25

El pastor llevaba el periódico que acababa de comprar en la tienda de Flúdir en dirección a su estudio. Había una especie de artículo en la página cinco sobre la investigación del asesinato de Agnar. Parecía que se habían hecho pocos avances desde que al principio se arrestó al inglés. El pastor sonrió como si recordara cómo había desconcertado a la mujer policía. Pero no debía confiarse. La policía estaba haciendo un llamamiento público por si algún testigo había visto a alguien conduciendo hacia esa parte del lago Thingvellir el primer día del verano.

Eso le preocupaba.

Pensó en telefonear, pero sabía que lo mejor que podía hacer era permanecer tranquilo y en silencio. No había razón para que la policía le visitara de nuevo, pero, de todos modos, era mejor estar preparado.

Miró el montón de libros que había en su mesa y el cuaderno abierto por la página en la que había dejado de trabajar la noche anterior. Debía volver a la vida de Saemundur. Pero no podía disipar la preocupación que aquel artículo en el periódico le había despertado. Necesitaba algo que lo consolara.

Dejó el periódico y examinó su pequeña colección de CDs del estante inferior de su larga estantería y escogió uno. Led Zeppelin IV. Lo puso en el reproductor y subió el volumen.

Sonrió al recordar la vez en que quince años atrás le había gritado a su hijo por escuchar aquella adoración del diablo y cómo él mismo había escuchado aquella música a escondidas cuando su hijo estaba en el colegio. Le gustaba. En cierto modo, era oportuna. Se quedó quieto un momento, cerró los ojos y dejó que la música le inundara.

Un par de minutos después, salió de casa y cruzó los quinientos metros que le separaban de la iglesia, ubicada bajo un risco de piedra. Unos acordes toscos e insistentes sonaban desde su casa resonando entre las rocas que había detrás y arremolinándose por el valle.

El interior de la iglesia era luminoso y amplio. La luz del sol entraba a través de los cristales transparentes de las ventanas. El techo estaba pintado de azul claro y decorado con estrellas doradas, las paredes estaban cubiertas de tablones de color crema y los bancos estaban pintados de rosa. El púlpito y el pequeño órgano eléctrico eran de madera de pino claro. Se acercó al altar, cubierto de terciopelo rojo. Detrás de él había un cuadro de La última cena.

En mañanas como aquella, algunos de los miembros de su congregación aseguraban que podían sentir a Dios en aquella iglesia. Pero solo el pastor sabía lo que de verdad se ocultaba allí.

Debajo de sus ornamentos, el altar era en realidad un viejo y destartalado armario de pino dentro del cual había montones de ejemplares del Lögbirtingablad, boletines oficiales de varias décadas atrás. El pastor extendió el brazo bajo uno de los montones a la derecha del armario. Sus dedos recorrieron aquella familiar forma redondeada.

El anillo.

Lo sacó y se lo colocó en el cuarto dedo de la mano derecha, donde se ajustaba bien. El pastor tenía las manos grandes, había sido un buen jugador de balonmano de joven, pero el anillo no le apretaba. Había sido hecho para los dedos de un guerrero.

Y ahora le pertenecía al pastor de Hruni.

Baldur ignoró a Magnus durante la reunión de la mañana.

Estaba montando un caso contra Tómas Hákonarson. Nadie había visto a Tómas volver a casa aquella noche, ni cuando él decía, a eso de las cinco o las seis, ni mucho más tarde. Había claras muestras de barro en las zapatillas que Tómas dijo que había llevado puestas aquella noche, pero luego se habían mojado el sábado anterior, cuando pisó algunos charcos con ellas. El laboratorio estaba realizando un análisis más exhaustivo y tratando de buscar la correspondencia entre las fibras de sus calcetines con las tres fibras de la casa de verano que aún seguían sin encontrar explicación.

El mismo Tómas había pedido un abogado y se ceñía a su historia, negándose a admitir lo poco convincente que parecía.

Durante toda la reunión, Baldur no dirigió el más mínimo comentario a Magnus, no le preguntó su opinión, ni le asignó tarea alguna en la investigación. Todo aquello lo presenció Thorkell Holm.

Que le den a Baldur.

A Magnus le dolía la cabeza. Había tomado algo más que una cerveza en el Grand Rokk la noche anterior, pero se las había arreglado para no abusar de los chupitos. Ahora su sufrimiento procedía más de la sensación de tener la cabeza espesa que de una resaca descomunal. Pero aquello fue suficiente para ponerlo de un humor poco colaborador.

Magnus le contaría a Baldur todo lo del padre de Tómas cuando le diera la gana. Cuando hubiera hablado con el pastor.

Lawrence Feldman iba en el asiento trasero del Mercedes cuatro por cuatro de color negro y examinaba los edificios de la cárcel que tenía delante de él. Estaba en el aparcamiento de Litla Hraun. Aquellos edificios no tenían mal aspecto. De color blanco, funcionales, rodeados de dos alambradas. Pero el paisaje que había alrededor era inhóspito: llano, desnudo y marrón, extendiéndose a lo largo de las laderas de las montañas al norte. Al sur estaba la enorme extensión gris del océano Atlántico. Al menos, había algo de luz solar por allí.

El viaje desde Reikiavik, a solo una hora, había sido estimulante mientras ascendían por los campos de lava hacia las nubes. Feldman pensó que aquello podría ser la Tierra Media, quizá en los confines de Mordor, el hogar del Señor Oscuro Sauron. No había hierba, nada de vegetación o, al menos, no la vegetación que había en su tierra. Extraños líquenes y musgos, algunos de ellos de un brillante color lima, otros grises y otros naranja, se agarraban a las rocas. Parches de nieve se extendían por las laderas de las montañas adentrándose en las nubes. A un lado de la carretera, unas columnas de vapor emanaban del suelo.

Mordor. Donde se extienden las sombras.

Un enorme pájaro negro bajó en picado y se posó en un poste de la alambrada a pocos metros del coche. Abrió el pico y graznó con tono acusador. Ladeó la cabeza y pareció mirar directamente a Feldman con un ojo. Era un cuervo. Aquel maldito pájaro le estaba haciendo sentir muy incómodo.

Feldman había preferido quedarse en el coche mientras Kristján Gylfason, el abogado que había contratado para representar a Gimli, entraba en la prisión para recogerlo. Las historias que el policía grandullón y pelirrojo le había contado a Feldman sobre la cárcel aún le inquietaban.

Salió un hombre de un edificio cercano. Era un hombre grande, de casi dos metros, con pelo largo y rubio, barba y pecho fuerte, vestido con un mono azul, y se dirigió directamente al Mercedes. Uno de esos pastores depravados de los que le habían hablado a Feldman, sin duda. Alargo la mano hasta el seguro de la puerta y sintió alivio al oír aquellos reconfortantes chasquidos electrónicos cuando lo pulsó. El tipo del mono azul lo vio en el coche, lo saludó secamente con un movimiento de la cabeza y de la mano y subió a una furgoneta Toyota.

Por fin vio la afable figura trajeada de Kristján salir por la puerta de la prisión acompañado de un hombre alto vestido con un chándal azul y un vientre prominente. Feldman alargó la mano, quitó el seguro de la puerta y la abrió.

—¡Gimli!

Gimli se dejó caer en el asiento trasero con un gruñido.

—¿Qué hay? —preguntó.

Feldman vaciló. Era la primera vez que veía a Gimli en persona, pero sentía que lo conocía muy bien. Estaba abrumado por la emoción. Se inclinó torpemente hacia delante para darle un abrazo.

Gimli se quedó inmóvil.

—Tranquilo, amiguete —dijo. Tenía un fuerte acento de Yorkshire.

Feldman se apartó.

—¿Cómo te ha ido ahí dentro? —preguntó Feldman—. ¿Es tan malo?

—No ha estado mal. La comida estaba bien. Eso sí, la tele en este país es una mierda.

—¿Y los demás prisioneros? ¿Te han tratado bien?

—No les he dicho nada —respondió Gimli—. Estuve calladito.

—Has hecho bien —observó Feldman. Miró fijamente a Gimli, tratando de adivinar si estaba mintiendo. Feldman comprendería que no quisiera dar muchos detalles sobre sus experiencias en la prisión.

Gimli se removió incómodo bajo la mirada de Feldman.

—Gracias por tu ayuda, Lawrence. Por Kristján y todo lo demás.

—No hay de qué. Y, por favor, llámame Ísildur. Yo te llamaré Gimli.

Gimli miró a Feldman, levantó una ceja y encogió los hombros.

—Me parece bien. No les he contado nada, ¿sabes? Aunque parece que ellos solos han encontrado bastantes cosas. Descubrieron lo de la saga y el anillo, por ejemplo, pero no fui yo el que se lo dijo.

—Claro que no —dijo Feldman, sintiéndose inmediatamente culpable por lo mucho que él sí le había contado a la policía con mucha menos presión.

Kristján puso en marcha el coche y salió del recinto de la prisión de vuelta hacia Reikiavik. Feldman se alegró de salir de allí. Miró a su acompañante. Jubb era más alto de lo que se había imaginado. Por su alias, Feldman había supuesto que se trataba de alguien más bajito. Pero este Gimli compartía una fuerte solidez con su tocayo de la Tierra Media. Un buen socio.

—¿Sabes una cosa, Gimli? Puede que nos hayamos quedado sin La saga de Gaukur, pero aún podemos encontrar el anillo. ¿Quieres ayudarme?

—¿Después de todo lo que ha pasado aquí? —preguntó Gimli.

—Desde luego, comprendería que no quisieras —dijo Feldman—. Pero si lo encontráramos, podríamos compartirlo. Encargarnos los dos de su custodia. Un setenta y cinco y un veinticinco.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a que tú lo guardarías un veinticinco por ciento del tiempo. Tres meses al año.

Gimli miró por la ventanilla hacia la llanura marrón. Asintió.

—Bueno, he sufrido bastante. Podría sacar también algún provecho.

—¿Trato hecho? —Feldman le extendió la mano.

Gimli la estrechó.

—¿Por dónde empezamos?

—¿Te dio Agnar alguna indicación de dónde podría encontrarse el anillo?

—No, pero estaba bastante seguro de que podía hacerse con él. Como si supiera dónde está.

—Estupendo. Y cuando la policía te interrogó, ¿te hicieron preguntas sobre alguien en particular?

Sí. Un hermano y una hermana. Peter e Ingi… no sé qué Ásgrímsson. Tengo bastante claro que ellos debían de ser los que vendían la saga.

—Muy bien. Lo único que tenemos que hacer es buscarlos. Kristján, ¿puede ayudarnos?

—No estaba escuchando su conversación —contestó el abogado.

—Tenemos que localizar a un par de personas. ¿Nos puede ayudar?

—No creo que eso sea apropiado —respondió Kristján—. Si en el futuro tengo que defenderle, cuanto menos sepa, mejor.

—Entiendo. Entonces, ¿nos puede recomendar algún investigador bueno? ¿Alguien que esté dispuesto a sobrepasar un poco las normas para buscar lo que necesitamos?

—El tipo de investigadores que nosotros utilizamos no harían nunca esa clase de cosas.

Feldman torció el gesto.

—¿Y a quién no nos recomendaría? —preguntó Steve Jubb—. Ya sabe, ¿a quién deberíamos evitar?

—Hay un hombre llamado Axel Bjarnason —contestó Kristján—. Es conocido por saltarse los límites de la legalidad. Yo no me acercaría a él. Lo pueden encontrar en la guía de teléfonos. Por la A. En este país, ordenamos a la gente por su nombre de pila.

Magnus tardó un rato en conseguir un coche para ir a Hruni y hasta después de comer no pudo estar en la puerta de la galería en Skólavórdustígur para recoger a Ingileif. Tardarían menos de dos horas en llegar a Hruni, pero necesitaban tiempo para viajar hasta allí, hablar con el pastor y volver a Reikiavik esa misma noche.

Ingileif llevaba vaqueros y un anorak, y el pelo rubio atado en una roleta. Tenía buen aspecto. Y también parecía contenta de verle.

Salieron de Reikiavik bajo una gran nube oscura y los barrios de Grafarvogur y Breidholt, de un gris menos oscuro, se extendían a ambos lados. Mientras subían por el puerto de montaña con dirección sudeste, la lava y la nube convergían hasta que, de repente, llegaron al punto más alto y una amplia llanura inundada brillaba con la luz del sol por debajo de ellos. La llanura estaba salpicada de lomas y pueblos diminutos y la dividía en dos un ancho río que llegaba hasta el mar atravesando la ciudad de Selfoss. Más cerca de ellos, se levantaban altas columnas de humo que salían de los pozos perforados de una planta de energía geotérmica. Justo debajo estaban los invernaderos de Hveragerdi, calentados por chorros de agua caliente que emanaban desde el centro de la tierra. En el aire había cierto olor a azufre, incluso en el interior del coche.

Una estrecha franja blanca delimitaba la nube negra que se cernía sobre ellos. Más allá, el cielo era de un azul claro e impecable.

—Háblame de Tómas —dijo Magnus.

—Le conozco de toda la vida —contestó Ingileif—. Fuimos juntos al colegio en Flúdir. Sus padres se separaron cuando él tenía unos catorce años y se fue con su madre a Helia. Es completamente distinto a su padre, un poco bromista, encantador a su manera, aunque nunca me ha parecido atractivo. Bastante listo. Pero su padre siempre se sintió decepcionado por su culpa.

Hizo una pausa mientras Magnus maniobraba por una curva especialmente empinada colina abajo, dando un pequeño volantazo para esquivar a un camión que venía en la otra dirección.

—En este país se conduce por la derecha —dijo Ingileif.

—Lo sé. En los Estados Unidos también.

—Es que parece que prefieres ir por en medio de la carretera.

Magnus no contestó. Tenía perfecto control del coche.

—Tómas fue de un sitio a otro durante un tiempo después de la universidad —continuó Ingileif—. Luego, hizo algo de periodismo y, de repente, terminó en ese programa que presenta Al grano. Es perfecto para ese trabajo. El productor que lo contrató debe de ser un genio.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un par de años. Creo que se le ha subido un poco a la cabeza. A Tómas siempre le gustó beber y tomar drogas, pero sus fiestas tienen reputación de ser aún más salvajes.

—¿Has estado en alguna?

—La verdad es que no. Últimamente no le he visto mucho, hasta ayer. Pero me ha pedido que vaya a una el sábado.

—Yo que tú no me pondría demasiado guapa.

—No —dijo ella—. He oído que puede que ya esté reservado para otra.

—¿Dices que lo viste ayer?

Ingileif le contó su encuentro con Tómas en el Mokka y las misteriosas preguntas que él le hizo sobre el caso de Agnar.

—¿Cómo se lleva con su padre? —le preguntó Magnus.

—Bueno, no sé ahora. Pero siempre fue la típica relación entre un padre demasiado exigente y un hijo que constantemente trata de agradar, pero que nunca lo consigue. Tómas trató de rebelarse, dejando los estudios, yendo de juerga y cosas así, pero nunca consiguió superarlo. En el fondo, siempre sentía la desaprobación de su padre. Estoy segura de que aún sigue siendo así.

—¿Y podría hacerle un favor a su padre? ¿Un gran favor?

—¿Como asesinar a alguien?

Magnus se encogió de hombros.

Ingileif se quedó pensándolo unos segundos.

—No lo sé —contestó por fin con frustración—. No puedo imaginármelo haciendo algo así. No puedo imaginar que una persona sea capaz de matar a otra. Ese tipo de cosas no ocurren en Islandia.

—Ocurren en todos los sitios —dijo Magnus—. Y ha ocurrido aquí. Le ha pasado a Agnar.

Ahora se encontraban en la misma llanura, conduciendo por una larga carretera recta que atravesaba campos de espesa hierba reseca. Cada kilómetro y medio, más o menos, aparecía una granja o una pequeña iglesia blanca y roja en lo alto de una loma, con una parcela verde privada y cuidada delante de ella. Había ovejas pastando, ocultas bajo la lana enmarañada del invierno, pero los animales que más abundaban eran los caballos, animales robustos, apenas más grandes que los ponis, muchos de ellos de un color castaño dorado.

—Y en América, ¿eres un policía duro con pistola como los que se ven en la televisión? —le preguntó Ingileif—. Ya sabes, esos que persiguen a los malos por la ciudad en coches deportivos.

—A los policías nos molesta mucho lo que se ve en las series de televisión. Nunca aciertan —respondió Magnus—. Pero sí, llevo pistola.

Y la ciudad está llena de tíos malos o, al menos, las zonas en las que yo he estado trabajando.

—¿No es deprimente? ¿Y no te asusta?

—No sé —contestó. Siempre le resultaba difícil explicarle a un civil lo que es ser policía. Nunca lo entendían. Colby nunca lo entendió.

—Lo siento —dijo Ingileif y, después, se giró para mirar por la ventanilla.

Siguieron adelante. Puede que Magnus estuviera siendo injusto con Ingileif. Ella se había esforzado por entenderle la noche anterior.

—Había una chica a la que conocí en la universidad, Erin. Iba a Providence para trabajar con niños. En aquel entonces, era un sitio realmente peligroso. Fui con ella, en parte porque pensaba que lo que ella hacía estaba bien, pero, sobre todo, porque creía que era la chica más guapa de la facultad y quería acostarme con ella.

—Qué romántico.

—Sí. Pero realmente hacía cosas buenas. Era estupenda con los niños. A los chicos se les caía la baba con ella y a las chicas también les gustaba. Y yo le eché una mano.

—Apuesto a que también tú les gustaste a las chicas —dijo Ingileif con una sonrisa burlona.

—Conseguí deshacerme de ellas.

—¿Y conseguiste llevarte a aquella pobre chica a la cama?

—Durante un tiempo. —Magnus sonrió al recordarlo—. De verdad, era muy buena persona. Una de las mejores personas que he conocido nunca. Mucho mejor que yo. Cada vez que se encontraba con un niño que estuviera en la droga o que atacara a sus vecinos con una navaja, ella veía a un pobre chico asustado del que habían abusado o que había sido abandonado por sus padres y por la sociedad.

—¿Y tú?

—Bueno, yo traté de verlo como ella. De verdad que lo intenté. Pero en mi mundo había tipos buenos y tipos malos, y lo único que yo veía en él era uno malo. Pensaba que eran los tipos malos los que estaban echando a perder el barrio y corrompiendo a los otros niños que vivían en él. Lo único que deseaba hacer era evitar que ese pequeño gamberro arruinara la vida de otras personas. Igual que la mía me la arruinó quienquiera que matara a mi padre.

—Así que te hiciste policía.

—Eso es. Y ella se convirtió en profesora. —Magnus sonrió con ironía—. Y creo que, de algún modo, ella ha contribuido más que yo a que el mundo sea un lugar mejor.

—¿La sigues viendo?

—No —contestó Magnus—. Una vez fui a visitarla a Chicago, un par de años después de terminar la universidad. Para entonces, ya éramos muy diferentes. Aunque ella seguía estando muy guapa.

—Creo que yo estaría de acuerdo contigo —dijo Ingileif, mirándolo—. Con respecto a los tipos malos.

—¿De verdad?

—Pareces sorprendido.

—Supongo que sí. —Erin no había estado de acuerdo con él. Tampoco Colby, por cierto. Los policías siempre se sentían solos en ese aspecto, como si estuvieran realizando una tarea que nadie más deseaba hacer o de la que ni tan siquiera nadie estaba dispuesto a admitir su necesidad.

—Claro que sí. Ya has leído las sagas. Las mujeres islandesas siempre estamos dando la lata a nuestros hombres con que salgan de la cama y vayan a vengar el honor de su familia antes de la hora del almuerzo.

—Eso es verdad. Siempre me gustó ver eso en una mujer, sobre todo, los domingos por la mañana.

Continuaron el viaje en silencio, atravesando el puente voladizo del río Ölfusá y la ciudad de Selfoss.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Islandia? —preguntó Ingileif.

—Pensé que estaría varios meses. Pero ahora parece que tendré que volver a los Estados Unidos la semana que viene para testificar en un juicio.

—¿Vas a volver después?

—No, si puedo evitarlo —contestó Magnus.

—Vaya. ¿No te gusta Islandia? —Ingileif parecía ofendida, lo cual no era de extrañar. No hay un modo más sencillo de ofender a un islandés que menospreciando su país.

—Me gusta mucho. Pero me trae malos recuerdos. Y mi trabajo en el Departamento de Investigación Criminal de Reikiavik no está siendo muy bueno. La verdad es que no me llevo bien con mi jefe.

—¿Tienes novia en Boston? —preguntó Ingileif.

—No —respondió Magnus, pensando en Colby. Era una exnovia, si es que alguna vez había sido su novia. Quiso preguntarle a Ingileif por qué le había hecho aquella pregunta, pero parecería grosero. Quizá no fuera más que curiosidad. Los islandeses hacían preguntas directamente cuando querían conocer las respuestas.

—¡Mira, ahí está el Hekla!

Ingileif apuntó hacia la gran montaña blanca y robusta que constituía el volcán más famoso de Islandia, No tenía la clásica forma cónica de los volcanes, pero resultaba mucho más rotunda que, por ejemplo, el más hermoso monte Fuji. El Hekla había entrado en erupción cuatro veces en los últimos cuarenta años a través de una fisura que recorría la cumbre en horizontal. Y luego, cada dos siglos más o menos, había una erupción más grande. Como la del año 1104, que había cubierto la granja de Gaukur en Stöng.

—¿Sabes que en varios sitios de Boston venden rollitos de canela del Hekla? —le preguntó Magnus—. Son unos rollitos grandes cubiertos de azúcar. Igual que la montaña.

—¿Y explotan en la cara en intervalos aleatorios?

—No que yo sepa.

—Entonces no son los verdaderos rollitos del Hekla. Tienen que ser un poco más violentos —dijo Ingileif, sonriendo—. Recuerdo la erupción del Hekla de 1991. Supongo que yo tendría diez u once años. Apenas puede verse desde Flúdir, pero tenía una amiga que vivía en una granja a pocos kilómetros al sur y, desde allí, se veía estupendamente. Fue extraordinario. Ocurrió un mes de enero por la noche. El volcán resplandecía furioso con sus colores rojo y naranja y, al mismo tiempo, se podía ver el reflejo verde de la aurora por encima de él. Nunca lo olvidaré.

Tragó saliva.

—Fue el año anterior a la muerte de mi padre.

—Cuando la vida era normal —apuntó Magnus.

—Exacto —confirmó Ingileif—. Cuando la vida era normal.

El volcán se levantaba cada vez más imponente a medida que se acercaban a él. Después, giraron hacia el norte y lo perdieron detrás de las montañas que rodeaban el valle. A dos kilómetros de Flúdir encontraron el desvío a Hruni hacia la derecha. Magnus giró el volante y la carretera serpenteó entre las colinas durante un par de kilómetros antes de salir a un valle. Se veía la pequeña iglesia blanca de Hruni debajo de un peñasco rocoso rodeada por una casa y alguna granja.

Se detuvieron en el aparcamiento vacío de gravilla delante de la iglesia. Magnus salió del coche. Hacia el norte había unas vistas espectaculares de los glaciares a muchos kilómetros de distancia. Los chorlitos bajaban en picado y volaban en espiral entre los campos, piando con fuerza al hacerlo. Por lo demás, todo estaba en silencio. Y en paz.

Se acercaron a la casa parroquial, una casa grande típica islandesa, de color blanco con tejado rojo, y llamaron al timbre. No hubo respuesta. Pero había un Suzuki rojo en el garaje.

—Vamos a mirar en la iglesia —sugirió Ingileif—. Al fin y al cabo, es el pastor.

Mientras atravesaban el antiguo cementerio, Ingileif señaló con la cabeza unas lápidas más nuevas.

—Ahí está mi madre.

—¿Quieres detenerte un instante? —le preguntó Magnus—. Puedo esperar aquí.

—No —contestó Ingileif—. No me parece bien —dijo, sonriéndole tímidamente—. Sé que es una tontería, pero no quiero implicarla en todo esto.

—No es una tontería —dijo Magnus.

Así que continuaron caminando hacia la iglesia y entraron. Hacía una temperatura agradable y lo cierto es que era bastante bonita. También estaba vacía.

Mientras se dirigían de vuelta al coche, Magnus vio a un chico de unos dieciséis años junto al granero que había al lado de la casa del párroco. Lo llamó.

—¿Has visto al pastor?

—Estaba aquí esta mañana.

—¿Sabes adónde puede haber ido? ¿Tiene otro coche?

El chico miró el Suzuki que había aparcado en el garaje.

—No. Puede que haya ido a dar una vuelta. A veces lo hace. Puede pasar fuera todo el día.

—Gracias —dijo Magnus. Miró su reloj. Las tres y media. Después se giró hacia Ingileif—. ¿Y ahora qué?

—Podemos ir a mi casa del pueblo —sugirió ella—. Puedo enseñarte las cartas de Tolkien a mi abuelo. Y las notas de mi padre sobre dónde podría estar el anillo. Aunque dudo que sirvan de mucho.

—Buena idea. Volveremos aquí luego.