15

Colby se encontraba admirando su nuevo vestido de verano delante del espejo del dormitorio en su apartamento de Back Bay. Lo había comprado el domingo anterior en Riccardi’s, en la calle Newbury. Un derroche, pero le sentaba bien. Sencillo. Elegante. Con estilo. Parecía especialmente bonito con aquellos pendientes. Los que le había regalado Magnus por su último cumpleaños.

Magnus.

Por mucho que intentara no hacerlo —y lo intentaba de verdad— seguía pensando en Magnus.

¿Dónde estaba ahora? ¿En Islandia? Plantado bajo la lluvia en algún lugar dejado de la mano de Dios en mitad del Atlántico Norte. Había sido un estúpido al pensar que ella iba a dejar su trabajo durante varias semanas, posiblemente meses, para irse allí con él.

Como si él fuera a dejar su trabajo durante el par de horas que se tarda en ir a ver una película con ella.

Pero al menos se encontraba fuera del país, a salvo. Sabía que vivía en un mundo sucio y peligroso, pero ese mundo nunca se le había impuesto a ella hasta aquella noche en el North End, cuando les habían disparado. Magnus le había dicho que los dos seguían estando en peligro. Pero Colby estaba segura de que cuanta más distancia hubiera entre ellos, más segura estaría.

Acarició los pendientes. Zafiros rodeados de diamantes. Regalos caros para el sueldo de un policía. Eran realmente bonitos.

Era consciente de que casi comete un error, un gran error, al presionarle para que se casara con ella. Se alegraba mucho de que él hubiera contestado que no.

No es que no lo encontrara atractivo. Más bien al contrario. Le encantaba la sensación de fuerza y peligro latente que Le rodeaba. Podía ser temible cuando perdía los estribos, pero incluso eso le gustaba de él.

También era inteligente, sabía escuchar y se podía pasar la noche entera hablando con él. No era judío, pero eso no le importaba mucho, aunque a su madre sí le importaría.

El problema estaba en que era un perdedor. Y siempre lo sería.

Por supuesto, era por su trabajo. Con su licenciatura en la Universidad de Brown podría haber aspirado a algo mucho mejor que policía, tal y como le había dicho con frecuencia. Pero nunca lo hizo. Estaba obsesionado con su trabajo, con resolver un asesinato tras otro. A menudo, Magnus era la única persona en todo el mundo a quien le importaba quién había matado a quién. Ella sabía que todo aquello tenía que ver con su padre; ser consciente de ello hizo que se diera cuenta de lo difícil que sería cambiarle.

Difícil no. Imposible.

Su amiga Tracey decía que era una pérdida de tiempo tratar de hacer que un novio cambiara. Y aún más lo era casarse con el objetivo de hacer que tu marido cambiara. Simplemente no funcionaba.

La decisión de Magnus de contarle a su jefe lo del policía corrupto fue la gota que colmó el vaso. Aquello fue muy honesto y honrado, pero también estúpido. Boston no era el nido de corrupción que había sido veinte años atrás, pero quienes se enfrentaran a la clase dirigente de la ciudad nunca podrían considerarse parte de ella.

En la empresa de Colby, una fábrica de instrumental médico, había veces en que miraban para otro lado y no hacían preguntas. Si querías que a la empresa le fuera bien, tenías que hacerlo así. Su trabajo era proteger a la empresa de los riesgos legales que aparecieran sobre la marcha, no expulsar del mundo a los fraudulentos.

Magnus nunca iría a la Facultad de Derecho. Probablemente ni siquiera escalaría un peldaño más dentro del Departamento de Policía.

Un perdedor.

Esa había sido la razón por la cual cuando un abogado alto y elegante con el que tuvo que tratar el año anterior le pidió que se tomara un café con él, ella aceptó.

Y por esa misma razón cuando la llamó para invitarla a cenar, también aceptó.

Se llamaba Richard Rubinstein. Guapo, quizá demasiado arreglado para su gusto. Judío, por supuesto. Había buscado su nombre en Google y había descubierto que le acababan de nombrar socio de su bufete de abogados del centro de la ciudad, lo cual no era necesariamente importante, pero sí significaba que no era un perdedor. Y al contrario que casi todo el mundo a su alrededor, no conocía a Magnus, no había oído hablar de él y no sabía que ella había tenido novio durante los últimos tres años.

Iba a pasarlo bien. Pero no con los pendientes de Magnus. Se los quitó, los sustituyó por un par de sencillas perlas y salió a la cálida noche.

Desde un coche aparcado al otro lado de la calle, Diego la observaba. Comprobó la fotografía que tenía en su regazo. Era la misma chica.

Por la forma en que iba vestida, estaría fuera un buen rato. Eso le daría tiempo suficiente para poder entrar en el edificio y luego en el apartamento de ella sin que lo vieran.

Seguía quedando el problema del policía que estaba sentado en su coche patrulla justo en la puerta del edificio. Pero si había algo que Diego supiera de los policías era que aquel tipo empezaría a tener hambre.

En efecto, una vez que la mujer desapareció calle abajo, el coche de policía se puso en marcha y se fue.

El tiempo suficiente como para ir a por una pizza o una hamburguesa antes de que la chica volviera.

Diego salió de su coche y cruzó la calle.

Magnus volvió caminando a su nueva casa de Thingholt desde la comisaría. Necesitaba hacer ejercicio y tomar aire fresco. Y si hay algo que se puede destacar del aire de Reikiavik es, cuanto menos, su frescor.

La cabeza le bullía con las cosas que habían ocurrido ese día. Era demasiado pronto para decirlo, pero según el profesor Moritz, no había nada en la traducción de La saga de Gaukur que indicara que se trataba de una falsificación. Estaba claro que el profesor deseaba creer que la saga era auténtica, pero admitió que si había alguien que pudiera falsificar una saga, ese era Agnar.

Lo cual planteaba otra posibilidad interesante. Quizá Steve Jubb había descubierto de algún modo que el documento que Agnar estaba tratando de venderle por tantos millones de dólares era falso y lo había matado por eso.

Magnus seguía sin estar convencido de que Ingileif le estuviera diciendo toda la verdad. Pero parecía mucho más sincera cuando habló con ella aquella tarde. Y tenía que admitir que le había atraído su mezcla de vulnerabilidad y determinación.

Sonrió al recordar el sabio consejo del oficial O’Malley cuando Magnus comenzó a trabajar: «Solo porque una chica tenga un bonito culo no significa que esté diciendo la verdad», No había duda de que Ingileif tenía un culo bonito.

Steve Jubb no iba a contarlos nada, sobre todo si era culpable, tal y como Magnus pensaba. Tenían que subir a un avión con destino a California y hablar con Ísildur. Amenazarlo con una acusación de conspiración para cometer un asesinato y dejar que cantara. Magnus podría hacerlo, estaba seguro.

—¡Magnus!

Se encontraba en una pequeña calle cerca de la casa de Katrín, casi en lo alto de la colina. Se giró y vio a una mujer que apenas reconocía y que caminaba vacilante hacia él. Tenía unos cuarenta años, pelo corto y rojizo y rostro ancho con una gran sonrisa. Aunque tenía el pelo de diferente color, su cara le recordó mucho a la de su madre. Sobre todo allí, tan cerca de la casa en la que se había criado.

Ella se quedó mirándolo con atención, torciendo el gesto.

—Eres Magnus, ¿verdad? ¿Magnus Ragnarsson? —le preguntó en inglés.

—¿Sigurbjörg? —Fue casi una suposición por parte de Magnus. Sigurbjörg era su prima por parte de madre. La rama familiar que esperaba evitar en Reikiavik.

La sonrisa se hizo aún más grande.

—Sí. Imaginaba que eras tú.

—¿Cómo me has reconocido?

—Te he visto caminando por la calle. Por un segundo, pensé que eras mi padre, si no fuera porque eres mucho más joven y él está en Canadá. Después me di cuenta de que debías ser tú.

—No nos hemos visto desde hace… ¿Cuánto? ¿Quince años?

—Algo así. Cuando viniste a Islandia tras la muerte de tu padre. —Sigurbjörg debió ver la mueca en el rostro de Magnus—. No fue un viaje muy agradable para ti, según recuerdo.

—Lo cierto es que no.

—Te pido disculpas por el abuelo. Se comportó terriblemente mal.

Magnus asintió.

—No he estado en Islandia desde entonces.

—¿Hasta ahora?

—Hasta ahora.

—Vamos a tomar un café y así me lo cuentas todo, ¿eh?

Bajaron por la calle hasta una cafetería de moda que se encontraba en Laugavegur. Sigurbjörg pidió un trozo de tarta de zanahoria con su café y se sentaron junto a un hombre serio con gafas que estaba concentrado en su portátil.

—Así que has vuelto de Canadá —dijo Magnus—. ¿No estabas en la escuela de posgrado?

—Sí. En MacGill. La verdad es que acababa de terminar la última vez que te vi. Me quedé en Islandia. Me licencié en derecho. Soy socia de uno de los bufetes de aquí. También me hice con un marido y con tres hijos.

—Enhorabuena.

—Papá y mamá siguen en Toronto. Ahora están jubilados, claro.

El padre de Sigurbjörg, el tío Vilhjálmur, había emigrado a Canadá en los años setenta y había trabajado como ingeniero de caminos. Al igual que Magnus, Sigurbjörg había nacido en Islandia, pero había pasado la mayor parte de su infancia en América del Norte.

—¿Y tú? No tenía ni idea de que estabas en Islandia. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Solo dos días —contestó Magnus—. Me quedé en Boston. Me hice policía. Detective de homicidios. Luego, mi jefe recibió una llamada que decía que el inspector jefe de la Policía Nacional de Islandia necesitaba que viniera alguien para ayudarles. Me escogieron a mí.

—¿Te escogieron? ¿No querías venir?

—Digamos que tenía sentimientos encontrados.

—¿Después de tu última visita? —Sigurbjörg asintió—. Aquello debió ser duro. Sobre todo, después de que tu padre muriera.

—Lo fue. Tenía veinte años y había perdido a mis padres. No lo llevé bien. Empecé a beber. Me sentía solo. Después de ocho años, casi me había habituado a los Estados Unidos y, de repente, volvía a sentirme como en un país extranjero.

—Sé a qué te refieres —dijo Sigurbjörg—. Yo nací en Canadá, pero mi familia es islandesa y vivo aquí. A veces, creo que todos los países son extranjeros. No es justo, ¿verdad?

Magnus se quedó mirando a Sigurbjörg. Le escuchaba. Y era el único miembro de su familia que había mostrado compasión durante aquellos dos días horribles. Era la única a la que había sentido más cerca, quizá por su experiencia común en Norteamérica, o quizá simplemente porque ella lo trataba como un ser humano normal.

Él quería hablar.

—Necesitaba algún tipo de familia, otra que no fuera mi hermano Óli. Todos los islandeses lo necesitan, ya sabes. Para los americanos puede que esté bien vivir sus vidas solos, pero para mí no era así. Yo había vivido con los abuelos durante unos años y supongo que pensé que me recibirían con los brazos abiertos después de lo que había ocurrido. Creí que lo harían. Pero me rechazaron. Más que eso. Me hicieron sentir como si yo fuera responsable de la muerte de mamá.

El rostro de Magnus se endureció.

—El abuelo dijo que mi padre era el hombre más malvado que había conocido nunca y se alegraba de que hubiera muerto. Eso hizo que volviera todo el dolor de aquellos últimos años antes de que papá me llevara con él a América. Me alegré de irme y juré que nunca volvería.

—Y ahora estás aquí —dijo Sigurbjörg—. ¿Te gusta?

—Sí —contestó Magnus—. Supongo que sí.

—Hasta que te has encontrado conmigo.

Magnus sonrió.

—Recuerdo lo amable que fuiste conmigo, aun cuando el resto de la familia no lo fuera. Te lo agradezco. Pero hazme un favor. No les digas que estoy aquí.

—Bueno, ya no pueden hacerte nada. El abuelo debe de tener ochenta y cinco años y la abuela no muchos menos.

—Dudo que se hayan vuelto más apacibles con los años.

Sigurbjörg sonrió.

—No lo han hecho.

—Y, por lo que recuerdo, el resto de la familia era igual de hostil.

—Lo habrán superado —afirmó ella—. Ha pasado mucho tiempo.

—No entiendo por qué estaban tan enfadados —protestó Magnus—. Sé que mi padre dejó a mi madre, pero ella había convertido su vida en un infierno. Acuérdate, era alcohólica.

—Pero esa es la cuestión —repuso Sigurbjörg—. Se volvió alcohólica cuando descubrió la aventura. Y de ahí vino todo lo demás. Que tu padre la dejara, que ella perdiera su trabajo. Y luego aquel horrible accidente de coche. El abuelo culpó a tu padre de todo ello y siempre lo hará.

Un ruidoso trío de dos hombres y una mujer se sentaron a su lado y comenzaron a hablar sobre un programa de televisión que habían visto la noche anterior.

Magnus no les hizo caso. Se había quedado pálido.

—¿Qué? ¿Qué te pasa, Magnus?

Magnus no contestó.

—Dios mío, no lo sabías, ¿verdad? ¡Nadie te lo dijo!

—¿Qué aventura?

—Olvídate de lo que he dicho. Oye, tengo que irme —se disculpó mientras se ponía de pie.

Magnus alargó el brazo y la agarró de la mano.

—¿Qué aventura? —En su voz apareció la ira.

Sigurbjörg se sentó de nuevo y tragó saliva.

—Tu padre estaba teniendo una aventura con la mejor amiga de tu madre. Ella lo descubrió. Tuvieron una pelea terrible y ella empezó a beber.

—No te creo —dijo Magnus.

Sigurbjörg se encogió de hombros.

—¿Estás segura de que fue así?

—No —contestó ella—. Pero sospecho que sí lo fue. Mira, tuvo que haber otros problemas. A mí me gustaba tu madre, de verdad. Sobre todo, antes de que empezara a beber, pero siempre fue un poco neurótica. Viendo cómo eran sus padres, apenas me sorprende.

—Es verdad. Tienes razón. Debió de ser así. Pero me cuesta creerlo.

—Oye, Magnus, siento de verdad que te hayas enterado por mí. —Sigurbjörg extendió una mano para tocar la de él—. Pero ahora tengo que irme. Y te prometo que no les diré a los abuelos que estás aquí.

Y dicho eso, se marchó corriendo.

Magnus se quedó mirando su taza de café, aún medio llena. Necesitaba beber algo. Beber una copa de verdad.

No se encontraba lejos del bar donde había estado tomando algo la noche anterior, el Grand Rokk. Se pidió una Thule y uno de esos chupitos que estaban bebiendo el resto de los clientes. Era una especie de cúmel, dulce y fuerte, pero no estaba mal si se bebía con una cerveza.

Sigurbjörg acababa de ponerle el mundo del revés. Toda la historia de su vida, quién era él, quiénes eran sus padres, quién tenía razón y quién no, acababa de quedar patas arriba. Su padre nunca había culpado a su madre de lo que ocurrió, pero Magnus sí.

Ella había alejado a su padre. Había ignorado a Magnus por culpa de la bebida y, luego, lo había abandonado al morir. Ragnar había rescatado heroicamente a sus hijos hasta que fue cruelmente asesinado, posiblemente a manos de la malvada madrastra.

Esa había sido la historia de la infancia de Magnus. Eso es lo que le había hecho ser quien era.

Y ahora todo era mentira. Otra cerveza, otro chupito.

Por un momento, un minuto de calma, Magnus flirteó con la idea de que aquella aventura había sido una invención de su abuelo para justificar el odio contra su padre. Una parte de él quería mantener aquella idea y tratar de vivir el resto de su vida sin querer reconocer la verdad.

Pero durante el tiempo que llevaba en la policía, Magnus había visto desintegrarse a suficientes familias miserables como para saber que lo que Sigurbjörg le había contado era muy creíble. Y aquello explicaría el profundo odio de su abuelo.

Había asumido que la negativa de su padre a culpar a su madre por el daño que ella había causado en las vidas de todos ellos había sido una actitud noble por su parte. No lo era. Se trataba del reconocimiento de que él era responsable en parte. ¿O del todo?

Magnus no lo sabía. Nunca lo sabría. Se trataba del típico problema familiar. La culpa era de todo el mundo.

Pero aquello significaba que su padre había sido un hombre diferente de lo que él creía. Sin nobleza. Un adúltero. Una persona que había abandonado a su esposa en su momento más débil y vulnerable. Durante todo ese tiempo, Magnus había sabido que si se hubiera puesto a pensarlo de verdad, se habría dado cuenta de que su padre debió empezar su aventura con Kathleen, la mujer que luego fue su madrastra, mientras seguía casada con otro hombre. Pero Magnus no se había puesto a pensarlo de verdad.

Era cierto que los islandeses tenían un punto de vista más relajado del adulterio que los remilgados americanos, pero aun así seguía siendo malo. Algo con lo que coquetearían los simples mortales, pero no Ragnar.

¿Qué más había hecho? ¿Qué otros defectos les había ocultado a sus hijos? ¿Y a su mujer?

La cerveza de Magnus seguía medio llena, pero el chupito estaba vacío. Llamó la atención del camarero de la cabeza afeitada y le dio unos golpecitos al vaso. Se lo volvió a llenar.

Dejó que aquel líquido le quemara la garganta. Su mente empezaba a darle vueltas. Pero Magnus no iba a parar. No durante un buen rato Iba a beber hasta que le doliera.

Así era como bebía cuando estaba en la universidad, después de la muerte de su padre. Se emborrachaba salvaje y terriblemente. Y a la mañana siguiente se sentía fatal. Para él, aquel era en parte el motivo por el que bebía, la sensación de autodestrucción que venía después.

Perdió a la mayoría de sus amigos de aquella época, a todos Los que no fueran unos borrachos empedernidos como él. Sus profesores estaban consternados. Había pasado casi desde la élite de los más aplicados a lo más bajo. Casi lo expulsaron de la universidad. Pero por mucho que lo intentó, no consiguió destruir su vida del todo.

Al contrario que su madre, claro. Ella sí lo había conseguido.

Fue una chica la que lo sacó de aquello: Erin. Su paciencia, su decisión y su amor fueron los que consiguieron que se diera cuenta de que estaba destruyéndose a sí mismo. Él ya lo sabía. Al fin y al cabo, ese era su objetivo. Pero no quería destruirse.

Después de la universidad, ella siguió su camino como profesora en colegios de los barrios pobres de Chicago y él siguió el suyo. Le debía mucho.

Pero ahora quería beber por su madre. Levantó su vaso de cerveza.

—Por Margrét —dijo.

—¿Quién es Margrét? —preguntó un hombre alto vestido con una chaqueta de cuero negra y sentado en el taburete que había al lado del suyo.

—Margrét es mi madre.

—Qué bonito —exclamó el hombre, arrastrando las palabras. Levantó su vaso—. Por Margrét. —Apoyó el vaso y señaló con la cabeza la cerveza que Magnus tenía delante—. ¿Un mal día?

Magnus asintió.

—Se puede decir que sí.

—¿Sabes que dicen que la bebida no soluciona nada? —preguntó el hombre.

Magnus volvió a asentir.

—Eso es una gilipollez. —El hombre se rio y levantó su vaso.

Por primera vez, Magnus se dio cuenta de que había tableros de ajedrez pegados del revés en el techo. Vaya. Aquello era chulo.

Echó una ojeada al bar. Los clientes eran de todas las edades y aspectos. Todos mantenían conversaciones con desgana, interrumpidas por ataques de risas ahogadas o puras carcajadas. Muchos de ellos se tambaleaban y Be expresaban con gestos poco precisos y palmadas en la espalda. En un extremo del bar, había dos americanas con edad de ser universitarias sentadas en unos taburetes y entreteniendo a varios islandeses locuaces. En el otro, un hombre delgado de pelo canoso que le asomaba bajo una gorra se puso de pronto a tararear la melodía de Porgy and Bess con una dulce voz de barítono. «Summertime / and the livin’ is ea-easy…».

Qué bien cantan estos islandeses.

Otra cerveza. Otro chupito. La rabia se desvaneció. Comenzó a tranquilizarse. Entabló conversaciones con los hombres que tenía a ambos lados. Con las chicas americanas, aunque él fingió un fuerte acento islandés por el bien de ellas. Pensó que aquello tenía gracia. De hecho, pensó que él tenía gracia. Jugó una partida de ajedrez y perdió.

Otra cerveza. Otro chupito. Dos chupitos. ¿Cuántos llevaba ya? ¿Cuántas cervezas? Ni idea.

Por fin, llegó la hora de irse a casa. Magnus se levantó de su taburete y brindó una emotiva despedida a sus nuevos amigos. La sala se tambaleaba enormemente. El tipo de la gorra se convirtió en dos antes de que volvieran a unirse en uno solo.

Vaya, sí que estaba borracho Magnus. Más de lo que lo había estado en mucho tiempo. Pero se sentía bien.

Salió del bar dando zancadas y se enderezó cuando sintió el aire frío de la noche. Era mucho más de medianoche. El cielo estaba despejado y las estrellas centelleaban frías por encima de él. Una luna en cuarto creciente se reflejaba en la bahía más abajo. Respiró hondo.

Le gustaba Reikiavik. Era una ciudad inocente y pequeña y le alegraba que así fuera. Aportaría su grano de arena para que se mantuviera así.

Estaba orgulloso de pertenecer a lo mejor de Reikiavik.

No había nadie por la calle. El contraste entre la noche del domingo y la del sábado en Reikiavik era abismal. Pero mientras subía la cuesta camino de casa, Magnus vio a un grupo de tres hombres en un callejón. Aquella imagen le era muy familiar.

Drogas.

Magnus frunció el ceño. Los bajos fondos de la ciudad de juguete.

Pondría orden en aquella situación.

—¡Eh! —gritó mientras entraba en el callejón—. ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?

El tipo que vendía las drogas era bajito y de piel oscura, posiblemente ni siquiera fuera islandés. El que estaba realizando la compra era más alto, enjuto y fuerte, y llevaba un gorro de lana. Iba con un amigo, un enorme bloque nórdico de pelo rubio y corto y una diminuta barba rubia. Más grande aún que Magnus y con unos bíceps protuberantes que sobresalían de una camiseta negra en aquella fría noche.

—¿Qué pintas tú aquí? —preguntó el camello. Lo dijo en inglés porque Magnus le había hablado en ese idioma.

—Dame eso —le ordenó Magnus, sujetándole la mano mientras se tambaleaba—. Soy policía.

—Lárgate —protestó el camello.

Magnus se abalanzó sobre él. El tipo se agachó y le dio un golpe en el pecho. Pero no le dio fuerte y Magnus lo tiró al suelo con un simple puñetazo en la mandíbula. El gigante nórdico agarró a Magnus y trató de tirarlo al suelo, pero Magnus se soltó. Por unos momentos, la adrenalina superó al alcohol y Magnus le asestó dos buenos puñetazos al grandullón antes de hacerle una llave en el brazo.

—¡Quedas arrestado! —le gritó, aún en inglés.

El camello seguía en el suelo, quejándose. El tipo delgado del gorro de lana salió corriendo.

—¡Déjame en paz! —gruñó el gigantón en islandés. Se dio la vuelta y se apoyó de golpe contra la pared aplastando a Magnus. Este lo soltó.

El tipo grande se giró y golpeó a Magnus dos veces, una en la cabeza y otra en el estómago, pero Magnus esquivó el tercer puñetazo y le lanzó un gancho.

El grandullón se tambaleó. Con otro puñetazo de Magnus cayó al suelo.

Magnus se quedó mirando al camello, que trataba de ponerse de pie.

—Tú también estás arrestado.

Pero entonces el callejón empezó a balancearse y dar vueltas. El puñetazo que había recibido en el estómago empezó a surtir efecto y Magnus se inclinó a causa de las arcadas. Trataba de ponerse recto, pero no podía. Se tambaleaba. Mareado.

El tipo bajito estaba a punto de salir corriendo cuando vio el estado en el que se encontraba Magnus. Se rio y le dio un cabezazo en la cara.

Magnus cayó al suelo. Durante un rato se quedó tendido sobre el asfalto. ¿Segundos? ¿Minutos? No lo sabía.

Oyó sirenas. Bien. Ayuda.

Unas manos fuertes lo levantaron. Trató de ver el rostro que tenía delante de él. Se trataba de un policía que vestía el uniforme de la Policía Metropolitana de Reikiavik.

—Se fueron por allí —alcanzó a decir Magnus en inglés, señalando con la mano hacia ningún lugar en concreto.

—Venga con nosotros —dijo el policía, tirando de Magnus en dirección al coche que les esperaba con las luces encendidas.

—Soy policía —le explicó Magnus—. Mire, deje que le enseñe la placa —siguió hablando en inglés.

El policía esperó mientras Magnus sacaba su permiso de conducir del estado de Massachusetts de su cartera.

—Vamos —le ordenó el policía.

Entonces Magnus vomitó sobre los zapatos del oficial.