22

Magnus echó un último vistazo a la habitación 208 tratando de ponerse en la piel de Steve Jubb. ¿Dónde escondería algo tan pequeño como un anillo?

No se le ocurría ningún sitio. Había repasado cada centímetro de la habitación y estaba dejándola hecha un desastre. No le importaba. Las relaciones entre la Policía Metropolitana de Reikiavik y la dirección del hotel Borg habían caído en picado durante las últimas dos horas. Al director le había molestado la insistencia de Magnus en que el actual ocupante de la habitación, un empresario alemán, debía dejarla una hora antes de lo que tenía previsto abandonar el hotel. También se molestó el empresario.

La limpiadora, una joven polaca, se mostró más servicial. Estaba muy segura de no haber visto ningún anillo ni nada que pudiera contener un anillo, tal y como le había dicho a la policía unos días antes. Por desgracia para Magnus, parecía una chica responsable y observadora.

Definitivamente, el anillo no estaba allí. La interpretación de Árni del mensaje que Jubb había enviado a Ísildur probablemente fuera cierta. Jubb no tenía el anillo, pero pensaba que Agnar sí.

Siguiente parada: la casa de verano en el lago Thingvellir. Otra vez.

Magnus bajó por las escaleras hasta el vestíbulo. Sus pensamientos volvieron a Colby ¿Había dicho en serio lo de tomar un avión de vuelta a Boston?

Al menos, estaría haciendo algo. Pero encontrar a Pedro Soto sería difícil. Matarlo aún más. Era mucho más probable que Magnus le brindara a Soto la oportunidad de liquidarle a él. Eso solucionaría los problemas de Soto, le quitaría la presión del juicio de Lenahan y haría que su negocio de importación y distribución de drogas siguiera adelante.

¿Y si buscaba a Colby para protegerla? Eso sería también difícil. Colby parecía resuelta a desaparecer. Era una mujer competente. Cuando decidía hacer algo, normalmente lo hacía. A Magnus le costaría encontrarla. Y a los dominicanos. Pero si Magnus iba a buscarla, corría el riesgo de conducir a los dominicanos hasta ella Le gustara o no, la mejor forma de hacer daño a Soto y proteger a Colby era tratar de pasar inadvertido, quedarse en Islandia y testificar en el juicio contra Lenahan.

Le entregó la tarjeta de la puerta al recepcionista. Al salir del hotel, pasó junto a un hombre bajito con barba desaliñada que entraba arrastrando una maleta de ruedas. El hombre llevaba una gorra de béisbol en la que se leía: «Viva Frodo».

Magnus le mantuvo la puerta abierta.

—Oh… Muchas gracias, señor —dijo el hombre con voz nerviosa. Hablaba inglés con acento americano.

—No hay de qué —contestó Magnus.

El hotel Borg compartía una plaza con el edificio del Parlamento, el lugar de las manifestaciones que se convocaban todos los sábados por la tarde durante el invierno. Mientras Magnus la atravesaba en dirección al Skoda plateado del Departamento de Policía que le habían asignado aquella mañana, pensó en la gorra. Extraño, nunca había pensado en los objetos de recuerdo de El señor de los anillos. ¿Iba a quedarse pensando en cada camiseta de Gollum o de Gandalf que se encontrara? ¿Había muchas de ellas?

—No. No las había.

Se dio la vuelta y regresó al vestíbulo a tiempo de ver cómo la puerta del ascensor se cerraba detrás de la maleta de ruedas.

—¿Cuál era el nombre del huésped que acaba de registrarse? —le preguntó al recepcionista.

—Feldman —contestó. Después, tras mirar la pantalla de su ordenador, dijo—: Lawrence Feldman.

—¿Qué habitación?

—310.

—Gracias.

Magnus le concedió a Feldman un minuto para que se acostumbrara a la habitación y, a continuación, subió por el ascensor hasta la tercera planta. Llamó a la puerta de la habitación 310.

El hombre abrió.

—¿Ísildur? —preguntó Magnus.

Feldman pestañeó.

—¿Quién es usted?

—Soy el sargento Jonson. Trabajo con la Policía Metropolitana de Reikiavik. ¿Puedo pasar?

—Eh… Supongo que sí —contesto Feldman Tenía la maleta y la chaqueta encima de la cama, junto a la gorra de béisbol Magnus pudo oír el sonido de la cisterna del baño volviéndose a llenar.

—Póngase cómodo —dijo Magnus, señalándole la cama. Feldman se sentó en ella y Magnus acercó la silla que había junto al escritorio.

Feldman parecía cansado. Sus ojos marrones se movían con rapidez y tenía una mirada inteligente, pero estaban enrojecidos. Su piel era de un pálido ceroso bajo la desaliñada barba.

—¿Acaba de aterrizar? —le preguntó Magnus.

—¿Me ha seguido desde el aeropuerto? —contestó Feldman—. Supongo que sabía que me iba a alojar en el Borg.

Magnus se limitó a resoplar. Feldman tenía razón. Deberían haber sabido que había muchas probabilidades de que se presentara en Islandia antes o después. Deberían haber investigado en los aeropuertos. Y el hotel Borg era el lugar más lógico donde quedarse. Pero Magnus decidió no contarle a Feldman que había sido una pura casualidad haberlo visto.

Pensó en Árni, que en ese momento se encontraba por el medio oeste camino de California. Hizo lo posible para no sonreír.

—¿Debo buscar un abogado? —preguntó Feldman.

—Buena pregunta —contestó Magnus—. No hay duda de que está jodido. Y si estuviéramos en los Estados Unidos, definitivamente se lo aconsejaría. ¿Pero aquí? No lo sé.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que aquí pueden encerrarle durante tres semanas si creen que es sospechoso. Eso es lo que le ocurrió a Steve Jubb. Ahora está en la prisión de alta seguridad de Litla Hraun. Yo podría enviarle fácilmente allí con él si no colabora. Estamos hablando de conspiración para cometer un asesinato.

Feldman se limitó a parpadear.

—Estos sitios islandeses son duros. Llenos de vikingos grandes, rubios y fornidos. Pero no se preocupe, les gustará. Les gustan los tipos pequeños. —Feldman se movió incómodo en la cama—. Muchos de ellos son pastores, ya sabe, de los que normalmente están solos en la montaña con su rebaño de ovejas. Incumplen la ley. Violación, incesto, conductas indecorosas con herbívoros… Ese tipo de cosas. Los arrestan. Van a prisión. No hay mujeres ni ovejas. ¿Qué va a hacer un vikingo rubio y grande? —Magnus sonrió—. Ahí es adonde va a ir usted.

Por un momento, Magnus pensó que había ido demasiado lejos, pero Feldman parecía estar creyéndoselo. Estaba cansado, desorientado, en un país extranjero.

Por supuesto, Magnus no tenía la más remota idea de cuáles eran las condiciones reales de Litla Hraun. Por lo que conocía de Islandia, suponía más bien que los guardias llevarían a los prisioneros un cacao caliente y pantuflas por la noche mientras los reclusos veían en la tele el último capítulo de alguna serie y tejían bufandas.

—Entonces, si hablo ahora con usted, ¿me garantiza que no me enviará allí?

Magnus miró fijamente a Feldman.

—Eso dependerá de lo que usted me cuente.

Feldman tragó saliva.

—Yo no tuve nada que ver con el asesinato de Agnar. Y lo cierto es que no creo que Gimli tuviera tampoco nada que ver.

—Muy bien —dijo Magnus—. Empecemos por el principio. Hábleme sobre el anillo de Gaukur.

—Yo prefiero llamarlo el anillo de Ísildur —dijo Feldman—. Me cambié mi alias de internet por el de Ísildur la primera vez que tuve noticias de la historia.

—¿Cuál tenía antes? —le preguntó Magnus.

—Elrond. El señor de Rivendell.

—De acuerdo. Y bien, hábleme del anillo de Ísildur.

—La primera vez que oí hablar de él fue hace tres años. Un danés, Jens Pedersen, apareció en una de las páginas web diciendo que había encontrado una carta de un poeta que era un viejo amigo de Copenhague de Árni Magnússon. El poeta había leído La saga de Gaukur. Había un par de frases sobre la lucha de Ísildur por lanzar el anillo al monte Hekla.

»Este danés era un universitario que estaba haciendo su tesis de doctorado sobre el poeta. Pidió ayuda en el foro para ver si había alguna conexión entre La saga de Gaukur y El señor de los anillos. Por supuesto, todos nos volvimos locos. No sabía la que le había caído. Traté de ponerme en contacto con él con el fin de pagarle para que investigara más sobre esta saga. Creo que al principio se sintió tentado. Dijo que había estado en contacto con un profesor de islandés de la Universidad de Islandia llamado Agnar Haraldsson, quien le había prestado ayuda con relación a Gaukur y a la saga perdida. Pero luego no me dijo nada más. —Feldman soltó un suspiro—. Creo que pensó que yo era algún bicho raro.

Magnus dejó pasar el comentario.

—¿Ha tenido noticias suyas recientemente?

Feldman negó con la cabeza.

—No. Pero sé dónde está.

Magnus lo miró sorprendido.

—Terminó su doctorado y ahora es profesor de historia en un instituto de una ciudad danesa llamada Odense —se explicó Feldman—. He contactado con uno de sus alumnos.

—¿Qué? ¿Un alumno de un instituto? ¿Qué edad tiene?

—Creo que diecisiete. Es un gran fanático de El señor de los anillos.

Había algo realmente repulsivo en el hecho de que Lawrence Feldman pudiera reclutar a un estudiante danés por internet para que hiciera espionaje para él. De hecho, había algo realmente repulsivo en Lawrence Feldman.

—¿Y cómo encaja Steve Jubb en todo esto? —preguntó Magnus.

—¿Gimli? Lo conocí a través del mismo foro. Mencionó una historia que su abuelo le había contado. Al parecer, estudió en la Universidad de Leeds en los años veinte y Tolkien, que daba clases allí, fue profesor suyo. Una noche había estado tomándose unas cervezas con un compañero de estudios islandés y con Tolkien. El islandés estaba un poco bebido y comenzó a hablarle a Tolkien sobre La saga de Gaukur, que el anillo de Andvari lo había encontrado un vikingo llamado Ísildur y cómo a este le dijeron que lo lanzara al monte Hekla. Aquella historia causó una fuerte impresión en el abuelo de Gimli y, según parece, en Tolkien. Treinta años más tarde, cuando leyó El señor de los anillos, al abuelo le chocó la similitud de las historias.

—¿Escribió algo sobre esto?

—No. Le habló a Gimli de ello cuando leyó El hobbit. Por supuesto, se quedó fascinado y eso es lo que hizo que Gimli se convirtiera en un fanático de El señor de los anillos. Busqué los datos del abuelo. Se llamaba Arthur Jubb y fue alumno de Leeds en los años veinte. Tolkien fue profesor allí y fundó un Club Vikingo al que todos parecían ir a emborracharse y cantar. Pero no hay nada sobre la saga en la correspondencia que se ha publicado de Tolkien. ¿Ha visto usted las dos cartas de Högni Ísildarson?

—Sí.

—Entonces usted sabe el porqué. Tolkien había prometido guardar el secreto de la familia.

Magnus asintió.

—Así que, formé equipo con Gimli. A mí no me gusta viajar. De hecho, esta es la primera vez que salgo de los Estados Unidos. Pero Gimli es un tipo listo y, al ser camionero, viaja mucho. Así que le dije que yo pondría el dinero y que él se encargara de los trabajos preliminares para que pudiéramos encontrar La saga de Gaukur. El abuelo de Gimli nunca le dijo el nombre del alumno islandés, así que Gimli comenzó yendo a Leeds para buscarlo. No hubo suerte.

—Creía que la universidad guardaba los registros.

—Según parece, fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Así que, Gimli vino después a Islandia. Vio al profesor Haraldsson, que se mostró interesado, pero no podía servirle de mucha ayuda. Casi nos quedamos sin nada. Hasta hace cosa de un mes o así, cuando el profesor Haraldsson se puso en contacto con Gimli. Una antigua alumna había acudido a él con La saga de Gaukur y quería venderla. Puede imaginarse lo emocionados que estábamos Gimli y yo, pero teníamos que darle tiempo a Haraldsson para que la tradujera al inglés.

—¿Cuánto pedía?

—Solamente dos millones de dólares. Pero el trato era que la saga tendría que mantenerse en secreto. A mí me gustó, más o menos, la idea. Así que acordamos una fecha para que Gimli volara a Islandia para encontrarse con Haraldsson. Gimli fue a verle a su casa de verano del lago Thingvellir y allí leyó la saga. Pero no llegaron a un acuerdo sobre el precio final y lo cierto era que el profesor no tenía la saga original con él. Así que Gimli volvió al hotel.

—Desde donde le envió a usted un mensaje.

—Exacto. Le contesté y decidimos una estrategia para llevar a cabo la negociación de la saga. Él iba a reunirse de nuevo con Agnar al día siguiente, pero lo siguiente que Gimli supo fue que el profesor estaba muerto y que él era sospechoso de asesinato.

—¿Y qué hay del anillo?

—¿El anillo? —preguntó Feldman. Trataba de fingir sorpresa, pero no lo consiguió.

—Sí, el anillo —repitió Magnus—. El kallisarvoinen. Su tesoro, lis una palabra finlandesa. Hemos encontrado su significado. Y Agnar quería cinco millones de dólares por él.

Feldman suspiró.

—Sí, el anillo. El profesor dijo que sabía dónde estaba y que podía conseguírnoslo, pero que nos costaría cinco millones.

—Entonces, ¿no lo tenía en la casa de verano?

—No. No le dijo a Gimli ni una palabra de dónde podía estar. Pero estaba seguro de que lo conseguiría. Por una cantidad de dinero adecuada.

—¿Le creyó?

Feldman vaciló.

—Queríamos creerle, claro. Habría sido el mejor descubrimiento de la historia. Pero sabíamos que podía timarnos fácilmente, así que comencé por buscar un experto que examinara el anillo una vez que estuviera en nuestro poder. Alguien que después guardara el secreto.

—¿Steve Jubb no lo vio nunca?

—No —respondió Feldman.

Magnus apoyó la espalda en el respaldo y estudió a Feldman.

—¿Mató Jubb al profesor?

—No —respondió Feldman de inmediato.

—¿Seguro?

Feldman vaciló.

—Bastante.

—Pero no del todo.

Feldman se encogió de hombros.

—Eso no entraba en el plan. Pero yo no estaba allí.

Magnus aceptó como válida aquella explicación.

—¿Conoce bien a Jubb?

Feldman apartó la mirada de Magnus y miró por la ventana hacia las ramas desnudas de los árboles de la plaza y la parte superior de la estatua de un famoso islandés del siglo XIX.

—Es difícil responder a esa pregunta. Nunca lo he visto ni he hablado con él en persona. No sé qué pinta tiene ni cómo habla. Pero, por otra parte, me he estado comunicando con él a través de internet durante los dos últimos años. Sé mucho sobre él.

—¿Confía en él?

—Antes sí —respondió Feldman.

—Pero ya no está tan seguro.

Feldman negó con la cabeza.

—Realmente no creo que Gimli matara al profesor. No había motivos para ello y nunca hablamos de hacer nada parecido. Gimli nunca me pareció violento. La gente se vuelve agresiva por internet amparándose en su anonimato, pero Gimli no lo fue nunca. Decía que enfadarse era una completa estupidez. Pero no puedo estar cien por cien seguro de que sea inocente. No.

—¿Así que ha venido usted a Islandia para ayudarle? —preguntó Magnus.

—Sí —contestó Feldman—. Para ver qué puedo hacer. Hemos estado en comunicación a través del abogado, Kristján Gylfason, pero quería ver qué podía hacer por mí mismo.

—Y buscar el anillo.

—Ni siquiera sé si hay algún anillo —dijo Feldman.

—Pero quiere encontrarlo —objetó Magnus.

—¿Va usted a arrestarme? —preguntó Feldman.

—Por ahora, no —contestó Magnus—. Pero me llevaré su pasaporte. No puede salir de Islandia. Y deje que le diga algo: si encuentra el anillo, ya sea auténtico o falso, quiero que me lo diga, ¿está claro? Porque es una prueba. —Feldman apartó los ojos de los de Magnus.

Magnus dudaba de si tenía autoridad como para confiscar el pasaporte de Feldman, pero también dudaba de que este lo supiera.

—Y si descubro que está ocultando pruebas, tenga claro que va a pasar unas cuantas noches en una cárcel islandesa.