Austurstraeti estaba a tan solo una manzana del hotel Borg. Ísildur se sentía tranquilo gracias a los dos hombres que lo acompañaban, el camionero grande de Inglaterra y el envejecido expolicía islandés. Cuando Gimli le ofreció una cantidad de dinero a Axel Bjarnason, este se mostró dispuesto a dejarlo todo para ayudarlos, aunque Gimli sospechaba que aquel investigador privado no tenía muchas otras cosas que dejar. Tenía el pelo corto y canoso, ojos azules y vivos y un rostro curtido, y más aspecto de pescador que de investigador privado, aunque Ísildur no había contratado antes a ninguno.
Estaba claro que conocía su ciudad. Había reconocido de inmediato el nombre de Pétur Ásgrímsson y solo necesitó unos segundos para comprobar que la galería de Ingileif se encontraba donde él creía. Llegó al hotel Borg menos de un cuarto de hora después.
Ísildur estaba nervioso, incluso asustado. Estaba en el extranjero, e Islandia era un país muy extraño. Habían asesinado a un hombre y podía ser que el asesino fuera el que caminaba a su lado. Ísildur prefería no pensar demasiado en ello. Decidió no preguntarle a Gimli directamente si había matado al profesor.
Pero el peligro hacía aumentar la emoción. Era una apuesta arriesgada. Puede que la policía llegara antes hasta el anillo. Puede que lo del anillo hubiera sido una mentira desde el primer momento. Puede que nadie lo encontrara nunca. Pero había una posibilidad, una posibilidad real de que Ísildur terminara siendo el dueño del anillo que había inspirado El señor de los anillos, y que su tocayo había llevado a Islandia mil años antes.
Eso sería estupendo. Sería realmente estupendo.
La entrada principal del Neon era una pequeña puerta que daba a la calle, pero Bjarnason los llevó por la parte de atrás. Allí había otra puerta que un par de cajas de cerveza mantenían abierta. Un hombre joven estaba metiendo unas cajas de botellas de vodka.
Bjarnason le hizo detenerse y farfullo unas palabras en islandés. Era un idioma extraño. Ísildur se pregunto cuál de los idiomas de la Tierra Media sonaría igual. Posiblemente ninguno. El quenya tenía influencia finlandesa y el sindarin derivaba del galés. Puede que el islandés fuera demasiado obvio para Tolkien. No tendría gracia.
El chico los condujo escaleras abajo y pasaron por una gran pista de baile hasta un pequeño despacho. Allí, un hombre alto con la cabeza afeitada discutía seriamente con una mujer pelirroja vestida con vaqueros y una camiseta de Severed Crotch[7].
—Adelante —le dijo Bjarnason a Ísildur—. Estoy seguro de que habla su idioma.
—¿El señor Ásgrímsson? —le preguntó Ísildur.
El hombre de la cabeza afeitada levantó la mirada.
—Sí. —No había indicio de sonrisa en su rostro. Su cráneo liso llamaba poderosamente la atención.
—Soy Lawrence Feldman y este es mi compañero Steve Jubb.
—¿Qué quiere? Creía que estaba en la cárcel —dijo Ásgrímsson.
—Steve es inocente —le explicó Ísildur—. Supongo que la policía se dio por fin cuenta de ello.
Pues si quieren la saga, la tiene la policía. Y cuando hayan acabado con ella, no habrá modo de poder vendérsela a usted.
Ásgrímsson se mostraba agresivo, pero Ísildur le hizo frente. Estaba acostumbrado a gente que trataba de mangonearle, gente que menospreciaba a aquel programador cuyo talento necesitaban para sacar adelante su trabajo.
—Eso lo discutiremos otro día. Queremos hablar con usted sobre un anillo. El anillo de Ísildur. O puede que usted prefiera llamarlo el anillo de Gaukur.
—¡Salgan de mi discoteca ahora mismo! —La voz de Ásgrímsson era firme.
—Le pagaremos bien. Muy bien —añadió Ísildur.
—Escúcheme —dijo Ásgrímsson, mirándolo con rabia—. Ha muerto un hombre por culpa de esa estúpida saga. Dos, si incluimos a mi padre. Mi familia la mantuvo en secreto durante siglos por una razón, una buena razón. Debería seguir siendo un secreto y así habría sido si se hubiera hecho como yo quería. Pero la razón de que no lo sea es usted, por meterse donde no le llaman repartiendo dinero por todos sitios.
Dio un paso acercándose a Ísildur.
—Ya ha visto cuál ha sido el resultado. ¡El profesor Agnar Haraldsson está muerto! ¿No se siente culpable de ello? ¿No cree que debería irse de una vez de Islandia y volver de una puta vez a los Estados Unidos?
—Señor Ásgrímsson…
—¡Fuera! —Pétur estaba gritando mientras apuntaba con el dedo hacia la salida—. ¡He dicho que se vaya!
El pastor sudaba bajo un sol más caliente de lo normal para aquella época del año. Hacía un día espléndido y ya había caminado unos siete kilómetros. Estaba en un valle alto, despoblado incluso por las ovejas en aquellos primeros meses del año. Un arroyo bajaba por el monte cubierto de nieve que había en la punta del valle. A su alrededor, la nieve se derretía formando hilillos de agua, gota a gota, filtrándose por las piedras al interior de la tierra. La mayor parte de la hierba que había quedado al descubierto en los últimos días era amarilla, pero a los lados del arroyo había franjas de brotes verdes. La primavera. Nuevo alimento para aquella tierra estéril.
A su alrededor los pájaros piaban y gorjeaban bajo la luz del sol.
Respiró hondo. Recordó la primera vez que había ido a aquel valle recién nombrado pastor de Hruni, cómo había sentido que era allí donde vivía Dios.
Y en ese momento volvió a creerlo.
A la izquierda, por todo un lateral del valle, había riscos de piedra, Se salió del sendero, de lo poco que quedaba de él, y chapoteó entre la hierba amarillenta en dirección a ellos. Sacó su cuaderno.
Tenía que encontrar un buen escondite.
El arresto de Tómas como sospechoso por el asesinato de Agnar Haraldsson había aparecido en las noticias del mediodía en la radio. Noticia de portada, lo cual no era de extrañar, dado que Tómas era famoso. En el momento en que lo oyó, el pastor supo que tenía que buscar un nuevo lugar para esconder el anillo.
Se detuvo y lo examinó en el dedo meñique de su mano derecha. No parecía tener mil años de antigüedad. Eso es lo que pasaba con el oro. No importaba lo antiguo que fuera. Si lo pulías con cuidado, parecía nuevo. O menos viejo.
Tenía rasguños y marcas. Pero la inscripción rúnica grabada en su interior aún podía leerse.
Recordó cuando él y Ásgrímur lo encontraron en aquella cueva. Bueno, apenas podía decirse que fuera una cueva. Más bien era un agujero en una roca. Fue el momento más importante, el más trascendente de toda su vida. Y de la de Ásgrímur, claro. Aunque fuera también su final.
Había sido un milagro que el agujero no hubiera quedado sumergido bajo alguna de las erupciones volcánicas del milenio anterior, sobre todo en la más grande que había cubierto la granja de Gaukur. Por lo tanto, aquel anillo estaba relacionado con los milagros.
Llevaba casi veinte años poniéndoselo y quitándoselo. Le encantaba, lo adoraba. A veces, se limitaba a sentarse y quedarse mirándolo, con la música de Led Zeppelin o Deep Purple arremolinándose a su alrededor mientras se hacía preguntas sobre su historia, su misterio y su poder. Andvari, Odín, Hreidmar, Fafnir, Sigurd, Brynhild, Gunnar, Ulf Leg Lopper, Trandill, Ísildur y Gaukur. Todos ellos lo habían poseído. Y ahora era suyo. Del pastor de Hruni.
Extraordinario.
Pero, aunque le proporcionaba una tremenda sensación de júbilo, de poder, cada vez que se lo ponía, con el paso del tiempo su desilusión había ido en aumento. El pastor se consideraba a sí mismo un hombre bastante extraordinario y había supuesto que el anillo lo había elegido a él por sus conocimientos sobre el diablo y sobre Saemundur. Pero pese a haberse entregado de lleno a sus estudios, no había ocurrido nada. No había tenido ninguna revelación. El camino hacia el poder y la dominación no había aparecido.
¿Pero cómo iba a hacerlo si se había encerrado en las montañas de Hruni? Había supuesto que era su deber esconder el anillo en las sombras del monte Hekla que, al fin y al cabo, estaba a tan solo cuarenta kilómetros de distancia. ¿Pero esconderlo de quién? Siempre había creído que su hijo no valía nada, demasiado frívolo y superficial como para darle un buen uso al anillo. Pero quizá debería hacer algo por su vida. Ya era una celebridad en Islandia. Era poco probable que un islandés pudiera salir al mundo exterior y hacerse un nombre, pero puede que Tómas sí pudiera.
Con la ayuda del anillo.
El pastor escarbó entre las piedras buscando un hueco parecido a aquel en el que había encontrado el anillo diecisiete años atrás. Tendría que tener mucho cuidado y tomar buena nota de dónde lo escondía o, de lo contrario, estaría perdido durante otros diez siglos.
Pero quizá no debiera esconderlo. El anillo no le había revelado ni al él ni al doctor Ásgrímur que debiera ser apartado del mundo de nuevo. Estaba entrando en el mundo de los hombres.
Quería que lo descubrieran.
Su escondite en el altar de la iglesia de Hruni no era el mejor. Un equipo de policías, o cualquier otra persona que se empeñara en ello, lo encontraría allí. Pero era el lugar apropiado.
El pastor se sacó en anillo y lo apretó con la mano. Cerró los ojos y trató de sentir lo que el anillo le decía.
Era el lugar apropiado.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar de vuelta hacia Hruni a paso ligero. Miró el reloj. Con suerte, estaría en casa al anochecer.
La casa de Ingileif, o más bien la casa de su familia, estaba sobre una loma que daba al río que atravesaba Flúdir. El pueblo de Flúdir era un lugar próspero, con una tienda, un hotel, dos colegios, algunas instalaciones municipales y varios invernaderos que funcionaban con energía geotérmica. Ingileif le explicó que aquella era la mejor zona agrícola de Islandia. Pero no tenía iglesia: su parroquia estaba en Hruni, a tres kilómetros de distancia.
Aunque el pueblo en sí no era gran cosa, la panorámica era espectacular. Al oeste estaba el valle del río glaciar Hvítá, con su antiguo asentamiento de Skálholt, el lugar donde estaba la primera catedral de Islandia, y al norte se encontraban los glaciares, gruesos bloques blancos que recorrían un horizonte totalmente recto detrás de los picos de las montañas.
El Hekla quedaba fuera de la vista, detrás de las colinas del sudeste.
La casa era de una sola planta, acogedora y lo suficientemente grande para una familia de cinco personas. Magnus e Ingileif esparcieron el contenido de varias cajas de cartón sobre el suelo del dormitorio de la madre de Ingileif. Era cierto que había una docena de cartas de Tolkien a Högni, el abuelo de Ingileif, y que no habían llegado a las manos de su padre hasta la muerte de Högni. Ingileif le enseñó a Magnus una primera edición de La comunidad del anillo, el primer volumen de El señor de los anillos. Magnus reconoció la letra de la dedicatoria que había en el interior: «A Högni Ísildarson, una buena historia se merece otra, con agradecimiento y los mejores deseos, J. R. R. Tolkien, septiembre de 1954».
Examinaron una carpeta llena de anotaciones y mapas, la mayoría de los cuales estaban escritos con la letra del doctor Ásgrímur y mostraban suposiciones de dónde podría estar escondido el anillo. También había notas y cartas de Hákon, el pastor. Trataban de varias leyendas populares que había investigado. Había varias páginas de la historia de Gissur y las hermanas trol de Búrfell, que era una montaña cercana a la granja de Gaukur en Stöng. También se hacía mención a una historia sobre una niña pastora llamada Thorgerd, que se escapó con un elfo.
—¿Hay elfos en América? —preguntó Ingileif.
—No como tales —contestó Magnus—. Tenemos camellos, chulos, matones, abogados corruptos y agentes financieros. No elfos. Pero si alguna vez tenemos problemas con los elfos en el South End, ya sé adónde acudir en busca de ayuda. Haremos un intercambio con la Policía Metropolitana de Reikiavik.
—Entonces, ¿nunca te contaron historias sobre ellos cuando eras niño?
—Desde luego que sí. Sobre todo cuando vivía con mis abuelos en Islandia. Mi padre era más aficionado a las sagas que a los elfos y a los troles. Pero recuerdo haberle preguntado por ellos. —Magnus sonreía al recordar—. Creo que tenía catorce años. Estábamos de excursión por el Adirondack. Era lo que más me gustaba, salir de excursión con mi padre. Mi hermano no venía. Así que solo éramos él y yo. Solo nos hablábamos en islandés durante una semana entera. Hablábamos de todo.
»Recuerdo exactamente dónde estábamos, en la orilla del lago Raquette. Nos estábamos comiendo un bocadillo sentados en una roca que tenía forma de trol. Mi padre me contó que los islandeses habían inventado una historia sobre ella. Luego, le pregunté si creía en los elfos.
—¿Y qué contestó?
—Casi eludió la pregunta, así que insistí. Era matemático. Pasó toda su vida tratando con pruebas. No había pruebas de que los elfos existieran. Así que me dio una larga charla sobre cómo, a pesar de que no haya pruebas de que existen los elfos, tampoco hay pruebas absolutas de que no existan. Por tanto, la ciencia no puede contestar a esa pregunta. Dijo que, aunque no creía en los elfos, era demasiado islandés como para negar su existencia y que, si alguna vez yo vivía en Islandia, lo entendería.
—Y ahora que vives en Islandia, ¿crees en ellos?
Magnus se rio.
—No. ¿Y tú?
—Mi abuela veía seres ocultos a todas horas —contestó Ingileif—. Estaban en un peñasco cerca de la granja en la que nació mi madre. De hecho, una mujer oculta se acercó a ella la noche antes de que mi madre naciera. Tenían planeado llamar a mi madre Boghildur, pero aquella mujer dijo que si mi abuela no le ponía el nombre de Líney, el bebé moriría joven. Así es como mi madre terminó llamándose Líney.
—Mejor que Boghildur —apostilló Magnus—. Aquella mujer tenía buen gusto.
—Mira esto —dijo Ingileif, señalando un mapa con notas y flechas garabateadas por todas partes—. Aquí es adonde iban el fin de semana que murió mi padre. —Había una cueva señalada cerca de un arroyo a unos diez kilómetros de distancia de la granja vikinga abandonada de Stöng.
El teléfono móvil de Ingileif sonó. Cuando contestó, Magnus pudo oír una voz masculina nerviosa, aunque no podía oírla lo suficientemente bien como para reconocerla.
—Era mi hermano —dijo Ingileif cuando colgó—. Al parecer, los dos extranjeros que estaban tratando de comprar la saga han aparecido por el Neon. Un americano y un inglés. Han estado haciéndole preguntas sobre el anillo. Pétur los ha mandado a freír espárragos.
—Creía que tendrían el suficiente sentido común como para dejar todo eso.
—Eso mismo opina Pétur. Me ha avisado de que vendrán también en mi busca. No quiere que les diga nada.
—¿Y lo vas a hacer?
—No. Y no van a comprar la saga por muy alto que sea el precio que quieran pagar, si es que alguna vez tenemos la oportunidad de venderla. Pétur se ha mostrado inflexible en eso y yo estoy de acuerdo con él. —Miró el reloj—. Son casi las siete. El pastor debe de haber llegado ya. ¿Vamos a verlo?
Volvieron a Hruni, pero no hubo respuesta cuando llamaron al timbre. El coche del pastor continuaba en el garaje. Levantaron la vista hacia las colinas y el valle por si veían a alguien caminando solo. El sol, más bajo ahora, emitía una luz suave y clara y parecía distinguir cualquier detalle del paisaje e iluminar la nieve de las montañas lejanas con un resplandor rosado. Un par de cuervos daban vueltas a lo lejos y la brisa hacía que sus graznidos se oyeran por toda la pradera. Pero no había indicios de ningún ser humano por allí.
—¿A qué hora oscurece? —preguntó Magnus—. ¿A las nueve y media?
—No lo sé —respondió Ingileif—. Más o menos, supongo. Cada vez lo hace más tarde en esta época.
—¿Tienes hambre?
Ingileif asintió.
—Conozco un lugar en el pueblo donde podemos comer algo —sugirió.
—Vamos. Podemos volver aquí luego.
—¿Y luego coger el coche de vuelta a Reikiavik?
Magnus asintió.
—Podríamos hacer eso —dijo Ingileif—. O… —Sonrió. Sus ojos grises se movieron bajo el flequillo rubio. Estaba encantadora.
—¿O qué?
—O podemos verle por la mañana.
Magnus se despertó sobresaltado. Estaba sudando. Durante un momento no sabía dónde estaba. Miró por la habitación hacia una ventana que no conocía y vio el color azul grisáceo de la luna detrás de las delgadas cortinas.
Una mano le tocó el brazo.
Se giró y vio a una mujer tumbada a su lado. Ingileif.
—¿Qué te pasa, Magnús?
—Un sueño. No es nada.
—¿Una pesadilla?
—Ajá.
—Cuéntamela.
—No. No pasa nada.
—Magnús, quiero que me hables de tus pesadillas. —Se incorporó apoyándose en un codo y él vio la sombra de su pecho bajo la débil luz que se filtraba por las cortinas. Distinguió en ella una media sonrisa de preocupación. Le acarició la mejilla.
Y se lo contó. Le habló del sueño, del 7-Eleven, de O’Malley, del drogadicto. Y del callejón, los cubos de basura, el tipo gordo y calvo y el niño… el niño que, como Williams había dicho, acababa de morir.
Ella lo escuchaba.
—¿Se repiten mucho estas pesadillas?
—No —contestó Magnus—. No hasta hace muy poco. Hasta el segundo tiroteo.
—Pero aquellos dos hombres intentaban matarte, ¿no?
—Sí. No me siento culpable en absoluto por ello —le explicó Magnus—. Al menos, no cuando estoy despierto. —Golpeó el colchón con el puño—. No tiene sentido. No sé por qué permito que esto me perturbe.
—Bueno, mataste a alguien —dijo ella—. Hiciste bien, no tenías otra opción, pero te sientes mal. No serías humano si no fuera así. Y eres humano, aun cuando pienses que eres un policía duro. No me gustarías si no lo fueras.
Ingileif se acurrucó en el pecho de él. Magnus la abrazó con fuerza.
Se besaron.
Él se estremeció.
Después, ella volvió a quedarse dormida. Pero Magnus no podía. Se quedó inmóvil, tumbado boca arriba, mirando al techo.
Ella tenía razón con respecto a las pesadillas, por supuesto. Debería esperarlas, aceptarlas. Aquella idea lo tranquilizó.
Pero luego pensó en Colby, escondida en algún lugar, Dios sabía dónde, temiendo por su vida. ¿No debería sentirse culpable por ella?
Miró a Ingileif, que tenía los ojos cerrados y respiraba suavemente a través de sus labios entreabiertos. Incluso en la penumbra podía distinguir la marca de su ceja.
Colby le había dejado bastante claro que tenía muy pocas posibilidades de salvar su relación. De hecho, un polvo de una noche con una chica guapa islandesa era una forma perfectamente razonable de quitársela de la cabeza. Mucho mejor que ponerse ciego de alcohol y terminar en la cárcel. El problema es que, mirando a Ingileif tumbada a su lado, aquello no se parecía en nada a un polvo de una noche. Le gustaba de verdad. Mucho.
Y por alguna estúpida razón, aquello lo convertía en una mayor traición a Colby.
Tras conducir de nuevo desde Hruni se habían detenido en el único hotel de Flúdir. Resultó tener un restaurante muy bueno. Tomaron una larga y pausada cena divisando el valle del Hvítá sumergiéndose en la oscuridad delante de ellos. Caminaron de vuelta a la casa de Ingileif a lo largo del pequeño río que atravesaba el pueblo y, después, terminaron en el dormitorio de la infancia de Ingileif.
Sonrió al recordarlo.
Estaba siendo ridículo. Llevaba menos de una semana en Islandia y ya empezaba a comprender que los islandeses tenían una actitud más relajada en cuanto al sexo de lo que él estaba acostumbrado. Él no era más que aquel pintor, ¿cómo se llamaba? La coartada de Ingileif. Seguro que a ella le gustaba. Lo mismo que le gustaba el skyr o el helado de fresa. Puede que menos.
Debía ser cauteloso. Dormir con una testigo era algo del todo inadmisible en los Estados Unidos y, de algún modo, dudaba de que Baldur se extrañara si alguna vez se enteraba. ¿Y estaba del todo seguro de que ella era inocente?
Claro que sí.
Pero el detective que había en él, el profesional le decía otra cosa.