No había más de diez minutos caminando desde la comisaría de policía hasta la casa Höfdi, donde Ingileif había pedido reunirse con Magnus. Él se sentía un poco mejor después de comerse la salchicha que se había comprado en el bar de la estación de autobuses a su regreso de la oficina del inspector jefe, pero aún tenía que hacer todo lo posible por aclararse la mente.
Se sentía estúpido. Sus disculpas ante el inspector jefe de la Policía Nacional habían sido sinceras; estaba agradecido por todo lo que aquel hombre había hecho por él y Magnus le había decepcionado. Sus compañeros policías parecían haberse sentido intimidados por él al principio; ahora se reían de él. No había sido un buen comienzo.
También tenía miedo. El alcoholismo era hereditario. Si había un gen para ello, sospechaba que él lo tenía. Estuvo a punto de caer cuando estaba en la universidad. Y haberse enterado de la infidelidad de su padre le había removido algo en su interior. Incluso ahora, con las consecuencias de su estupidez aún resonándole en los oídos, una parte de él solo quería tomar un desvío hasta el Grand Rokk y tomarse una cerveza. Y luego otra. Por supuesto, eso lo echaría todo a perder. Pero ese era el motivo por el que quería hacerlo.
Aquello era peligroso. De alguna forma, tendría que asumir como fuera lo que Sigurbjörg le había contado.
Sumergirse de lleno en el caso de Agnar le serviría de ayuda. Se preguntó de qué querría hablar Ingileif con él. Por teléfono parecía tensa.
No se fiaba de ella. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que la saga fuera una falsificación que Agnar había redactado. Ingileif era su cómplice, para darle más autenticidad. La relación de ellos dos había sido muy estrecha, quizá lo seguía siendo, a pesar de la alumna de literatura que practicaba ballet.
La casa Höfdi se erguía sola en medio de una parcela cubierta de hierba entre dos caminos bastante concurridos que avanzaban a lo largo de la playa. Había una figura solitaria sentada sobre un muro bajo junto al edificio blanco y achaparrado.
—Gracias por venir —dijo Ingileif.
—No hay problema —contestó Magnus—. Por eso le di mi número.
Se sentó en el muro, al lado de Ingileif. Estaban de frente a la bahía. Una brisa constante hacía girar pequeñas nubes en el cielo azul claro y sus sombras se movían sobre las relucientes aguas grises. A lo lejos, Magnus apenas podía adivinar el glaciar de Snaefellsnes, una imagen blanca y borrosa flotando sobre el mar.
Ingileif estaba tensa, sentada sobre el muro con la espalda recta, los hombros hacia atrás y el ceño fruncido acentuando la cicatriz que tenía en la ceja. Tenía el aspecto de tantas otras chicas de Reikiavik: delgada, rubia y de pómulos prominentes. Pero había algo en ella que la diferenciaba de las demás, una determinación, una resolución, una sensación de que sabía lo que quería e iba a por ello, que a Magnus le atraía. Parecía estar debatiéndose entre contarle algo o no.
Él se quedó sentado en silencio. Esperando. Vio que tenía otra cicatriz pequeña en la mejilla izquierda. No se la había visto antes.
Por fin, Ingileif habló. Alguien tenía que hacerlo.
—¿Sabe que esta casa está embrujada?
—¿La casa Höfdi? —Magnus giró la cabeza hacia el elegante edificio blanco.
—Sí. El fantasma es de una muchacha joven que se envenenó después de que la acusaran de cometer incesto con su hermano. La gente que vivía aquí se moría de miedo.
—Los islandeses tenéis que aprender a ser un poco más valientes con respecto a los fantasmas —dijo Magnus.
—No solo los islandeses. Antes era el consulado británico. El cónsul estaba tan aterrorizado que exigió al Ministerio de Asuntos Exteriores británico que le permitiera cambiar el consulado a otra dirección. Al parecer, la chica sigue encendiendo y apagando las luces. —Ingileif dejó escapar un suspiro—. Lo siento por ella.
Magnus creyó detectar un temblor en su voz. Curioso. La mayoría de los fantasmas lo habían pasado mal en vida, pero aun así…
—¿De eso es de lo que quería hablar? —le preguntó—. ¿Quiere que vaya a comprobarlo? Parece que en este momento todas las luces están apagadas.
—No —contestó ella con una leve sonrisa—. Solo quería saber cómo va la investigación.
—Estamos haciendo progresos —le explicó Magnus—. Tenemos que seguir la pista del cómplice de Steve Jubb. Y todavía no hemos verificado la autenticidad de la saga.
—Pues es auténtica.
—¿Sí? —preguntó Magnus—. ¿O se trata de una esmerada patraña inventada por Agnar? ¿Por eso lo mataron? ¿Descubrió Steve Jubb que le estaban tomando el pelo?
Ingileif se rio. La tensión pareció abandonar su cuerpo. Magnus esperó a que terminara.
—¿Y bien? —preguntó.
—Me encantaría que tuviera razón —respondió Ingileif—. Y entiendo por qué piensa así. Pero, desde luego, yo sé que es auténtica. Ha eclipsado toda mi vida y la de todos los miembros de mi familia durante muchas generaciones.
—Espero que sea así.
—¿No me cree?
—La verdad es que no —contestó Magnus—. No cuenta usted con un buen historial de haberme contado la verdad.
Su sonrisa desapareció. Ingileif suspiró.
—No, ¿verdad? Y entiendo que desde su punto de vista tenga que considerar la posibilidad de que se trate de una falsificación. Pero sus chicos del laboratorio la analizarán, con el carbono catorce o lo que sea, y le confirmarán la antigüedad del pergamino. Y la copia del siglo XVII.
—Quizá.
Los ojos grises de Ingileif miraban fijamente a los de él. Por un momento, Magnus se sintió inquieto, pero le sostuvo la mirada.
—Quiero enseñarle algo —dijo ella.
Hurgó en el bolso y sacó un sobre amarillento.
Se lo dio a Magnus. Un sello británico, del mismo rey que la vez anterior, y la misma letra.
—Este es el motivo por el que le he pedido que se reúna conmigo. Debería habérselo enseñado ayer, pero no lo hice.
Magnus abrió el sobre. En su interior había una carta.
Universidad de Merton
Oxford
12 de octubre de 1948
Estimado Ísildarson:
Gracias por tu extraordinaria carta. ¡Qué relato tan asombroso! La parte que me pareció más increíble fue la inscripción en runas de «El anillo de Andvari». Uno nunca sabe qué esperar de las sagas islandesas. Son muy realistas, tienden a tacharlas de ficticias. ¡Pero aquí está el mismo anillo, de al menos mil años de antigüedad, que aparece en La saga de Gaukur! Tras el descubrimiento de su granja enterrada bajo toda aquella ceniza, la saga tiene mucha más credibilidad de la que en principio le concedí.
Me habría encantado tener la oportunidad de ver el anillo, de cogerlo, de tocarlo. Pero creo que tenías toda la razón al devolverlo al lugar donde se hallaba escondido. O eso o llevarlo al cráter del monte Hekla y lanzarlo al interior. Sería un completo error someter la magia maléfica del anillo a estudios arqueológicos y científicos. Y, por favor, no te preocupes, no le hablaré a nadie de tu descubrimiento.
Por fin he conseguido terminar El señor de los anillos tras diez años de trabajo duro. Es un libro muy extenso que ocupará al menos mil doscientas páginas y me siento muy orgulloso de él. Será difícil sacarlo a la venta en estos tiempos tan duros en los que escasea tanto el papel, pero mis editores siguen mostrándose entusiastas. Cuando finalmente se publique, como espero que así sea, me aseguraré de enviarte un ejemplar.
Con mis mejores deseos, me despido atentamente.
J. R. R. Tolkien
—Aquí dice que su abuelo encontró el anillo —dijo Magnus.
Ingileif asintió.
—Así es.
Magnus negó con la cabeza.
—Es increíble.
Ingileif suspiró.
—No lo es. Eso lo explica todo.
—¿Qué es lo que explica exactamente?
—La obsesión de mi padre. La forma en que murió.
—¿A qué se refiere?
Ingileif dirigió la mirada al mar. Magnus observó su rostro con atención mientras ella luchaba contra sus emociones. Después, miró a Magnus con los ojos humedecidos.
—Creo que ya le conté que mi padre murió cuando yo tenía doce años, ¿no?
—Sí.
—Estaba buscando el anillo. Siempre me pareció absurdo que un hombre tan culto estuviera tan convencido de que seguía existiendo. Pero claro, él lo sabía. Su propio padre debió de decírselo.
—Pero no le contó dónde estaba escondido exactamente.
—Eso es. Mi padre comenzó la búsqueda justo después de que muriera mi abuelo. Imagino que mi abuelo le había prohibido que lo buscara. Papá solía pasar días rastreando la zona del valle de Thjórsá sin importarle el tiempo que hiciera. Y llegó un día en que no regresó.
Ingileif se mordió el labio.
—¿Cuándo encontró esta carta? —le preguntó Magnus.
—Hace muy poco tiempo. Después de haber hablado con Agnar. Ya había visto la primera carta de Tolkien, la que escribió en 1938 y que le enseñé ayer. Pero él me pidió que intentara encontrar más pruebas, así que volví a Flúdir y registré los papeles de mi padre. Había un paquete de cartas de Tolkien a mi abuelo y esta era una de ellas.
—¿Se lo contó a Agnar?
—Sí.
—Supongo que se emocionó.
—Fue enseguida a Flúdir para verme. A mí y a la carta.
Magnus sacó su cuaderno.
—¿Qué día fue eso?
—El domingo de la semana pasada —contestó, haciendo un rápido cálculo mental—. El día 19.
—Cuatro días antes de que lo mataran —dijo Magnus. Recordó el correo electrónico que Agnar envió a Steve Jubb en el que le decía que había encontrado algo más. Y el mensaje de Jubb a Ísildur en el que le hablaba más o menos de lo mismo. Algo de valor. ¿Podría tratarse del anillo?
—¿Tiene alguna idea de dónde se encuentra el anillo?
Ingileif negó con la cabeza.
—Hay un fragmento de la saga que habla de que el anillo estaba escondido detrás de la cabeza de un perro. Hay todo tipo de afloramientos rocosos de lava con formas extrañas que podrían ser perros si se miran desde ciertas perspectivas. Eso era lo que mi padre buscaba. Al parecer, mi abuelo encontró la cueva pero mi padre no.
—¿Y Agnar? ¿Tenía idea de dónde podía estar?
Ingileif negó de nuevo con la cabeza.
—No. Por supuesto, me lo preguntó. Se mostró muy agresivo al respecto. Se puede decir que lo eché.
—Así que, por lo que usted sabe, el anillo continúa escondido en algún lugar, dentro una pequeña cueva.
—Eso creo —contestó ella—. Sigue sin creerme, ¿verdad?
Magnus examinó la letra vertical y meticulosa de la carta. Parecía real. Pero desde luego, si había sido escrita por un falsificador cuidadoso, podía parecer auténtica. Levantó la vista hacia Ingileif. Daba la sensación de que decía la verdad, al contrario que en las dos conversaciones anteriores que mantuvo con él cuando mentía tan mal. Por supuesto, podría haber fingido su torpeza anterior para hacerle creer que esta vez decía la verdad, pero para ello tendría que ser una actriz consumada. Y muy astuta.
¿Podía creerse que el anillo de La saga de Gaukur había sobrevivido de verdad?
Era un pensamiento tentador. Existía un acalorado debate entre expertos sobre la precisión histórica que tenían en realidad las sagas islandesas. La mayor parte de los personajes y los sucesos que se mencionaban en ellas habían existido de verdad, pero, por otro lado, había también pasajes que eran claramente pura invención. Cuando Magnus las leía, su estilo directo y sus personajes tan realistas le hacían creer lo inverosímil hasta sentir que aquella Islandia medieval era tan cercana que casi podía tocarla.
El detective de homicidios que había en su interior se resistía a aquella tentación. Para empezar, Magnus ni siquiera estaba seguro de que la saga misma fuera auténtica. E incluso en caso de serlo, el anillo podría ser ficticio. Y en caso de que el anillo de oro hubiera existido, probablemente habría quedado enterrado bajo toneladas de cenizas o lo habría encontrado un pobre pastor mucho tiempo atrás y lo habría vendido. Todo aquello era poco probable. Muy poco probable. Pero no tenía sentido hacer especulaciones. Lo cierto es que no importaba lo que Magnus pensara. Lo importante era lo que creían Agnar, Steve Jubb e Ísildur.
Porque si un verdadero fanático de El señor de los anillos pensaba que podía hacerse con el anillo, el verdadero anillo, podría sentir la tentación de matar por ello.
—No sé qué pensar —dijo Magnus—. Pero gracias por contármelo. Por fin.
Ingileif se encogió de hombros.
—Desde luego, habría sido mejor contarle todo esto desde el principio. —Dejó escapar un suspiro—. Aunque lo mejor habría sido que no hubiera sacado la saga de mi caja fuerte.