28

Cuando el avión inició su descenso hacia el aeropuerto de Keflavík, Diego se pasó la lengua por los labios. Estaba nervioso. No era por el aterrizaje, estaba deseando que llegara ese momento. No era por el vuelo, había subido ya a muchos aviones. Pero nunca antes había estado en Europa. Podría habérselas arreglado en España y puede que en Italia. Pero ¿en Islandia?

Por lo poco que había podido saber, se trataba de un país raro.

Esperaba ver nieve y hielo, esquimales e iglús. Probablemente aguantaría el frío. Desde los quince años había vivido en la ciudad de Lawrence, a unos treinta kilómetros al norte de Boston. Hacía bastante frío allí en invierno.

El frío había constituido un fuerte impacto cuando llegó a los lisiados Unidos a los siete años. Su familia era de la ciudad de San Francisco de Macorís, en la República Dominicana. Habían cruzado el Paso de Mona hasta Puerto Rico en barca y con unos falsos documentos de identificación que compraron allí volaron hasta Nueva York. Pasaron varios años en Washington Heights, en el norte de Manhattan, donde su padre se ganaba la vida pasando droga. Lo arrestaron, fue a la cárcel y murió allí diez años después. Su madre se llevó a Diego y a sus dos hermanas a Lawrence, donde vivía su prima.

Allí Diego había comenzado su carrera en el mundo de la droga ocupándose de la logística, antes de encargarse de realizar tareas más desagradables, las cuales se le daban bastante bien. No era tan gratuitamente violento como otros matones de Soto. Era listo y, a menudo, eso tenía más importancia. Era realmente quien mejor podía encargarse de ir a buscar a un policía de Boston entre un montón de esquimales para eliminarlo.

Aterrizó y salió del avión poco después. El control de inmigración no supuso ningún problema. El oficial echó un vistazo rápido al falso pasaporte estadounidense de Diego y lo selló. Después, en la sala de llegadas, buscó el letrero con el nombre de «Señor Roberts». El tipo que lo sostenía era bajo y fornido, con pelo castaño cortado al rape y lo que parecía cierto acento ruso, aunque, en realidad, era lituano. Condujo a Diego hasta el aparcamiento y hasta un todoterreno Nissan.

Habían tenido poco tiempo para preparar el viaje de Diego, pero Soto se había ocupado de informarse a través de sus proveedores a gran escala de quiénes eran los tipos más importantes en el mundo de la droga en Islandia y presentarse ante ellos. Eran de Lituania, una especie de país de Rusia, y lo iban a ayudar.

Echó un vistazo al paisaje negro. No había nieve. Y tampoco iglús. Ni siquiera había un maldito árbol. Aquel lugar le puso los pelos de punta.

Y más o menos media hora después de viajar en coche, se detuvieron en el aparcamiento de un Taco Bell. Qué bien. Diego había insistido en que quería un burrito, aunque era temprano. Cuando volvió al coche, había otro hombre esperándole en el asiento trasero. De unos treinta años, también con el pelo rapado y ojos azules y pequeños.

—Me llamo Lukas —dijo, presentándose con un fuerte acento que no era como el ruso que Diego había oído en Boston.

—Joe —contestó Diego, dándole la mano.

—Bienvenido a Islandia.

—¿Tienes la pipa?

Lukas vaciló y, a continuación, sacó una Walter PPK de un bolso negro. Diego la examinó. Parecía una PPK/S, pero tenía una terminación en acero azul. Un modelo europeo, quizá. No estaba en buenas condiciones. El número de serie había sido borrado. No era un revólver, pero aquella tarea consistiría en soltar un par de tiros y salir corriendo.

—Ten cuidado con esto —dijo el lituano—. No hay revólveres en Islandia. Este lo compraron en Ámsterdam y lo introdujeron aquí de contrabando.

—Aparte de los policías. ¿Tienen pistolas, no?

—Los policías tampoco llevan pistola. Excepto en el aeropuerto.

Diego sonrió.

—¡Qué guay, tío! ¿Y la munición?

Lukas se la entregó.

—¿Y para escapar?

Lukas metió la mano en el bolso y sacó un teléfono móvil.

—Toma esto. El primer nombre de la lista de contactos es Karl. Llámalo cuando quieras salir. Si eres tú, di: «¿Puedo hablar con Óskar?». ¿Entendido? De lo contrario, pensaremos que la policía te ha pillado y estarás solo.

—¿Qué ocurrirá después?

—Te buscaremos un coche y te sacaremos de Islandia.

—¿Será rápido?

—Será muy rápido. Confía en mí. No queremos que te cojan. Y si lo hacen, no les digas que te hemos ayudado. No queremos entrar en guerra con la policía.

—Entendido —dijo Diego—. ¿Y dónde puedo encontrar a Magnus Jonson?

—¿Sabes cómo es físicamente?

—Sí.

—Entonces, te aconsejo que te des un paseo por la puerta de la comisaría de policía hasta que lo veas.

—Estupendo. ¿Puedes hacer alguna pregunta más por mí, tío? Para saber dónde vive.

—No —contestó Lukas—. Si disparas a un policía en las calles de Reikiavik, se liará una gorda. Muy gorda. Si saben que hemos estado preguntando por un policía, tendremos grandes problemas. ¿Lo entiendes?

—Supongo que sí —respondió Diego.

—Bien, ahora te llevamos a tu hotel y después vas a un pequeño aeropuerto del centro de la ciudad para alquilar un coche. Hay una estación de autobuses enfrente de la comisaría de policía. Te sugiero que vayas allí a vigilar.

Árni estaba agotado. Era sorprendente lo cansado que podía ser estar sentado en un sitio tanto tiempo. Se alegraba mucho de estar de vuelta en Islandia, aunque su reloj biológico estaba completamente confuso.

Había deseado de verdad poder entrevistar a Ísildur. Había planeado todo tipo de estrategias inteligentes para obligarle a señalar a Steve Jubb como el asesino. Y había esperado poder ver un poco de California: el viaje hasta el condado de Trinity prometía ser espectacular. Incluso podría haber llegado a ver alguna secuoya gigante. Al final, ni siquiera había entrado en San Francisco, y pasó la noche en un Holiday Inn del aeropuerto organizando el vuelo de vuelta a la mañana siguiente vía Toronto.

Nunca antes había estado en Canadá. No le impresionó.

Lo único bueno era que estaba devorando El señor de los anillos. Iba por la página seiscientos cincuenta y siete, y siguiendo. Era un libro estupendo. Y aún más interesante tras haber leído La saga de Gaukur.

El aeropuerto de Keflavík estaba abarrotado de gente. Todos los vuelos de América del Norte llegaban a Islandia a la misma hora. Árni no les hizo ningún caso a sus compatriotas que se abastecían en la tienda libre de impuestos y fue directo al control de inmigración y a aduanas. Cuando atravesó la puerta para acceder a la explanada principal, vio a un hombre al que reconoció. Andrius Juska, bajito, fornido y con el pelo corto, un soldado raso de una de las bandas lituanas que vendían anfetaminas en Reikiavik. Árni lo reconoció porque lo había seguido durante tres días un par de meses antes, mientras echaba una mano a la Brigada de Narcóticos.

La «prensa amarilla», que era como en Islandia se denominaba a sus periódicos más conocidos, estaba obsesionada con los narcotraficantes lituanos y los veía por todos lados. Lo cierto era que la mayor parte de las drogas de Islandia era vendida por islandeses. Pero el inspector jefe de la policía estaba especialmente preocupado por la posible propagación que en un futuro podrían tener las bandas extranjeras del narcotráfico, siendo los principales candidatos las pandillas de moteros escandinavos y los lituanos. Hasta ahora no había indicio alguno de bandas latinas ni rusas, pero la policía estaba alerta por si los veía.

Juska sostenía un letrero de bienvenida para un tal señor Roberts. Árni aminoró el paso. Mientras lo hacía, un hombre delgado de piel morena se acercó al lituano. Por la reticencia con que se saludaron, estaba claro que no se conocían de antes.

Árni dejó que la bolsa se le resbalara entre los dedos y, a continuación, se arrodilló para recogerla. Los dos hombres hablaban en inglés, el acento del lituano era fuerte y el del otro hombre era americano. No utilizaba un lenguaje formal, sino de la calle. Árni lo observó bien. Aquel hombre tenía unos treinta años, llevaba una chaqueta de cuero negra y parecía saber desenvolverse. Estaba bastante claro que no parecía el típico turista americano que llega a Islandia.

Interesante.

Battle of Evermore resonaba en todo el estudio mientras Hákon estaba sentado en su sillón con los ojos cerrados. Tenía el anillo en el dedo mientras la música de Led Zeppelin le inundaba.

Estaba excitado. Cuanto más lo pensaba, más claro tenía cuál era su papel en los planes del anillo. Por desgracia, no era él la persona a través de la cual el anillo daría rienda suelta a su poder sobre el mundo. Pero sí había sido elegido para ser el catalizador por el cual el anillo escaparía de su estancia durante mil años en los páramos islandeses y volvería de nuevo a ser el centro del mundo de los hombres.

En efecto, un papel muy importante.

El asesinato de Agnar y el arresto de Tómas no eran cosas que ocurrieran todos los días. La policía se estaba acercando, pero eso ya no le preocupaba demasiado al pastor. Estaba predestinado.

Escuchó la evocadora mandolina: Waiting for the angels of Avalon. Sus pensamientos volvieron a la pregunta de quién sería el elegido para llevar el anillo después de él. ¿Quizá Tómas? Cada vez que lo pensaba le parecía menos probable. ¿Ingileif? No. Aunque siempre había sido una chica tenaz, era la última persona que podía imaginar que terminara corrompiéndose. ¿El detective grandullón y pelirrojo? Posiblemente. Tenía acento americano y transmitía un aura de poder y competencia.

Por un momento, Hákon se preguntó si debería darle ya el anillo al policía. Pero no. Carecía del valor para hacerlo.

Cuando hubo terminado, volvió a mirar el anillo. ¿Debería dejarlo de nuevo en el altar o llevarlo con él?

Los sucesos iban ocupando su lugar.

Apagó el equipo de música, cogió el abrigo y salió al garaje con el anillo sujeto fuertemente a su dedo.

A pocos kilómetros al sur de Flúdir, Magnus e Ingileif llegaron al inmenso Thjórsá. Se trataba del río más largo de Islandia y arrastraba torrencialmente un agua de color verde blanquecino desde los glaciares del sur del país hacia el océano Atlántico. Giraron a la izquierda siguiendo la carretera por el valle hacia la antigua granja de Gaukur en Stöng.

El río brillaba bajo la luz del sol. A la izquierda, algunas granjas desperdigadas y, de vez en cuando, una iglesia resguardada bajo un peñasco, muchos de ellos aún cubiertos de nieve. Más adelante, a la derecha, surgía imponente el Hekla. Aquella mañana, su cima estaba cubierta por las nubes, más oscuras que las nubes blancas que se repartían por el resto del pálido cielo.

Siguiendo las instrucciones de Ingileif, Magnus tomó un desvío y continuó por un camino sucio serpenteando entre las colinas hasta llegar a un pequeño valle. El Skoda que le había asignado la policía se esforzaba por mantener la tracción. El camino estaba en muy malas condiciones y, en ocasiones, era muy empinado. Después de avanzar traqueteando durante ocho kilómetros, por fin llegaron a una pequeña granja blanca con tejado rojo situada en la ladera, en el extremo del mismo valle. Por debajo de la granja, la típica pradera verde y exuberante se extendía hasta un tumultuoso arroyo. E resto de la hierba del valle aparecía de color marrón y sin brillo en las zonas que ya no estaban cubiertas de nieve.

Álfabrekka.

—Qué bellas son estas pendientes —dijo Ingileif.

Magnus sonrió al reconocer la cita de La saga de Njál. Y la terminó: «Más de lo que nunca antes me lo habían parecido».

Cuando entraron en el corral, un hombre delgado y vivaz de unos cincuenta y cinco años se acercó a ellos vestido con un mono azul.

—¡Buenos días! —los saludó con una amplia sonrisa y el cuerpo casi temblando ante la emoción de recibir visita—. ¿En qué les puedo ayudar?

Sus ojos de un vivo color azul brillaban en su rostro pálido y arrugado. Unos mechones de pelo canoso sobresalían por debajo de su gorro de lana.

Ingileif tomó la iniciativa presentándose a ella y a Magnus.

—Mi padre era el doctor Ásgrímur Högnasson. Quizá lo recuerde. Murió cerca de aquí en 1992.

—Ah, sí. Claro que me acuerdo de aquello —contestó el granjero—. Le doy mi pésame, aunque hayan pasado tantos años. Pero no nos quedemos aquí. ¡Entren a tomar un café!

En el interior, el padre y la madre del granjero los saludaron. El padre, un hombre increíblemente arrugado, se removió en su cómodo sillón, mientras que la madre se ocupaba del café y los pasteles. Una estufa calentaba la sala de estar, que estaba abarrotada de adornos islandeses, entre los que había, al menos, cuatro banderas de Islandia en miniatura.

Y una enorme pantalla de televisión de alta definición. Solo para recordarles que realmente se encontraban en Islandia.

El granjero más joven que los había saludado era el más locuaz de los tres. Se llamaba Adalsteinn. Y antes de que pudieran hacerle ninguna pregunta, les habló de sus padres, de que él estaba soltero, que la granja había pertenecido a su familia durante varias generaciones y, sobre todo, de que la agricultura hoy día era dura, muy dura.

El café estaba delicioso, al igual que los pasteles.

—Adalsteinn, quizá pueda contarme lo que ocurrió el día que encontró a mi padre —lo interrumpió Ingileif.

Adalsteinn se lanzó a hacer una larga descripción de cómo un pastor aterido de frío había llegado a su puerta y cómo él y su padre lo habían seguido de vuelta al lugar donde Ásgrímur se había caído. Definitivamente, el doctor estaba muerto y muy frío. No había indicios de lucha ni de que se tratara de un crimen, estaba bastante claro desde dónde había caído. La policía no le hizo ninguna pregunta en especial que indicara que sospechaban de algo que no fuera un accidente.

Durante todo ese rato, la madre del granjero hizo algunas apreciaciones muy útiles y corrigió algunos detalles erróneos, pero el viejo permaneció sentado en su sillón en silencio, observando y escuchando.

Magnus e Ingileif se pusieron de pie y estaban a punto de marcharse cuando habló por primera vez:

—Háblales del hombre oculto, Steini.

—¿El hombre oculto? —Magnus miró directamente al viejo y, después, al granjero más joven.

—Lo haré, padre. Se lo contaré fuera.

Adalsteinn condujo a Magnus y a Ingileif al corral.

—¿Qué hombre oculto? —preguntó Magnus.

—Mi padre lleva viendo huldufólks toda su vida —le explicó Adalsteinn—. Según dice, hay unos cuantos que viven por aquí. Lo han hecho durante generaciones. Ya sabe a qué me refiero. —Su amable rostro examinaba el de Magnus buscando algún atisbo de desprecio.

—Sé a qué se refiere —dijo Magnus. Al fin y al cabo, Álfabrekka quería decir «ladera del elfo». En Islandia había cierto debate sobre las diferencias exactas entre los elfos y los seres ocultos. Pero probablemente aquel lugar estaba repleto de ambas razas. ¿Qué podía esperar?—. Continúe.

—Pues él dice que vio a un hombre oculto joven corriendo a toda prisa por el otro lado del valle una hora antes de que llegara el pastor.

—¿Un hombre oculto? ¿Cómo sabe que no se trataba de un ser humano?

—Bueno, mi madre y él llegaron a la conclusión de que era un hombre oculto, porque el pastor llevaba un anillo de oro antiguo.

—¿Un anillo?

—Sí. Yo no lo vi, pero ellos le quitaron los guantes para calentarle las manos y vieron que lo llevaba puesto.

—¿Y qué tiene que ver eso con los seres ocultos?

Adalsteinn respiró hondo.

—Hay una antigua leyenda de esta zona sobre un anillo de bodas. Thorgerd, la hija del granjero de Álfabrekka, estaba cuidando a su rebaño por los pastos de las montañas cuando se le acercó un hombre oculto atractivo y joven. Se la llevó y se casó con ella. El granjero estaba furioso, buscó a Thorgerd y la mató. Después, fue en busca del hombre oculto. Este escondió el anillo de bodas en una cueva vigilada por el perro de un trol. El granjero fue en busca del anillo, pero el trol lo mató y se lo comió. Después, hubo una gran erupción del Hekla y la granja quedó enterrada por las cenizas.

Magnus se quedó impresionado por cómo se había destrozado La saga de Gaukur con el paso de las generaciones. Sin embargo, los componentes básicos seguían ahí: el anillo, la cueva y el perro del trol.

—¿Así que su padre cree que aquel hombre oculto buscaba al pastor?

—Algo así.

—¿Y usted qué piensa?

El granjero se encogió de hombros.

—No lo sé. Se lo contó a la policía, pero no le hicieron caso alguno. Nadie más había visto a ningún hombre joven por las colinas. No había motivo alguno para que un joven saliera en mitad de una tormenta de nieve. No lo sé.

—¿Le importa si volvemos y le preguntamos a su padre sobre aquel hombre oculto?

—Adelante —contestó el granjero.

El viejo seguía en su sillón mientras su mujer lavaba las tazas del café.

—Su hijo me ha contado que el pastor llevaba un anillo.

—Ah, sí —contestó la esposa del anciano.

—¿Qué tipo de anillo?

—Era oscuro, estaba sucio, pero se podía ver que bajo la suciedad había oro. Debía de ser muy antiguo.

—Era el anillo de bodas del hombre oculto —dijo el viejo—. Por eso mataron a su amigo. Había robado el anillo de bodas del hombre oculto. ¡Qué estúpido! ¿Qué esperaba? Me sorprende que no mataran también al pastor, aunque estaba medio muerto cuando llamó a nuestra puerta.

—¿Vio usted al hombre oculto con claridad? —le preguntó Magnus.

—No. Estaba nevando. En realidad, solo lo vislumbré.

—Pero está seguro de que era joven.

—Sí, por la forma en que se movía.

Magnus miró de reojo a Ingileif.

—¿Podía tener unos trece años?

—No —contestó el viejo—. Era más alto que eso. Además, recuerde que estaba casado. A los trece años se es muy joven para que un hombre oculto se case, incluso en aquella época. —Miró fijamente a Magnus con una expresión de absoluta certeza.

—Tómas era alto a los trece años, uno de los más altos de la clase dijo Ingileif. Probablemente medía un metro setenta y cinco, más o menos.

Conducían a gran velocidad por el Thjórsárdalur de vuelta a Reikiavik.

—Entonces pudo haber estado allí con ellos ese día —corroboró Magnus.

—No era de esperar que la policía lo descubriera, ¿no?

—Probablemente no —dijo Magnus—. Policía rural. No había motivo alguno para pensar que se había cometido un asesinato. Buscaré el expediente. Posiblemente se encuentre en la comisaría de Selfoss.

—¡Sabía que Hákon tenía el anillo!

—La verdad es que parece que así es. Aunque aún me cuesta creer que el anillo exista de verdad.

—¡Pero los granjeros lo vieron en su dedo!

—Sí, justo antes de ver a un elfo.

—Bueno, no me importa lo que opines. Yo creo que Hákon mató a mi padre y cogió el anillo. Tuvo que ser así.

—A menos que fuera Tómas el que lo mató.

—Solo tenía trece años —protestó Ingileif—. No era de ese tipo de niños. Pero Hákon…

—En fin, si Tómas no mató a tu padre, pudo haber sido testigo de su muerte. Parece que voy a tener que hablar con él de muchas cosas.

—¿Podemos volver a Hruni y registrar la casa de Hákon?

—Necesitamos una orden de registro. Sobre todo, si vamos a buscar pruebas que queremos utilizar en un juicio, lo cual es posible. Por eso tengo que volver a Reikiavik.

Iban bastante deprisa. La superficie de la carretera que avanzaba junto al río era excelente, pero había algunas curvas. Magnus aumentó la velocidad al subir por una pequeña colina y casi chocó con un BMW todoterreno que venía hacia él en dirección contraria.

—Hemos estado a punto. —Miró de reojo para ver la reacción de Ingileif ante su forma de conducir.

Iba muy erguida en su asiento con el ceño fruncido débilmente.

Sonó su teléfono. Contestó de inmediato, miró a Magnus y masculló un «» dos o tres veces y colgó.

—¿Quién era? —preguntó él.

—De la galería —contestó Ingileif.

Magnus llevó a Ingileif directamente a su apartamento del distrito 101.

—¿Te veo esta noche? —preguntó ella mientras salía del coche—. Podría prepararte la cena —propuso, sonriendo.

—No lo sé —respondió Magnus—. Tengo que trabajar hasta tarde en el caso.

—No me importa. Podemos cenar tarde. Estaré deseando saber cómo va todo. Y bueno… —vaciló ruborizándose—. Estaría bien verte.

—No sé, Ingileif.

—¿Qué? Magnús, ¿qué pasa?

—Hay una chica de Boston.

—¡Pero te pregunté si había alguna chica! Me dijiste que no.

—No la hay. —Magnus trató de ordenar sus pensamientos—. Es una antigua novia. Definitivamente, una antigua novia.

—¿Y entonces?

—Pues… —Magnus no sabía qué decir. Ingileif estaba de pie en la acera mirándolo. La sonrisa de ella había desaparecido.

—¿Y bien?

—¿Soy como Lárus?

—¡Qué!

—Me refiero a si no soy más que… ya sabes, alguien a quien ir a ver cuando te apetezca…

—¿Cuando me apetezca follar? ¿Es eso lo que tratas de decir?

Magnus dejó escapar un suspiro.

—No sé qué es lo que estoy tratando de decir.

Mira, Magnús. Vas a volver a los Estados Unidos en los próximos días. Me gustaría pasar el mayor tiempo posible contigo antes de que te vayas. Es sencillo. Si eso te supone algún tipo de problema, dímelo y no perderé el tiempo. ¿Te supone algún problema?

—Yo…

—No te molestes en contestar, porque, ahora que lo pienso, puede que a mí sí me suponga un problema. —Se dio la vuelta.

—¡Ingileif!

—Los hombres son unos gilipollas —murmuró airadamente mientras volvía a su apartamento.