24

—¡No puede soltar a Steve Jubb! —Magnus casi gritaba.

Baldur estaba en el pasillo, en la puerta de la sala de interrogatorios, mirándolo.

—Puedo hacerlo y voy a hacerlo. No tenemos pruebas para retenerle. Sabemos que hubo otra persona allí esa noche después de que Steve Jubb regresara a Reikiavik. Alguien tiró a Agnar al lago después de que oscureciera.

—Según una niña de cuatro años.

—Tiene cinco. Pero la cuestión es que todas las pruebas forenses lo respaldan.

—Pero ¿y qué pasa con sus padres? Seguramente habrían oído otro coche pasando por su casa después de las nueve y media.

—Lo hemos comprobado. Se acostaron pronto. Su dormitorio está en la parte posterior de la casa. Y estaban ocupados.

—¿Ocupados? ¿Ocupados con qué?

—Ocupados haciendo lo que las personas casadas hacen a veces cuando se acuestan temprano.

—Ah.

—Y ahora tenemos otro sospechoso. —Baldur señaló con la cabeza hacia la puerta tras la que Tómas Hákonarson acababa de empezar una maratón de sesiones de interrogatorios.

Magnus miró dentro. Un hombre de gafas redondas, pelo ralo y mejillas mofletudas estaba sentado fumándose un cigarro, vigilado atentamente por Vigdís. Se trataba del famoso personaje televisivo.

—¿Y ha confesado?

—Deme tiempo —contestó Baldur—. Sus huellas dactilares concuerdan con las que encontramos en la casa y que estaban sin identificar. Estamos analizando ahora su ropa y sus botas. De momento, su historia es que entró y se fue antes de que llegara Steve Jubb. Jubb llegó a eso de las siete y media de esa tarde y los vecinos estuvieron fuera toda la tarde, así que es posible que Tómas entrara y saliera sin que lo vieran.

Pero si usted creía que Jubb mentía, debería ver a este tipo. Su historia está llena de agujeros. La haremos pedazos.

—¿No cree que lo que le dije sobre que Lawrence Feldman y Steve Jubb estaban tratando de comprarle a Agnar un anillo lo cambia todo?

—No —respondió Baldur con firmeza—. Ahora tengo que trabajar.

Magnus volvió a su mesa con gran frustración. Lo que realmente le molestaba era la posibilidad de que Baldur pudiera tener razón y él estuviera equivocado. Baldur era un buen policía que confiaba en su instinto, pero también lo era Magnus. Y ese era el motivo por el que le resultaría de lo más mortificante si se demostraba que la corazonada de Baldur era la correcta y no la suya.

Sabía que debía respirar hondo, mantener la mente abierta y dejar que la dirección de la investigación siguiera las pruebas a medida que iban surgiendo. Pero el problema era que, cuanto más pensaba en el trato de la saga y el anillo, más turbio se volvía todo. Y más riesgo corrían los que estaban implicados en él.

A decir verdad, Tómas Hákonarson había tenido oportunidad de hacerlo, pero aún no había un motivo. Ísildur y Gimli, como les gustaba llamarse, sí tenían motivos de sobra.

El asiento situado frente a Magnus estaba vacío. Árni seguía volando. Magnus llamó a su teléfono móvil y dejó un mensaje en su buzón de voz para decirle que Ísildur estaba en Reikiavik y que ya podía regresar a casa.

Pobre hombre.

Encendió el ordenador y comprobó su correo. Había uno del subcomisario Williams, un correo bien largo, para su gusto.

Williams se disculpaba por el fallo en la protección de Colby. Aseguraba que hubo un coche de patrulla en su puerta toda la noche, pero que no vieron nada. No había rastro de Colby, aunque sí le había dicho a su jefe y a sus padres que iba a estar fuera un tiempo.

Se habían hecho preguntas por Schroeder Plaza, la sede central de la Unidad de Homicidios. Preguntas sobre Magnus disfrazadas de chismorreo. Amigos de Lenahan; amigos de amigos de Soto.

El chico al que Magnus disparó había muerto. La investigación sobre su muerte y la de su compañero más mayor se retrasaría hasta después del juicio de Lenahan.

Pero la gran noticia era la del juicio de Lenahan en sí. El juez se había impacientado por fin ante las tácticas de retraso de la defensa y había negado su petición de reclamar miles de correos electrónicos del Departamento de Policía. Eso, junto con la sorprendente suspensión de otro juicio por asesinato que dejaba un puesto libre en la lista de casos del juez, implicaba que era probable que el juicio comenzara algún día de la semana siguiente. Llamarían a Magnus como testigo lo antes posible. El FBI esperaba que, en cuanto testificara, Lenahan hablaría. Los federales enviarían a Magnus la información sobre su vuelo en cuanto la tuvieran. Aún tenían que hablar sobre el aeropuerto de destino, pero no sería Logan. Las fuerzas del FBI acudirían en masa para recibirle y llevarle a un lugar seguro.

Magnus escribió una respuesta en la que decía que prefería volver a casa. Lo cual era cierto. Sentía que el valor de lo que estaba aportando a la policía islandesa equivalía exactamente a cero. El cálculo de Baldur tendría un resultado negativo.

Pensó en Colby y sonrió. Se alegró por ella. Era mejor que la policía de Boston no la encontrara. Si quería esconderse, que lo hiciera.

Le escribió un correo electrónico rápido en el que le pedía que, si tenía oportunidad, le dijera si estaba bien. Esperaba con todas sus fuerzas que fuera así.

Sus pensamientos volvieron al caso. Odiaba la idea de abandonarlo, de dejar que Baldur lo solucionara.

Bueno, si él tenía razón y Baldur se equivocaba, significaría que el caso volvería al tema de la saga y el anillo. Sobre todo, el anillo. Y eso dejando a un lado la cuestión de si se trataba realmente del anillo que le habían robado un par de milenios atrás a un enano que estaba pescando transformado en lucio. Aquello no era importante. Lo importante era que Agnar creía saber dónde se encontraba el anillo y que Feldman lo quería. A toda costa.

¿Y dónde estaba?

Tal y como le había mencionado a Árni, parecía poco probable que Agnar se hubiera sacado de la manga un falso anillo de mil años de antigüedad en un par de días. Lo cual significaba que lo tenía otra persona como, por ejemplo, Ingileif, o que Agnar descubrió dónde podría encontrarlo.

Magnus no creía que Ingileif tuviera el anillo. Vale, no quería creer que Ingileif tuviera el anillo. Pero sabía que debía mantener abierta la idea de esa posibilidad.

A menos que lo tuviera otra persona. Magnus no tenía ni idea de quién podría ser.

¿Y si Agnar había descubierto dónde estaba escondido? Magnus había leído La saga de Gaukur. No había suficientes pistas en ella que condujeran a nadie hasta el anillo. Pero Agnar era experto en literatura islandesa medieval. Sin duda, conocía docenas de cuentos y leyendas populares que podían esconder pistas, referencias cruzadas.

Luego Magnus recordó la anotación sobre Hruni en el diario de Agnar. No Flúdir, sino Hruni. Vigdís había interrogado al pastor de allí, el pastor del que le había hablado Pétur a Magnus, el amigo del doctor Ásgrímur. Magnus recordó lo que Vigdís había dicho: el pastor no tenía mucho más de interés que añadir.

Magnus tenía que ir a Hruni. Pero antes quería hablar con Ingileif. Quería saber más cosas sobre el anillo y sobre el pastor.

Y, maldita sea, quería verla.

Fue caminando hasta la galería y llegó justo antes de la hora de cierre, pero Ingileif no estaba allí. Su socia, una mujer morena y muy atractiva, le dijo que probablemente estaría trabajando en casa. Tenía la dirección de su casa desde la primera entrevista y solo tardó diez minutos en llegar allí.

La primera reacción de ella al verlo en su puerta pareció de placer, con una amplia y cálida sonrisa, pero un momento después quedó enturbiada por la duda. Pero lo invitó a entrar.

—¿Cómo le va por Islandia? —le preguntó—. ¿Ha conocido ya a alguna chica guapa?

—Aún no.

—Me ofende.

—Mejorando lo presente, claro.

—Claro. Siéntese.

Magnus se sentó en uno de los sillones bajos cromados y aceptó una copa de vino. Sobre la pared había apoyado un violonchelo, dominando la pequeña habitación. Magnus pensó que, en un apartamento tan pequeño, el violín habría sido un instrumento más adecuado. O un flautín.

—No sabía que podía beber mientras estuviera de servicio —dijo Ingileif, entregándole la copa.

—No estoy seguro de encontrarme de servicio —contestó Magnus.

—¿De verdad? —se extrañó ella, arqueando las cejas—. No me había dado cuenta de que esta era una visita de cortesía.

—Bueno, no se trata de una entrevista formal. Quiero que me ayude.

—Creía que era eso lo que había estado haciendo —dijo Ingileif—. Ayudar a la policía en su investigación. Aunque admito que al principio no fui de mucha ayuda.

—Quiero hablar con usted sobre el anillo. Necesito saber dónde está. Quien lo tiene.

—No tengo ni idea, ya se lo dije —respondió Ingileif—. Estará dentro de algún hueco diminuto entre las rocas, en algún lugar del páramo islandés.

—Agnar creía haberlo encontrado —dijo Magnus—. O, al menos, creía saber dónde estaba. No era solamente la saga lo que trataba de venderle a Feldman, sino también el anillo.

Magnus le habló del contenido del mensaje que Steve Jubb le había enviado a Feldman la noche en que asesinaron a Agnar y de la convicción de Feldman de que Agnar sabía dónde estaba el anillo.

—Entonces, ¿lo tiene alguien? —preguntó ella.

—Es posible.

—¿Quién?

—La candidata más obvia es usted.

Ingileif estalló.

—¡Oiga! Ha dicho que quería mi ayuda. Si lo tuviera, se lo habría dicho. Sé que no le conté todo al principio, pero me doy por vencida con la saga y con el maldito anillo. Así que, si no me cree, lléveme a comisaría a interrogarme. O tortúreme. Usted es de los Estados Unidos, ¿no? ¿Quiere probar conmigo la técnica del ahogamiento en el agua?

Magnus se quedó perplejo ante la vehemencia de semejante res puesta.

—Sí, he vivido en los Estados Unidos un tiempo. Pero no voy a torturarla. De hecho, simplemente se lo preguntaré. ¿Sabe dónde está el anillo?

—No —contestó Ingileif—. ¿Me cree?

—Sí —dijo él. Sabía que como detective profesional debía seguir dudando de ella, pero un detective profesional no estaría tomando una copa de vino en su apartamento. Había renunciado a la idea de ser un detective profesional, al menos mientras estaba en Islandia. Solo quería descubrir al asesino de Agnar.

Ella pareció tranquilizarse.

—Lo siento —se disculpó—. Por lo de la pulla del ahogamiento.

—¿Va a seguir ayudándome?

—Sí.

—Su hermano me dijo que su padre se confió al pastor del pueblo. Que los dos elaboraron teorías sobre dónde podía estar escondido el anillo. ¿Me puede contar algo sobre este pastor?

—Yo no sabía nada de que mi abuelo hubiera encontrado el anillo en aquella época, pero sí sabía que papá planeó con el pastor varias excursiones por el Thjórsárdalur para buscarlo. Y bueno, ¿qué puedo decirle del reverendo Hákon? —Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos—. Es un hombre extraño. Es decir, hay muchos sacerdotes rurales excéntricos en Islandia, pero Hákon es uno de los más extraños. Muchos de mis amigos le tenían miedo, sentían miedo y fascinación al mismo tiempo. Solía meterse con ellos.

—¿Pero no con usted?

—No, conmigo siempre se portó bien. Por mi padre, supongo. Es inteligente. Se considera un intelectual. Está muy interesado en Saemundur el Sabio, ya sabe, el tipo que engañó al diablo. Y, por supuesto, lo sabe todo sobre la leyenda de la danza de Hruni.

—¿Lo ha visto recientemente?

—Ofició el funeral de mi madre a finales del año pasado. Lo cierto es que no lo hizo mal. Definitivamente, tiene carisma —dijo, terminándose el vino—. ¿Quiere otra copa?

Magnus asintió. Ingileif fue al frigorífico a buscar la botella y volvió a llenar las copas.

—Esta semana he pensado mucho en la muerte de mi padre después de lo que le ha pasado a Agnar. Sé que lo que usted está investigando es el asesinato de Agnar, pero me pregunto si la muerte de papá fue tal y como pareció ser.

—¿Qué ocurrió?

—Papá y el pastor fueron a una excursión de dos días con tiendas de campaña por las montañas, al oeste del río Thjórsá. Allí arriba el paisaje es muy estéril y seguía habiendo nieve en el suelo. Nunca supe exactamente adónde fueron. Supuestamente estaban inspeccionando algunas cuevas y rocas de lava con forma de perro. —Ingileif le dio un sorbo al vino—. El segundo día venían de vuelta cuando una tormenta de nieve apareció de la nada. Digo que apareció de la nada, aunque la habían pronosticado. Pero el día anterior había estado despejado y con sol, lo recuerdo. Se perdieron en el páramo y papá se cayó por un precipicio. El pastor consiguió bajar por él. Dice que creía que papá estaba herido de gravedad pero aún vivo. Bajó todo lo rápido que pudo para buscar ayuda, pero se perdió en medio de la tormenta de nieve. Seis horas después encontró una granja de ovejas y pidió ayuda al granjero. Cuando volvieron al precipicio papá estaba muerto. Se había fracturado el cráneo y se había roto el cuello. De hecho, creen que probablemente murió a los pocos minutos de caer.

—Lo siento —dijo Magnus—. Mi padre murió cuando yo tenía veinte años. Es duro.

Ingileif sonrió de inmediato.

—Sí que lo es. Y aunque pienses que lo has superado, lo cierto es que nunca se supera. Sobre todo, cuando ocurre algo así.

—¿Cree que lo empujó? —preguntó Magnus.

—¿El reverendo Hákon? ¿Quiere decir que los dos encontraron el anillo y el pastor empujó a mi padre por el precipicio para quitárselo?

Magnus se encogió de hombros.

—Eso lo ha dicho usted. ¿Qué opina?

—No lo sé —contestó Ingileif—. El pastor y mi padre eran buenos amigos. Mi padre tenía muchos amigos, era bueno con la gente, pero el reverendo Hákon no lo era. Creo que mi padre fue probablemente el único amigo de verdad que ha tenido. Tras la muerte de papá, se puede decir que el pastor se recluyó en sí mismo y se volvió realmente raro. Su mujer lo dejó un par de años después. Nadie del pueblo la culpó.

—O puede que no fuera más que la reacción de alguien que acaba de asesinar a su mejor amigo —observó Magnus—. Creo que debería ir mañana a ver al reverendo Hákon.

—¿Puedo ir con usted? —preguntó Ingileif.

Magnus la miró sorprendido.

—Es difícil de explicar —continuó Ingileif—. Necesito saber qué le ocurrió de verdad a mi padre. Fue hace mucho tiempo y he tratado de reprimirlo, pero hay muchas preguntas para las que no tengo respuesta. El asesinato de Agnar ha vuelto a traérmelas. Simplemente necesito encontrar esas respuestas para seguir adelante con mi vida. ¿Lo comprende?

—Sí, lo comprendo —respondió Magnus—. Créame, lo comprendo. A veces creo que paso todos los días tratando de responder a ese mismo tipo de preguntas con respecto a mi padre.

Magnus consideró la petición. Lo cierto es que no formaba parte de los procedimientos habituales de una investigación llevar a un testigo a entrevistar a otro simplemente para satisfacer su curiosidad.

—Sí —accedió sonriendo—. Está bien.

Ingileif le devolvió la sonrisa. Hubo un silencio incómodo, pero, al mismo tiempo, no lo fue.

—Hábleme de su padre —le pidió Ingileif.

Magnus hizo una pausa. Bebió un poco de vino. Miró a la mujer que tenía enfrente de él y que ahora lo observaba con sus cálidos ojos grises. No formaba parte de los procedimientos habituales de una investigación, pero le habló de su primera infancia, de la separación de sus padres, de su traslado a América para irse con su padre. De su madrastra, del asesinato de su padre y de sus intentos frustrados por resolverlo. Y después, sobre su reciente descubrimiento de la infidelidad de su padre.

Hablaron durante una hora. Puede que dos. Hablaron mucho sobre Magnus y, después, sobre Ingileif. Se terminaron la botella de vino y abrieron otra.

Al final, Magnus se levantó para irse.

—Entonces, ¿sigue queriendo venir conmigo a Hruni para ver al reverendo Hákon?

—Me gustaría —contestó ella con una sonrisa.

—Bien —dijo Magnus, poniéndose el abrigo. En ese momento se quedó inmóvil—. Un momento.

—¿Qué?

—Ese pastor, el reverendo Hákon. ¿Tiene un hijo?

—Sí. De hecho, lo he visto esta misma mañana. Es un viejo amigo mío.

—¿Y cómo se llama?

—Tómas. Tómas Hákonarson. Ahora es presentador de televisión. Es bastante famoso. Seguro que lo conoce.

—Sí —contestó Magnus—. Lo cierto es que sí lo conozco.

La calle estaba fría y húmeda tras el calor del apartamento de Ingileif. Caía una suave llovizna y una brisa fresca empujaba la humedad contra las mejillas de Magnus.

Sabía que debía irse a casa, pero Ingileif no vivía lejos del Grand Rokk.

Solo una cerveza.

Mientras caminaba por las pequeñas calles sin un rumbo fijo, sacó el teléfono. Debía llamar a Baldur, contarle que el hombre al que había arrestado era el hijo del pastor que había acompañado al doctor en su búsqueda del anillo diecisiete años antes.

No tenía el número de la casa de Baldur ni el de su teléfono móvil. Pero si llamaba a la comisaría, podrían pasarle el mensaje.

A la mierda. Magnus se volvió a meter el teléfono en el bolsillo. Como si a Baldur le importase. Lo cierto es que no iba a hacer nada con esa información. Magnus se lo contaría al día siguiente, cuando ya hubiera hablado con el reverendo Hákon.

Sonó el teléfono. Era Árni.

—Acabo de llegar a San Francisco —dijo—. He recibido tu mensaje. —La decepción fluía libremente a pesar de los miles de kilómetros que había desde California.

—Lo siento, Árni. Vi a Ísildur esta mañana en el hotel Borg.

—¿Te ha dado alguna información útil?

—Sí. Y no es que le haya importado mucho a tu jefe.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Ha arrestado a otro. Un tipo llamado Tómas Hákonarson.

—¿No será el de Al grano?

—Ese mismo.

Árni soltó un silbido por el teléfono.

—¿Y qué hago ahora?

—Supongo que será mejor que vuelvas a casa. Probablemente tu avión dará media vuelta para ir de nuevo a Nueva York. Será mejor que preguntes si tienen una plaza en él para ti.

—¡Mierda! —exclamó Árni—. Es como si llevara días en un avión. No creo que mi cuerpo pueda soportar otro vuelo tan largo.

«No seas tan endeble», pensó Magnus. Pero sintió pena por su nuevo compañero.

—O también puedes registrarte en un hotel y escuchar mi mensaje a primera hora de la mañana.

—Buena idea. Eso haré. Gracias, Magnús.

—No hay de qué.

—Una cosa.

—¿Sí?

—Sigue adelante. No te rindas. Lo vas a conseguir.

—Buenas noches, Árni.

Cuando Magnus colgó el teléfono, pensó en lo último que había dicho Árni. Estaba encantado de volver a casa. Pero no le gustaba la idea de dejar la investigación. Odiaba pensar que iba a irse de Islandia con el asesinato de Agnar sin resolver. Para ser del todo honesto, también odiaba pensar que Baldur fuera a resolverlo. Árni tenía razón. No debía rendirse. Estaba deseando ir a Hruni al día siguiente con Ingileif. También había que encontrar una explicación para la muerte del padre de ella.

Había muchas cosas que explicar. Con una especie de hartazgo inevitable, su mente pasó a la muerte de su propio padre.

Se detuvo ante la puerta del Grand Rokk y miró hacia el foco de luz que emanaba de la barra. La calidez del parloteo y del alcohol se filtraba hacia el pequeño jardín delantero.

Entró.

Magnus estaba en apuros. Ya había liquidado a tres de los malos, pero había al menos otros tres ahí fuera. Estaba cargando su pistola Remington y una Mágnum 357. El puerto estaba oscuro. Oyó un crujido.

Se giró. Vio que asomaba una pistola por detrás de un contenedor y lanzó dos disparos con la Remington. Un cuerpo cayó sobre el asfalto, muerto. Otras dos figuras salieron desde cerca y saltaron sobre él. Disparó a una de ellas y, a continuación, apareció un mensaje en la esquina inferior de la pantalla. «HERIDA EN EL HOMBRO». Tuvo que dejar caer la pistola. La cara sonriente de un matón apareció en la pantalla seguido del cañón de un subfusil MP5. «Me has alegrado el día», dijo el tipo. Luego la pantalla se volvió naranja y, después, negra.

«Fin de la partida».

Johnny Yeoh soltó un taco y apartó su silla de la pantalla. Había estado jugando a la carrera de Magnus durante cinco horas seguidas. Kopz Life era su juego favorito y siempre se hacía llamar Magnus. Ese tipo era de lo más guay.

Johnny se preguntó si debía arriesgarse y solicitar su ingreso en el Departamento de Policía de verdad. Lo cierto es que era suficientemente inteligente. Y consideraba que era bueno cuando trabajaba bajo presión. No es que fuera exactamente corpulento, pero cuando se lleva una buena pistola, ¿qué importaba eso?

Sonó el timbre. Miró el reloj. Las doce y media de la noche. De repente, se dio cuenta del hambre que tenía. Había pedido la pizza cuarenta y cinco minutos antes, aunque como había estado completamente absorbido por el juego, parecía que habían pasado solo diez.

Apretó el botón para dejar entrar al tipo de la pizza al edificio y, un minuto después, abrió la puerta de su apartamento para dejarle pasar.

La puerta se abrió de golpe y Johnny se vio empotrado contra la pared de su sala de estar con un revólver metido en la garganta. Un rostro de piel morena y ojos fríos lo miraba fijamente a pocos centímetros. Johnny sintió una molestia en los ojos al cruzarlos tratando de ver la pistola que tenía en la boca.

—Muy bien, Johnny, tengo una pregunta que hacerte —dijo el hombre.

Johnny trató de hablar pero no pudo. No sabía si era por el miedo o por el metal que se apretaba contra su lengua.

El hombre retiró la pistola dejándola a un centímetro de la boca.

Johnny trató de hablar de nuevo. No hubo ningún sonido. Era el miedo.

—¿Qué dices?

Esta vez Johnny consiguió emitir algunas palabras.

—¿Qué quieres saber?

—¿Has hecho algún trabajo para un policía llamado Magnus Jonson?

Johnny asintió con fuerza.

—¿Encontraste la dirección de un tipo de California al que él buscaba?

Johnny volvió a asentir.

—¿Y si me la escribes, tío? —El hombre echó un vistazo por la habitación. Era alto, delgado, barbilampiño y con ojos marrones y crueles. Ojos que se posaron en unos papeles y un bolígrafo—. ¡Ahí!

—Tengo que mirar en mi ordenador —dijo Johnny.

—Hazlo ahora mismo. Te estoy vigilando, así que no vayas a enviar ningún mensaje a nadie.

Plenamente consciente de la pistola en la parte posterior de su cabeza, Johnny Yeoh se acercó al escritorio y se sentó delante del ordenador. Apretó las nalgas tratando con desesperación de detener el movimiento de su intestino. También quería orinar.

En menos de un minuto había encontrado la dirección de Lawrence Feldman. La escribió. La mano le temblaba tanto que tuvo que intentarlo dos veces y, aun así, la letra era ilegible.

—¿Te dijo Jonson dónde estaba? —le preguntó.

—No —respondió Johnny, dándose la vuelta para mirar al hombre con los ojos muy abiertos—. No hablé con él. Me envió un correo electrónico.

—¿De dónde venía?

—No lo sé.

—¿De Suecia?

—No lo sé.

—¡Pues míralo! —Le puso la pistola en el cráneo.

Johnny abrió la carpeta de su correo electrónico y encontró el de Magnus. Lo cierto era que no había comprobado la dirección. El nombre del dominio era lrh.is. ¿Dónde demonios está eso? Un país que empieza por «IS». ¿Israel? No, ese era «.il». ¿Quizá Islandia?

—Oye, responde.

—Vale, vale. Voy a mirarlo. —Johnny tardó menos de un minuto en confirmar que el dominio era realmente de Islandia. De la policía islandesa, para ser más exactos.

—Pero Islandia no está en Suecia, ¿verdad?

—No —respondió Johnny.

—¿Está cerca de Suecia?

—Lo cierto es que no —le explicó Johnny—. Es decir, está en Escandinavia, pero justo en medio del océano Atlántico. A mil quinientos kilómetros. O dos mil.

—Muy bien, vale. —El hombre de la pistola cogió el trozo de papel y retrocedió hacia la puerta—. ¿Sabes? No eres nada divertido, tío.

Entonces, hizo algo extraño. Miro a Johnny Yeoh a los ojos. Se llevó el revólver a su propia sien. Sonrió.

Y apretó el gatillo.