El comedor estaba casi al completo. La oficial Pattie Lenahan echó un vistazo a su alrededor por si veía a alguien conocido y vio a Shannon Kraychyk, de tráfico, sentada sola en la mesa del fondo de la sala, al lado de un grupo de friquis civiles del Departamento de Informática. Se dirigió allí con su bandeja.
—¿Qué tal, Shannon?
—Bien. Si no fuera porque el tonto del culo de mi sargento me las está haciendo pasar canutas porque este mes no estamos alcanzando nuestra cuota. ¡Como si yo pudiera hacer algo al respecto! ¿Qué se supone que tengo que hacer si, de repente, los ciudadanos de Boston deciden en pleno que van a respetar el límite de velocidad?
Pattie y Shannon intercambiaron quejas durante un rato hasta que Shannon se disculpó y dejó a Pattie sola con el resto de su ensalada del chef.
Los friquis estaban hablando de un caso del año anterior. Pattie lo recordaba. El secuestro de una mujer en Brookline por su vecino de al lado. Había copado los periódicos y los chismorreos de la comisaría durante un par de semanas.
—No he visto a Jonson por aquí recientemente —dijo uno de ellos.
—¿No te has enterado? Lo han hecho desaparecer. Es testigo del caso Lenahan.
—¿Te refieres al programa de protección de testigos?
—Supongo que sí.
—Tuve noticias suyas el otro día. —Pattie miró rápidamente al que dijo aquello. Un chino bajito que hablaba a toda velocidad—. Me envió un correo electrónico de repente. Quería que le comprobara el encabezamiento de un correo, igual que en el caso de Brookline.
—¿Lo encontraste?
—Sí. No fue nada difícil. Un tipo de California. No hizo nada por ocultar su IP.
La conversación cambió de tema y Pattie se terminó la ensalada. Se sirvió una taza de café y regresó a la sala de su brigada.
El arresto de su tío Sean había provocado un gran revuelo en su familia. No era de extrañar. Todos los miembros de la familia eran policías. Lo habían sido durante tres generaciones. Y ninguno de ellos era malo, sobre todo, el tío Sean. Ese era el problema del departamento, que estaba lleno de normas y reglamentos y de policías que fisgoneaban en lo que hacían sus compañeros. Policías como Magnus Jonson.
Pattie no estaba del todo de acuerdo con el consenso familiar. A ella le parecía que al tío Sean lo habían acusado de algo bastante serio. Y nunca se había fiado de él del todo. Hablaba demasiado y era un poco raro. No conocía a Magnus Jonson, pero sí sabía que no se debe delatar a un compañero de la policía. Nunca.
¿Debía contarle a su padre lo que había oído? Al menos, él era un hombre decente. Sabría qué hacer y si debía contárselo a alguien más.
Además, si no se lo contaba y él lo descubría, la despellejaría viva.
Era mejor decírselo.
El ruido era atronador. Magnus y Árni estaban sentados en la parte de atrás de una sala alargada de techo bajo, un sótano, escuchando a una banda de nulidades adolescentes llamada Empaquetado de Plástico. Tocaban una extraña mezcla de reggae y rap, con su propio toque islandés. Puede que original, pero nefasto. Sobre todo, en combinación con la ridícula resaca de Magnus. Había creído que la comida y el aire fresco le habían aliviado el dolor de cabeza, pero ahora había vuelto con intensidad.
Magnus había regresado diligentemente a la comisaría para poner a Baldur al corriente de su entrevista con Ingileif. Baldur compartía el escepticismo de Magnus con respecto a que el anillo de la saga existiera de verdad, pero entendía su opinión de que la perspectiva de que sí pudiese existir hubiera enfervorizado a Steve Jubb, al Ísildur actual y a Agnar.
Baldur había enviado a uno de sus detectives a Yorkshire para que registrara la casa y el ordenador de Steve Jubb, aunque estaban teniendo dificultades para conseguir una orden de registro de las autoridades británicas. Un abogado penalista de primera de Londres había aparecido de la nada presentando todo tipo de objeciones.
Otro indicio de que había mucho dinero detrás de aquel caso.
—¿Esta es la música que te gusta, Árni? —preguntó Magnus.
Árni lo miró con expresión de desprecio. Magnus se sintió aliviado. Al menos, el chico tenía algo de gusto. Sabía muy poco sobre grupos de música islandeses, pero recientemente se había aficionado a los etéreos Sigur Rós. Nada que ver con aquella panda.
El grupo dejó de tocar. Silencio. Un maravilloso silencio.
Pétur Ásgrímsson se levantó de su silla en mitad de la sala y dio unos cuantos pasos en dirección a la banda.
—Gracias, pero no —dijo.
Hubo gritos de protesta por parte de las cinco estrellas adolescentes y rubias de rap and reggae.
—Volved el año que viene cuando lo hayáis pulido un poco. Pero sin el batería.
Se giró hacia sus visitantes y acercó una de las sillas que había en la parte de atrás de la sala. Tenía una figura alta e imponente, de constitución delgada, pero hombros rectos y los mismos pómulos salientes de Ingileif. Su cráneo, afeitado, sobresalía por encima de su cara alargada. Sus ojos grises le daban un aire duro e inteligente, mientras examinaba rápidamente a los dos policías.
—Han venido para hablarme de Agnar Haraldsson, ¿verdad?
—¿Le sorprende? —preguntó Magnus.
—Creí que vendrían antes.
Había cierto reproche en aquel comentario, una acusación de que estaban siendo un poco lentos.
—Habríamos venido si su hermana nos hubiera contado toda la historia desde el principio. O si usted se hubiera puesto en contacto con nosotros.
Pétur arqueó sus cejas rubias.
—¿Qué tendría que haberles dicho?
—¿Usted sabía que Ingileif estaba intentando vender La saga de Gaukur y que Agnar hacía de intermediario?
Pétur asintió.
—Muy en contra de mi voluntad.
—¿Alguna vez lo vio?
—No. Al menos, no recientemente. Imagino que debí tropezarme con él un par de veces cuando Ingileif estudiaba. Pero no desde entonces. Tenía muy claro que no participaría en las negociaciones de la saga.
—¿Pero iba a aceptar lo que le correspondiera de lo que se sacara de la venta? —preguntó Árni.
—Sí —contestó Pétur sin más. Echó un vistazo a la discoteca—. Son tiempos duros. Los bancos se están poniendo difíciles. Como cualquier otro, yo pedí mucho dinero prestado.
—¿Esta es su única discoteca? —Se encontraban en las profundidades de Neon, en Austurstraeti, una pequeña calle comercial del centro de la ciudad.
—No —respondió—. Esta es la tercera. Comencé con Theme en Laugavegur.
—Lo siento. No lo sabía —se disculpó Magnus—. He estado mucho tiempo fuera de Islandia.
—Por su acento, creí que era americano —dijo Pétur—. Era el sitio más popular de Reikiavik hace unos cuantos años. Pasé varios años en Londres empapándome de la escena musical de allí; se podría decir que aprendiendo el oficio, pero cuando Reikiavik estaba emergiendo como la Ibiza del norte, pensé que sería mejor volver a casa. Theme era solo un pequeño café, pero le puse una sala de baile y tuve suerte. Se convirtió en el local de moda y, como era muy pequeño, todo el mundo tenía que hacer cola en la puerta. No hay nadie más feliz que una islandesa de diecisiete años vestida con una camiseta corta y tiritando en la puerta de una discoteca a las tres de la mañana bajo la nieve.
—¿Y qué pasó con aquello? —le preguntó Magnus.
—Aún sigue abierta, pero es mucho menos popular que antes. Lo vi venir y abrí Soho. Y ahora, Neon. —Pétur sonrió—. Esta ciudad es inconstante. Tienes que ir un paso por delante o te pisotearán.
Pétur transmitía seguridad. No le iban a pisotear.
—¿Ha leído La saga de Gaukur? —quiso saber Magnus.
—¿Que si la he leído? Creo que me la sé de memoria. Desde luego, antes sí.
—Su hermana dijo que no le interesaba.
Pétur sonrió.
—Eso es ahora. Pero no cuando era niño. Mi padre y mi abuelo estaban obsesionados con ella y me contagiaron aquella obsesión. ¿La han leído?
Magnus y Árni asintieron.
—Yo adoraba a mi abuelo y me encantaban las historias que me contaba sobre Ísildur, Gaukur y Ásgrímur desde que era pequeño. Me prepararon para ser el guardián de la saga, ¿sabe? El guardián del secreto. Y no me interesaba solamente La saga de Gaukur, sino todas las demás.
—¿Sabía que su abuelo había encontrado el anillo? —preguntó Magnus.
Pétur torció el gesto.
—¿Eso se lo ha contado mi hermana? Ni siquiera me había enterado de que ella lo supiera.
Magnus asintió.
—Me enseñó una carta que Tolkien le escribió a su abuelo Högni en la que mencionaba que Högni había encontrado el anillo.
—Y lo volvió a dejar —le corrigió Pétur—. Lo puso donde estaba, ¿lo sabe?
—Sí, la carta decía eso también. —Magnus estudió a Pétur. Sin duda, la mención del anillo le había desconcertado—. ¿Y por qué dejó de estar obsesionado con la saga?
Pétur respiró hondo.
—Mi padre y yo discutimos por ella, o por el anillo, justo antes de que muriera. Verá, mi abuelo no confiaba en mi padre después de que este le hablara de La saga de Gaukur a toda la familia. Se suponía que no debía hacerlo. Se suponía que solo tenía que contármelo a mí, al hijo mayor.
En la voz de Pétur había cierto tono de resentimiento.
—Así que mi abuelo decidió hablarme de la existencia del anillo unos meses antes de morir. Hizo hincapié en lo importante que era dejar el anillo donde estaba. Me metió mucho miedo. Me convenció de que si mi padre o yo encontrábamos el anillo y lo sacábamos del lugar donde Be hallaba escondido, un mal terrible se desataría en todo el mundo.
—¿Qué tipo de mal? —preguntó Magnus.
No lo sé. No dio detalles. Yo me imaginé que sería una especie de guerra nuclear. Acababa de leer La hora final, la novela de Nevil Shute. Ya sabe, esa historia de supervivientes de una guerra nuclear en Australia. Sentí pavor. Pero al día siguiente de la muerte de mi abuelo, mi padre salió de excursión hacia Thjórsárdalur para buscar el anillo. Yo me enfadé. Le dije que no debía hacerlo, pero él no me escuchó.
—¿No fue con él?
—No. Yo estaba en el instituto, en Reikiavik. Pero no habría ido de todos modos. Mi padre era muy amigo del párroco del pueblo. En cuanto mi abuelo murió, mi padre le habló de La saga de Gaukur y del anillo. Eso también me molestó: por contarle el secreto a alguien que no pertenecía a la familia. El párroco era un experto en leyendas populares y los dos debatieron sobre dónde podría encontrarse el anillo. Así que salieron juntos de expedición.
»A mi madre tampoco le gustaba que fueran a buscarlo. Ella pensaba que todo aquel asunto de Ísildur, Gaukur y el anillo mágico era muy extraño. Sinceramente, no creo que mi padre le contara nada de aquello hasta que estuvieron casados, y ya era demasiado tarde. —Sonrió—. Por supuesto, nunca lo encontraron.
—¿Cree usted que existe? —le preguntó Árni con mirada de entusiasmo.
—En aquel entonces, sí —respondió Pétur—. Ahora no estoy tan seguro. —En su voz apareció cierto tono de rabia—. Ya no pienso nunca en el anillo ni en la maldita saga. El estúpido de mi padre salió a las montañas cuando se había pronosticado una tormenta de nieve y se cayó por un barranco. Gaukur y su anillo fueron los responsables. No fue necesario que existieran de verdad para matarlo.
—¿Y su hermana Ingileif? —preguntó Magnus—. ¿Estaba implicada en todo aquello?
—No —contestó—. Ella conocía la saga, desde luego, pero no sabía lo del anillo.
—¿La ve mucho?
—De vez en cuando. Tras la muerte de mi padre me separé de mi familia. Más bien, huí de ella. No podía soportarlo. Todo lo relacionado con el anillo. En mi opinión, era aquello lo que lo había matado. Y sentía que debía haber conseguido que dejara de buscarlo, tal y como mi abuelo me dijo que hiciera. Por supuesto, yo no podía hacer nada. No tenía más que quince años. Pero a esas edades a veces creemos que tenemos más poder del que en realidad tenemos. Dejé el instituto y me fui a Londres. Luego, después de mi regreso, empecé a ver a Ingileif a veces. Ella estaba enfadada conmigo. Pensaba que había abandonado a nuestra madre. —Pétur hizo una mueca de dolor—. Supongo que tenía razón.
—¿Sabe si aún tenía relación con Agnar?
—Lo dudo mucho —contestó Pétur—. Pero él era la persona idónea a la que acudir en caso de que quisiera vender la saga. —Entrecerró los ojos—. No sospechará que ella lo mató, ¿verdad?
Magnus se encogió de hombros.
—No descartamos nada. Ella no fue muy clara con nosotros la primera vez que hablamos.
—Simplemente estaba tratando de ocultar su error. Nunca debió intentar vender la saga y lo sabía. Pero Ingileif es honesta de la cabeza a los pies. Es inconcebible que haya matado a nadie. Es incapaz de hacerlo. Lo cierto es que la quiero mucho. Siempre la he querido. Haría lo que fuera por sus amigos o por su familia. Fue la única de nosotros tres que cuidó de mi madre hasta el final, cuando estaba muriendo de cáncer. ¿Sabe que la galería tiene problemas?
Magnus asintió.
—Pues por eso necesitaba el dinero de la saga. Para pagarle a sus sodas. Se culpa a sí misma. Le dije que no se preocupara demasiado por eso; son negocios. Si una operación sale mal, lo dejas, te levantas y a otra cosa. Pero ella no piensa así. Últimamente todo el mundo se está arruinando en Islandia.
La puerta de la discoteca se abrió y entraron otros tres músicos que arrastraban grandes fundas de instrumentos musicales y aparatos electrónicos. Este grupo lo componían jóvenes algo mayores, con algo más de pelo.
—Estoy con vosotros en un momento —les dijo Pétur. Después, volviéndose de nuevo a Magnus y Árni, continuó—: Ingileif ha tenido una vida dura. Primero papá, después nuestro padrastro, luego mamá, y encima va a perder su negocio.
—¿Padrastro? —preguntó Magnus.
—Sí. Mi madre se volvió a casar. Un borracho gilipollas que se llamaba Sigursteinn. Nunca lo conocí. Todo eso ocurrió mientras yo estaba en Londres.
—¿Se separaron?
—No. Se emborrachó en Reikiavik. Se cayó del muro del puerto y se mató. Por suerte para todos, según he oído. Pero mi madre nunca lo superó.
Magnus asintió.
—Como dice, una vida dura la de ella. Y la de usted.
Pétur se encogió de hombros. Yo hui de todo aquello. Ingileif se quedó para hacer todo lo que pudiera. Siempre ha sido así.
—¿Y su otra hermana, Birna?
Pétur negó con la cabeza.
—Está bastante jodida.
—Gracias, Pétur —dijo Magnus, poniéndose de pie—. Una última pregunta: ¿qué estaba usted haciendo la noche que murió Agnar?
Al principio, Pétur pareció sorprendido por la pregunta, pero después sonrió.
—Supongo que es algo que debe preguntar.
Magnus esperó.
—¿Qué día fue?
—El jueves, día 23. El primer día del verano.
—Las discotecas estaban muy concurridas aquella noche. Pasé la noche yendo de una a otra. Ahora, si me perdonan, tengo que escuchar esta música. Espero que estos tíos sean mejores que los últimos.