar en la televisión.
El teléfono móvil de Ísildur sonó. Miró la pantalla. Era Axel.
—La he encontrado —dijo el investigador privado.
—¿Dónde está?
—En su apartamento.
—¡Estupendo! Vamos a hablar con ella.
—Los recojo en cinco minutos.
Ísildur llamó a Gimli y esperaron en la puerta del hotel. La plaza estaba vacía, a excepción de algunas palomas. El edificio del Parlamento era achaparrado por el lado sur, una imponente estructura de piedra ennegrecida. Era un poco más pequeño que La sucursal del banco de Ísildur en el condado de Trinity y estaba al lado de lo que seguramente era la catedral más diminuta del mundo.
Axel apareció en su viejo cacharro y subieron a él. Enseguida estuvieron en la puerta del edificio de Ingileif. Una vez más, Ísildur tomó la iniciativa y llamó al timbre.
Una mujer guapa y rubia abrió la puerta con una ligera sonrisa.
—Hola —la saludó Ísildur, confiando en que aquella joven islandesa hablara su idioma—. Me llamo Lawrence Feldman. Soy la persona que estaba a punto de comprar su saga. ¿Podemos pasar?
La media sonrisa desapareció.
—No, no pueden —contestó Ingileif—. Váyanse. No quiero tener nada que ver con ustedes.
—Sigo dispuesto a pagar un alto precio por la saga, señorita Ásgrímsdóttir.
—No voy a hablar de ello con usted.
Ísildur insistió.
—Y si por casualidad conoce el paradero del anillo, le pagaré por que me facilite esa información. O por el anillo, si es que lo tiene usted.
—¡Váyase de una puta vez! —exclamó Ingileif en un inglés tajante, cerrándole la puerta de golpe en la cara.
—Curioso. Eso es exactamente lo que dijo su hermano —bromeó Gimli, riéndose entre dientes.
Pero a Ísildur no le pareció gracioso. Había esperado que Ingileif diera un paso adelante. Por su experiencia, si se muestra mucho dinero, normalmente uno consigue lo que quiere.
Pero, al parecer, no era necesariamente así en Islandia.
Cruzaron la calle de vuelta al coche.
—¿Y ahora qué? —preguntó Gimli.
—¿Sabe algo sobre vigilancia electrónica, Axel? —preguntó Ísildur.
—¿A qué se refiere?
—Aparatos de escucha. Micrófonos ocultos y ese tipo de cosas.
—Eso es ilegal —contestó Axel.
—También lo es cruzar la calle de forma imprudente y acabamos de hacerlo. Lo importante es que no te pillen.
—La verdad es que cruzar la calle de manera imprudente no es ilegal en Islandia —lo corrigió Axel.
—Me da igual —dijo Ísildur—. Quiero enterarme de lo que esa mujer sabe. Y si no va a decírnoslo, tendremos que averiguarlo por nosotros mismos.
—Supongo que sí —respondió Axel.
—Obviamente, es arriesgado. Lo que significa que recibirá un dinero extra. Por las molestias.
—Veré lo que puedo hacer.
Árni volvió en el coche a su apartamento. Estaba agotado, demasiado como para conducir. Casi choca con la parte trasera de una furgoneta que se detuvo repentinamente en un semáforo.
Su mente vagaba a la deriva hacia el caso y lo que Magnus le había contado. Había algo que no cuadraba, algo que le daba vueltas en la cabeza. Hasta que llegó al apartamento y se preparó una taza de café no se dio cuenta de lo que era.
Dios mío. Había cometido otro error.
Estuvo tentado de olvidarlo, meterse en la cama y confiar en que Magnus y Baldur lo descubrieran todo por su cuenta.
Pero no pudo. Tenía que hablar con algunas personas. Y tenía que hacerlo inmediatamente. Con suerte, estaría equivocado. Al fin y al cabo, era probable que lo estuviera, como solía pasar. Pero tenía que comprobarlo.
Primero necesitaba cafeína. En cuanto se terminó el café cogió la chaqueta y se dirigió de nuevo al coche.
Diego no estaba contento.
Había pasado la mayor parte del día dando vueltas por la estación de autobuses de Hlemmur, justo frente a la comisaría de policía. No había visto a Magnus entrar ni salir del edificio. Pero aún no estaba seguro de que Magnus no estuviera allí, porque, además de las dos entradas de la fachada principal, le daba la sensación de que había otra en la parte de atrás, donde se encontraba el aparcamiento.
Además, llamaba mucho la atención. Ese país era jodidamente blanco. Ni caucásico ni moreno claro, solo cien por cien blanco. La gente era tan rubia que el pelo era también casi blanco. No había señales de piel bronceada por ningún sitio y, desde luego, nadie de piel morena.
Diego estaba acostumbrado a estar mimetizado. Si se pensaba en él, probablemente se diría que parecía hispano, pero podría haber sido árabe o turco, o incluso un italiano bronceado, o una mezcla de todos ellos. En cualquier ciudad americana pasaba inadvertido. Incluso cuando se cargó a aquel corredor de bolsa en aquella bonita dudad de Cabo Cod, nadie lo miró. Había gente con su aspecto en todos los pueblos de los Estados Unidos.
Pero allí no.
¿Dónde estaban los malditos esquimales? Tenían pelo negro y rostros morenos. Pero seguramente no vivían en este país.
Aquello era una tontería. Había comprobado sus opciones. Había llamado a la comisaría para preguntar si un tal Magnus Jonson trabajaba allí. Le dijeron que sí, en el Departamento de Tráfico. Pero Diego estaba seguro de que ese no era el Jonson al que buscaba.
Entonces, ¿cuál era el siguiente paso? Podría simplemente entrar y preguntar si había un policía americano trabajando en esa comisaría. Suponía que esa era la clase de estrategia que habría funcionado; si el tipo con el que hablaba no conocía la respuesta, probablemente la encontraría fácilmente. El problema era que Jonson sabría que alguien preguntaba por él. Diego no quería avisar a su objetivo.
Podría acudir de nuevo a los lituanos. Sabía que Soto les había pagado bien para que lo ayudaran. Sabía que en un lugar pequeño como aquel querrían asegurarse de que no se les relacionaba con el sicario, pero seguramente sí podrían ponerlo en contacto con un tercero que pudiera ayudarlo. Un investigador privado o un abogado poco honesto. Alguien que hablara islandés. Alguien que fuera bien blanco.
No tenía mucho tiempo. Jonson podría estar en un avión de vuelta a los Estados Unidos en cualquier momento. Una vez allí, a los federales les sería fácil mantenerlo a salvo durante los días que quedaban para el juicio.
Estaba sentado en la cafetería de la estación, tomándose su quinta o sexta taza de café y sus ojos se movían rápido entre las dos entradas principales.
Salió un tipo alto. Un tipo alto y pelirrojo.
¡Era él!
Diego dejó su taza medio vacía de café y casi salió dando un brinco de la estación de autobuses.
A trabajar.
Magnus subió la cuesta en dirección al Grand Rokk. Eran las ocho y media y tenía la impresión de que ya no lo iban a necesitar más en la comisaría aquella tarde.
Baldur se había puesto furioso. Cualquier pensamiento positivo que anteriormente hubiera tenido con respecto a Magnus se había disipado. ¿Por qué no había llamado Magnus a Baldur nada más saber que Hákon era el padre de Tómas? ¿Por qué no se había quedado con Hákon en Hruni y había esperado a los refuerzos para arrestar al pastor?
¿Por qué había permitido que Hákon huyera?
Mientras que el resto de la Unidad de Crímenes Violentos corrían de un lado para otro como estúpidos, Magnus se quedó por allí sin nada que hacer. Así que se fue.
El camarero lo reconoció y le sirvió una Thule. Un par de clientes habituales lo saludaron. Pero él no estaba de humor para charlar, aunque se mostró simpático. Se llevó la cerveza hasta un taburete del rincón de la barra y se la bebió.
Baldur tenía razón, desde luego. El motivo por el que Magnus había esperado a regresar a Reikiavik antes de contarle lo que Hákon había dicho era poco noble. Lo había hecho para ser él y no Baldur quien desmoronara la historia de Tómas.
Y así había sido. Había resuello el caso. No solo había descubierto quién había matado a Agnar, sino también lo que le había ocurrido al padre de Ingileif. El momento de la victoria había sido dulce, pero solamente duró una hora.
Había una posibilidad de que Hákon hubiera salido simplemente a hacer un recado y que volviera alrededor de una hora después. O que lo arrestara la policía. Era un tipo fácil de identificar en un país tan pequeño o, al menos, sus partes habitadas lo eran. Magnus se preguntó si Hákon se escondería en el campo, como los forajidos de las sagas, y si viviría entre las bayas mientras huía de la ley.
Era una posibilidad.
¿Lo haría?
Era cierto lo que le había dicho a Ingileif, que los recuerdos de la primera parte de su vida en Islandia eran dolorosos y se habían vuelto aún más por la casualidad de encontrarse con su prima. Y estaba claro que las cosas no iban bien con Baldur. Pero había otras que sí le gustaban de su corta estancia en Islandia. Tenía una afinidad con ese país. Más aún. Había una lealtad, un sentido del deber. El orgullo que los islandeses sentían por su país, su determinación por dejarse la piel para hacer que aquel lugar funcionara se contagiaba.
La idea del inspector jefe de reclutar a alguien como Magnus no había sido mala. Los oficiales de la policía que había conocido eran inteligentes, honestos, trabajadores. Eran buenos tipos, incluso Baldur. Pero carecían de experiencia en los delitos típicos de las grandes ciudades y eso era algo en lo que él sabía que podía ayudarles.
Y luego estaba Ingileif.
No tenía ningún deseo de volver con Colby y estaba bastante seguro de que ella tampoco deseaba volver con él.
Pero Ingileif era otra cosa.
Realmente lo había jodido todo. Ella tenía razón, su relación era más que un polvo rápido. Magnus no sabía cuánto más ni tampoco ella, pero eso no importaba. Él no debía haber hecho que eso importara.
Pidió otra cerveza.
Volvería a intentarlo. Le diría que lo sentía. Quería verla otra vez antes de volver a casa. Puede que ella lo mandara con viento fresco, pero merecía la pena arriesgarse. No tenía nada que perder.
Se bebió de golpe media cerveza y salió del bar.
Diego había encontrado un buen escondite, bajo el toldo para fumadores del jardín de la entrada del Grand Rokk. Había entrado con toda tranquilidad para pedirse una cerveza en la barra y bahía visto al policía grandullón bebiendo solo, inmerso en sus pensamientos.
Perfecto.
Había un problema. El coche de Diego seguía aparcado a un par de manzanas de la estación de autobuses. Había seguido a Jonson a pie. No había modo de llevar a cabo su golpe a la luz del día. Necesitaba la oscuridad para poder huir sin problemas.
Pero seguía habiendo luz. Miró el reloj. Eran casi las nueve y media. ¿Qué pasaba en ese país? Aún estaban en abril, en su país ya habría anochecido desde hacía horas.
Así que seguiría a Jonson. Si estaba todavía en la calle cuando por fin anocheciera, lo haría, si no tendría que seguirlo hasta su casa y entrar allí durante la madrugada.
Después, vio que el policía grandullón salía con paso decidido del bar y pasaba junto al toldo con dirección a la calle.
Diego lo siguió.
Por fin estaba anocheciendo, o al menos atardeciendo. No estaba lo suficientemente oscuro. Pero si Jonson daba un largo paseo antes de meterse en casa, habría alguna posibilidad de hacer algo. Diego prefería asestarle un par de disparos a Jonson en la cabeza en una calle tranquila antes que meterse en una casa extraña con Dios sabe quién más en su interior.
Magnus se dirigió a la casa de Ingileif. Había luz en su apartamento. Vaciló. ¿Estaría dispuesta a escucharle?
Solo había un modo de saberlo.
Llamó al timbre de la puerta lateral del edificio, que era donde estaban las escaleras que subían a su piso.
Ella abrió.
—Ah, eres tú.
—He venido a decirte que lo siento —dijo Magnus—. Me he comportado como un estúpido.
—Pues sí. —El rostro de Ingileif estaba frío, casi carente de expresión. No era hostil, pero estaba claro que no se alegraba de verlo.
—Puedo entrar —preguntó él.
—No —respondió Ingileif—. Sí que actuaste como un estúpido. Pero en lo esencial tenías razón. Te vas de Islandia en un par de días. No tiene sentido que nos impliquemos más emocionalmente.
Magnus parpadeó.
—Lo entiendo. Al fin y al cabo, es lo mismo que yo te dije, pero con más tacto. Pero…
Ingileif lo miraba con asombro.
—¿Pero qué?
Magnus quería decirle que le gustaba de verdad, que quería conocerla mejor, que quizá no tuviera sentido, pero que era lo que tenía que hacer, sabía que era lo que tenía que hacer. Pero los ojos grises de ella permanecían fríos. No, decían. No.
Él suspiró.
—Me alegro de haberte conocido, Ingileif —dijo. Se inclinó hacia delante, la besó rápidamente en la mejilla y se dio la vuelta adentrándose en la creciente oscuridad.
Árni estaba sentado en su coche, mal aparcado justo en la puerta de la librería Eymundsson en Austurstraeti y llamó a la comisaría. Magnus no volvería en toda la tarde. Luego llamó al teléfono móvil de Magnus. No hubo respuesta. El teléfono estaba apagado. Así que telefoneó a casa de su hermana.
—¡Ah, hola, Árni! —lo saludó Katrín.
—¿Has visto a Magnus?
—Esta tarde no. Pero puede que esté aquí. Déjame que vaya a ver. —Árni daba golpecitos con los dedos sobre el salpicadero mientras su hermana miraba en la habitación de Magnus—. No, no está aquí.
—¿Tienes idea de dónde podría estar?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —protestó Katrín.
—Por favor, Katrín. ¿Adónde va por las tardes? ¿Lo sabes?
—La verdad es que no. Espera. Creo que a veces va al Grand Rokk.
—Gracias.
Árni colgó y condujo el coche a toda velocidad hasta el Grand Rokk. Llegó en dos minutos.
Tenía que hablar con Magnus. Lo había comprobado. Había cometido un error. Sabía quién había matado a Agnar.
Detuvo el coche en la calle justo delante del bar y entró corriendo. Le mostró la placa al camarero y le preguntó si había visto a Magnus. Lo había visto. El grandullón se había ido hacía quince minutos.
Árni volvió rápidamente a su coche y fue colina arriba hacia la Hallgrímskirkja. Se detuvo en un cruce. Un hombre cruzaba delante de él con una holgada sudadera con capucha. Aquel hombre era bastante alto, delgado, de piel morena, y caminaba con decisión. Árni lo conocía de algo.
Era el tipo de la sala de llegadas del aeropuerto de Keflavík. El americano que estaba con el camello lituano.
Aquella era una calle tranquila. El latino había acelerado el paso. Se levantó la capucha.
Mientras Árni atravesaba el cruce para ir cuesta arriba, entrevió a Magnus caminando despacio y arrastrando los pies, con la cabeza gacha, absorto en sus pensamientos. Árni estaba cansado. Tardó un par de segundos en darse cuenta de lo que ocurría. Frenó, cambió la marcha de golpe y aceleró marcha atrás pendiente abajo. Chocó con un coche que había aparcado, abrió la puerta y salió de un salto.
—¡Magnus! —gritó.
Magnus se giró cuando oyó el ruido del estruendo metálico. Lo mismo hizo el tipo latino.
Estaba a tan solo veinte metros de él, o menos. Agarraba algo en el bolsillo delantero de la sudadera.
Árni se lanzó sobre él.
Vio cómo el latino abría los ojos. Lo vio sacar la pistola del bolsillo. Levantarla.
Árni dio un salto en el aire justo cuando se disparaba la pistola.
Magnus vio cómo Árni salía de su vehículo, lo oyó gritar, lo vio correr hacia el hombre alto de la sudadera gris.
Se precipitó hacia delante justo cuando Árni derribaba a aquel hombre. Oyó el sonido de un disparo, amortiguado por el cuerpo de Árni. El hombre se apartó rodando de Árni y se giró hacia Magnus. Levantó la pistola mientras seguía tumbado en el suelo.
Magnus se encontraba a unos seis metros de distancia. No había posibilidad de alcanzar a aquel hombre antes de que apretara el gatillo.
Había un hueco entre las dos casas que estaban a su izquierda. Dio un bandazo y se adentró en él. Hubo otro disparo y la bala rebotó en el revestimiento metálico de la casa.
Magnus apareció en el patio de atrás. Había otros patios por delante y a un lado. Giró a la derecha y saltó una valla de un metro ochenta de alto. Hizo oscilar su cuerpo justo cuando sonó otro disparo.
Pero Magnus no quería escapar de aquel tipo.
Quería atraparlo.
Se encendió un foco y deslumbró a Magnus. Aquel patio daba a una casa de aspecto más próspero. Magnus buscó un lugar donde esconderse.
Antes de que se encendiera, Magnus había notado que el foco estaba a medio metro de la valla que lindaba con el siguiente patio. Corrió directamente hacia él, llegó a la valla y se agachó. Se escondió entre las sombras. Era imposible que el hombre lo viera a través de la luz deslumbrante.
El hombre apareció en lo alto de la valla y se dejó caer. Se detuvo para poder escuchar. Silencio.
Magnus respiraba con fuerza. Tragó saliva tratando de controlarlo y para asegurarse de que no se oía.
El hombre permaneció inmóvil, mirando detenidamente por todo el jardín. Magnus se había dado cuenta de que había cometido un error. Aquel tipo había oído el silencio. No había oído pasos corriendo.
Sabía que Magnus estaba en aquel patio.
El plan de Magnus había sido atrapar al tipo mientras corría por el jardín, agarrarlo desde atrás. Aquel plan no iba a funcionar.
Por un segundo, el hombre miró directamente a Magnus. Este se quedó inmóvil, rogando por que su teoría sobre la luz fuera verdad. Así fue.
Con cautela, el hombre examinó un arbusto. Después otro. Luego volvió a quedarse quieto, escuchando.
El foco se activaba con el movimiento. Sin movimiento no había luz. Se apagó.
Magnus sabía que contaba con un segundo o dos antes de que los ojos del hombre se acostumbraran a la luz. También sabía que si salía corriendo, el hombre dispararía en dirección al ruido y la bala le encontraría. Así que, corrió un par de pasos hacia delante y dio un bandazo hacia la izquierda, un movimiento con efecto típico de un defensa.
Se oyó un disparo. La llama del cañón iluminó el rostro del hombre durante una fracción de segundo.
Movió la pistola hacia la derecha, apuntó directamente a Magnus, hacia arriba. Así que Magnus se lanzó en picado, haciendo una entrada de fútbol directamente hacia las rodillas del hombre. Otro disparo, solo le pasó un poco por encima, y el hombre se agachó.
Magnus se retorció y embistió contra la mano que sostenía la pistola. Agarró el cañón, lo giró hacia arriba y en dirección al hombre. Otro disparo y ruido de cristales rotos en la casa. Un chasquido gratificante y un grito tras romperse un dedo atrapado en el seguro del arma. El hombre acercó la mano que tenía libre a la cara de Magnus y forcejeó por llegar hasta sus ojos. Magnus dio unas cuantas sacudidas y le arrancó la pistola, rodó hacia atrás y se puso en pie.
Clavó la pistola en la cara del hombre.
Quería apretar el gatillo. Estaba deseando apretar el gatillo. Pero sabía que eso le acarrearía todo tipo de problemas.
—¡Ponte de pie! —le gritó—. ¡Levántate o te vuelo la tapa de los sesos!
El hombre se levantó despacio con la mirada fija en Magnus y jadeando.
—¡Levanta los brazos! ¡Ven aquí!
Magnus pudo oír gritos dentro de la casa.
—¡Llamen a la policía! —gritó en islandés.
Empujó al hombre por el lateral de la casa y hacia la calle y lo empotró contra la pared, con la cara pegada al metal ondulado. Ahora tenía un problema. Quería atender a Árni, pero no podía arriesgarse a dejar a aquel hombre sin cubrir.
Volvió a plantearse otra vez volarle la cabeza a aquel tipo. Estuvo a punto.
Mala idea.
—Date la vuelta —dijo y, mientras el hombre se giraba hacia él, se cambió la pistola a la mano izquierda y le asestó un golpe en la mandíbula con la derecha.
A Magnus le dolió la mano, pero el hombre cayó al suelo. Inconsciente.
Magnus se arrodilló junto a Árni. Seguía vivo. Los párpados se le movían nerviosamente y respiraba con dificultad. Tenía un agujero en el pecho, había sangre. Pero no escuchó el terrible sonido silbante típico de una herida torácica con aspiración.
—No te preocupes, Árni. Vas a ponerte bien. Aguanta, tío. No es grave.
Los labios de Árni comenzaron a moverse.
—Shhhh —dijo Magnus—. Ahora quédate callado. Enseguida vendrá una ambulancia.
Alguien había llamado a la policía, pudo oír las sirenas acercándose.
Pero Árni continuó moviendo los labios.
—Escucha, Magnus —susurró.
Magnus acercó la cabeza al rostro de Árni, pero no pudo entender qué es lo que este trataba de decirle, tan solo la última palabra, algo que sonó como «despedida».
—Oye, no hace falta despedirse ahora, Árni. Te vas a poner bien. Eres Terminator, ¿recuerdas?
Árni movió la cabeza de un lado a otro e intentó hablar de nuevo. Fue demasiado para él. Cerró los ojos. Sus labios dejaron de moverse.