Ingileif se encontraba inmersa en su dibujo, con sus ojos pasando rápidamente del boceto emergente al trozo de piel de pez curtida que tenía delante de ella. Era perca, de escamas más grandes que las del salmón que solía utilizar y de textura más rugosa. Era de un maravilloso color azul claro y traslúcido. Estaba diseñando unas fundas para tarjetas de crédito, un artículo que siempre se vendía bien.
Ingileif no trabajaba en la galería los martes por la tarde. Su socia Sunna, la pintora, cuidaba de la tienda. Había muchas cosas que le preocupaban, pero sentaba bien perderse en el proceso del diseño durante una o dos horas. Tras licenciarse en la universidad, había pasado un año en Florencia aprendiendo a trabajar la piel. Cuando volvió a Islandia, acudió a la Facultad de Bellas Artes, donde estuvo experimentando con piel de pez. Cada piel era diferente. Cuanto más trabajaba con aquel material, más posibilidades encontraba en él.
Sonó el timbre. Ingileif vivía en un diminuto apartamento de un dormitorio en la planta superior de una casa pequeña del distrito 101, no muy lejos de la galería. El dormitorio era su estudio y, a veces, también funcionaba como habitación de invitados. Ella dormía en el salón. El apartamento era austero: minimalismo islandés con paredes blancas, mucha madera y nada recargado. A pesar de ello, era estrecho, pero no podía permitirse nada más en el 101 de Reikiavik, el distrito postal del centro. Y no quería vivir en uno de esos apartamentos impersonales de los suburbios de Kópavogur o Gardabaer.
Bajó a abrir la puerta. Era Pétur.
—¡Pési! —Sintió mi repentino deseo de lanzarse a los brazos de su hermano. Él la abrazó fuerte durante unos momentos mientras le acariciaba el pelo.
Se separaron. Pétur le sonreía extrañado, sorprendido por aquella repentina muestra de afecto.
—Sube —dijo ella.
—Siento no haberte llamado —se disculpó Pétur.
—¿Quieres decir desde el asesinato de Agnar? —Se dejó caer sobre la colcha de su cama apoyando la espalda contra la pared.
Pétur tomó asiento en uno de los dos sillones bajos cromados. Asintió.
—En cierto modo, me alegra que no lo hayas hecho —dijo Ingileif—. Debes de estar muy enfadado conmigo.
—Te dije que no debías intentar vender la saga.
Ingileif miró a su hermano. En los ojos de él había tanto cariño como rabia.
—Sí, y lo siento. Ojalá no lo hubiera hecho. Necesito el dinero.
—Bueno, lo tendrás ahora. Supongo que aún podrás venderla, ¿no?
—No lo sé —contestó Ingileif—. No lo he preguntado. Ya no me preocupa el dinero. Todo eso fue un enorme error.
—¿Ha venido la policía a verte?
—Sí. Muchas veces. ¿Y a ti?
—Una vez —contestó él—. No tenía mucho que contarles.
—Parece que creen que un inglés mató a Agnar. Un tipo que actuaba en nombre de un fanático americano de El señor de los anillos que quería comprar la saga.
—No he visto nada de la saga en las noticias —dijo Pétur.
—No. La policía mantiene en secreto su existencia mientras siguen con la investigación. Se la han llevado para analizarla. Parece que el detective con el que yo hablé cree que es falsa, lo cual es ridículo.
—No es ninguna falsificación —confirmó Pétur. Suspiró—. Pero, al final, lo harán público, ¿verdad? Y luego habrá prensa por todas partes. Tendremos que conceder entrevistas y verlo en las portadas de todas las revistas de Islandia.
—Lo sé. Yo me encargaré de todo eso, si quieres. Sé cuánto odias la saga. Y, al fin y al cabo, todo esto es culpa mía.
—Gracias por el ofrecimiento. Ya veremos.
—Hay otra cosa que debería enseñarte —dijo Ingileif. Cogió su bolso de detrás de la puerta y le pasó a Pétur la carta de Tolkien. La segunda, la que escribió en 1948.
Él la abrió y la leyó con el ceño fruncido.
Ingileif esperaba una reacción.
—Esto demuestra que el abuelo había encontrado el anillo.
Pétur levantó la vista hacia su hermana.
—Ya lo sabía.
—¡Lo sabías! ¿Cómo? ¿Desde cuándo?
—El abuelo me lo contó. Y me dijo que quería que el anillo permaneciera oculto. Le preocupaba que papá lo buscara cuando hubiera muerto y quería que yo se lo impidiera.
—¿Por qué no me lo contaste? —preguntó Ingileif.
—Era otro de los secretos de nuestra familia —respondió Pétur—. Y después de la muerte de papá, no quise hablar de ello. De nada.
—Ojalá se lo hubieras impedido —dijo Ingileif.
Los ojos de Pétur se llenaron de rabia.
—¿Y crees que yo no desearía haberlo hecho? Me he estado machacando con eso durante años. ¿Pero qué podía hacer? Yo estaba en el instituto en Reikiavik. Además, era su hijo. No podía decirle lo que tenía que hacer.
—No. Por supuesto que no —se apresuró a decir Ingileif—. Lo siento.
Se quedaron en silencio un momento y el enfado de Pétur se aplacó.
—Últimamente, desde que encontré la carta, me he estado haciendo preguntas sobre la muerte de papá —dijo ella.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que él salió con el pastor para buscar el anillo. Quizá lo encontraron.
—No. No tenemos motivos para creer eso.
—Debería ir a preguntarle.
—¿A quién? ¿Al pastor? ¿No crees que nos lo habría dicho si hubieran encontrado algo?
—Puede que no.
Pétur cerró los ojos. Cuando los abrió, estaban húmedos.
—Inga, no sé por qué hablar de la muerte de papá me afecta tanto, pero es siempre así. Quiero olvidarme de ello. Durante años he intentado con todas mis fuerzas olvidarme de todo, pero parece que nunca lo consigo. No puedo dormir pensando que fue culpa mía.
—Por supuesto que no fue culpa tuya, Pési —lo consoló Ingileif.
—Lo sé. Lo sé. —Pétur se frotó el ojo con un dedo. A Ingileif le parecía raro ver tan enfadado a su hermano, que normalmente se mostraba sereno y distante. Se sorbió las lágrimas y movió la cabeza a uno y otro lado—. Creo que es por el maldito anillo. De niño estaba obsesionado con él, le tenía miedo. Luego, cuando papá murió, pensé que era una gilipollez y no quería tener nada que ver con él. —Miró a su hermana con rabia—. ¿Y ahora? Ahora me pregunto si no habrá destruido a nuestra familia. Ha venido desde aquel momento, hace mil años, cuando Gaukur se lo quitó a Ísildur en la cima del Hekla, para destruirnos. A papá, a mamá, a Birna, a mí y a ti.
Se inclinó hacia delante con sus húmedos ojos encendidos.
—No necesita existir en ningún lugar más que aquí. —Se dio un par de golpecitos en la sien con el dedo—. Está alojado en la mente de todos nosotros, de toda nuestra familia. Ahí es donde causa el daño.
Vigdís aparcó el coche en una de las pequeñas calles que bajaba hacia la bahía desde Hverfisgata y de él salieron ella y Baldur. El nuevo interrogatorio en la universidad había dado resultados. Un oficial uniformado había entrevistado a uno de los alumnos de Agnar, un atontado de veinte años que se había acordado de que alguien estuvo preguntando por Agnar en la universidad el día de su muerte. El alumno le había dicho a aquel hombre que Agnar tenía una casa de verano junto al lago Thingvellir y que, a veces, estaba allí. No estaba claro el motivo por el que el estudiante no había informado antes de aquello, ni para el propio alumno ni para la policía, aunque no tenía una buena explicación referente a lo que estaba haciendo en el campus de la universidad un día de fiesta. La policía lo dejó pasar.
No, aquel hombre no había dicho su nombre. Pero el estudiante lo reconoció. De la tele.
Tómas Hákonarson.
Vivía en la octava planta de uno de los nuevos edificios de apartamentos de lujo que habían germinado rápidamente en el Skuggahverfi o distrito de la sombra, a lo largo de la costa de la bahía. Abrió la puerta con los ojos legañosos, como si acabara de despertarse.
Baldur se presentó, luego Vigdís, y entraron.
—¿De qué se trata? —preguntó Tómas, parpadeando.
—Del asesinato de Agnar Haraldsson.
—Ah. Entonces será mejor que se sienten.
Los sillones eran de piel cara y color crema. La vista sobre la bahía era espectacular, aunque en aquel preciso momento una nube negra se cernía sobre el mar aún más oscuro. Solo se veían los metros más bajos del monte Esja y era imposible visualizar el glaciar Snaefellsnes en la penumbra. A la izquierda, unas grúas altas se movían sobre la sala de conciertos nacional aún sin terminar, una de las víctimas de la kreppa.
—¿Qué es lo que saben? —preguntó Tómas.
—Prefiero preguntar qué es lo que sabe usted —contestó Baldur—. Empezando por cuáles fueron sus movimientos el jueves día 23. El jueves pasado.
Tómas ordenó sus pensamientos.
—Me levanté tarde. Salí a comer un bocadillo y un café. Luego fui con el coche a la universidad.
—Continúe.
—Estaba buscando a Agnar Haraldsson. Le pregunté a un alumno suyo que me dijo que podría estar en su casa de verano junto al lago Thingvellir. Así que fui allí.
—¿Y a qué hora fue eso? —le preguntó Vigdís, libreta en mano y con el bolígrafo preparado.
—Llegué alrededor de las cuatro, creo. No lo sé. No puedo acordarme con exactitud. No podía ser mucho antes de las tres y media. Puede que fuera poco después de las cuatro.
—¿Y Agnar estaba allí?
—Sí. Tomé un café con él. Charlamos un poco. Y luego me fui.
—Entiendo. ¿Y a qué hora se marchó?
—No lo sé. Una vez más, no miré el reloj. Estuve allí unos tres cuartos de hora.
—Así que podrían ser las cinco menos cuarto.
—Más o menos.
Baldur se quedó en silencio. Tómas también. Vigdís conocía aquel juego: se quedó inmóvil con el bolígrafo apoyado en el cuaderno. Pero Tómas no iba a decir nada más.
—¿De qué hablaron? —preguntó Baldur por fin.
—Quería hablarle de un posible proyecto para televisión sobre las sagas.
—¿Qué tipo de proyecto?
—Bueno, ese era el problema. No tenía una idea específica, Esperaba que Agnar me la diera. Pero no fue así.
—Así que se marchó.
—Eso es.
—¿Y qué hizo después?
—Volví a casa. Vi una película, un DVD. Tomé una copa. Bueno, la verdad es que fueron varias.
—¿Estuvo solo?
—Sí —contestó Tómas.
—¿Suele beber solo?
Tómas respiró hondo.
—Sí —volvió a contestar.
Vigdís echó un vistazo por el apartamento. Seguro que había una botella vacía de whisky en el cubo de la basura. Dewar’s.
—¿Y aquella era la primera vez que veía a Agnar? —le preguntó Baldur.
—No —respondió Tómas—. Ya había estado con él una o dos veces antes. Supongo que era mi contacto para lo relativo a las sagas.
El rostro alargado de Baldur era impasible, pero Vigdís notó que estaba excitado. Lo que Tómas decía no tenía sentido y Baldur lo sabía.
—¿Y por qué no vino a contárnoslo? —le preguntó amablemente Baldur.
—Pues… Bueno, ya sabe, no vi nada de su asesinato en los periódicos.
—¡No me venga con esas, Tómas! Su trabajo consiste en estar al corriente de las noticias. Los periódicos estaban inundados de esta.
—Y… No quería tener nada que ver. No pensé que fuera importante.
Ante aquello, Baldur no pudo mantener la compostura. Se rio.
—Muy bien, Tómas. Va a venir con nosotros a la comisaría. Y será mejor que vaya pensando una historia mejor que esta estupidez. Pero primero quiero que me enseñe la ropa que llevaba ese día. Y los zapatos.