Thingholt era un revoltijo de casitas de colores alegres del distrito postal 101 del centro de Reikiavik, pegado a la ladera de la colina por debajo de la enorme iglesia. Era el barrio donde vivían los artistas, los diseñadores, los escritores, los poetas, los actores, los progres y los modernos.
Lo cierto es que no se trataba del típico barrio para un policía, pero a Magnus le gustó.
Árni lo condujo por una calle tranquila a la vuelta de la esquina de la galería que Magnus había visitado esa misma tarde y se detuvo en el exterior de una casa diminuta, probablemente la más pequeña de la calle. La fachada era de cemento de color crema y el tejado de metal ondulado verde lima del que sobresalía una única ventana. La pintura de los muros y del tejado estaba desconchada y la hierba del pequeño jardín que había a un lado de la casa estaba descuidada y pisoteada. Pero a Magnus le recordó a la casa en la que se había criado cuando era pequeño.
Árni llamó al timbre de la puerta. Esperó. Volvió a llamar.
—Probablemente esté dormida.
Magnus miró el reloj. Aún eran las siete.
—Se acuesta temprano.
—No. Quería decir que aún no se habrá levantado.
Justo entonces, la puerta se abrió y apareció una chica muy alta, morena y de rostro pálido, vestida con una camiseta muy pequeña y pantalones cortos.
—¡Árni! —exclamó—. ¿Qué haces despertándome a estas horas?
—¿Qué tiene de malo venir a estas horas? —preguntó a su vez Árni—. ¿Podemos pasar?
La chica asintió inclinando despacio la cabeza y dio un paso atrás para dejarlos entrar. Atravesaron el vestíbulo y pasaron a una pequeña sala de estar en la que había un sofá largo y azul, una televisión grande, un par de pufs apoyados sobre el suelo de madera pulida y una estantería llena de libros. Las paredes estaban revestidas de madera; la más larga estaba pintada con remolinos de color azul, verde y amarillo, dando la impresión de isla tropical.
—Esta es mi hermana, Katrín —los presentó Árni—. Este es Magnús. Es un americano amigo mío. Está buscando un lugar donde vivir en Reikiavik y le sugerí que se quedara aquí.
Katrín se frotó los ojos y se concentró en Magnus. Su camiseta era ancha y sin mangas y dejaba ver uno de sus pequeños pechos. Se parecía mucho a Árni en la altura, la delgadez y el cabello moreno, pero mientras los rasgos de Árni eran suaves, los de ella eran fuertes, con la piel de la cara blanca, las mejillas y el mentón angulares, pelo corto y tupido y ojos grandes y oscuros.
—Hola. ¿Qué tal? —lo saludó en inglés con acento británico.
—Muy bien —contestó Magnus—. ¿Y tú?
—Bien —murmuró ella.
—¿Nos sentamos y hablamos un poco? —sugirió Árni.
Katrín centró su atención en Magnus, mirándolo de arriba abajo.
—No. Me parece bien. Voy a volver a la cama. —Y dicho esto, entró en un dormitorio al otro lado del vestíbulo.
—Parece que has aprobado —dijo Árni—. Deja que te enseñe tu habitación. —Subió con Magnus por unas escaleras estrechas—. Nuestros abuelos vivían aquí. Ahora es de nosotros dos y alquilamos la habitación del piso superior. Aquí está.
Entraron en una habitación pequeña equipada con los muebles básicos: cama, mesa, un par de sillas y cosas así. Había dos ventanas y la pálida luz de la tarde entraba por una de ellas. Por la otra, Magnus podía ver el chapitel de la Hallgrímskirkja elevándose por encima del mosaico multicolor de tejados metálicos.
—Bonitas vistas —dijo.
—¿Te gusta la habitación?
—¿Qué pasó con el anterior inquilino?
La expresión de Árni parecía afligida.
—Lo arrestamos. La semana pasada.
—Vaya. ¿Drogas?
—Anfetaminas. Un camello de poca monta.
—Entiendo.
Árni carraspeó.
—Te agradecería mucho que vigilaras a Katrín mientras estés aquí. Con discreción, por supuesto.
—¿No le importará? Quiero decir, ¿le parece bien compartir la casa con un policía?
—No es necesario que le digas a qué te dedicas, ¿no crees? Y tampoco le diría al comisario jefe Thorkell que vives aquí.
—¿El tío Thorkell no lo aprobaría?
—Digamos simplemente que Katrín no es su sobrina preferida.
—¿Cuánto es el alquiler?
Árni mencionó una cifra que pareció muy razonable.
—Hace un año habría sido el doble —le aseguró a Magnus.
—Te creo —contestó Magnus con una sonrisa. Le gustaba aquella pequeña habitación, le gustaba la casa diminuta, le gustaban las vistas e incluso le gustaba el aspecto de la misteriosa hermana—. Me la quedo.
—Estupendo —dijo Árni—. Entonces vamos a recoger tus cosas al hotel.
No tardaron mucho en llevar la maleta de Magnus a la casa y una vez que Árni se aseguró de que Magnus se había instalado, lo dejó allí. No había noticias de Katrín.
Magnus salió a la calle. Consultando un plano de la ciudad, bajó hasta La siguiente calle y giró. El cielo se había despejado, excepto por una pequeña parte que cubría la cima de piedra y nieve del monte Esja. Magnus empezó a ver en aquello una pauta: la parte inferior de la nube subía y bajaba por la montaña varias veces al día, dependiendo del tiempo. El aire era limpio y fresco. A las ocho y media seguía habiendo luz.
Encontró la calle que buscaba y avanzó por ella lentamente, examinando cada casa mientras lo hacía. Puede que no la reconociera después de tantos años. Puede que hubieran cambiado el color del tejado. Pero tras pasar por un badén, la vio: la pequeña casa con el tejado azul de su infancia.
Se detuvo delante de ella y se quedó mirándola. El pequeño mostellar seguía allí, pero le habían atado una cuerda a una de sus ramas. Una buena idea. Había un balón de fútbol desinflado en un arriate de narcisos que estaban a punto de florecer. Se alegró de que siguiera habiendo niños allí. Imaginaba que casi todas las casas de aquel barrio estaban ahora habitadas por parejas jóvenes. En el exterior había un arrogante Mercedes todoterreno con dos asientos para niños. Muy diferente al viejo Volkswagen Escarabajo de su padre.
Cerró los ojos. Por encima del murmullo del tráfico pudo oír a su madre llamándolos a Óli y a él para que entraran a acostarse. Sonrió.
Entonces comenzó a abrirse la puerta de la entrada y apartó la vista, avergonzado de que los actuales propietarios vieran a un extraño mirando lascivamente su casa.
Siguió bajando la cuesta hacia el centro de la ciudad. Pasó junto a un grupo de cuatro hombres y una mujer que descargaban una furgoneta.
Un grupo de música que se preparaba para la noche del sábado. La chica de la minifalda de piel de leopardo y faldón pasó a toda velocidad con su bicicleta. Se dio cuenta de que en Reikiavik podías ver a la misma persona en la calle varias veces en un mismo día.
Se detuvo en la librería Eymundsson, una joya de vidrio en Austurstraeti, donde compró el último ejemplar en inglés de El señor de los anillos y otro de La saga de los volsungos, este en islandés.
Siguió caminando hacia el Puerto Viejo y otro recuerdo de su infancia, un pequeño quiosco rojo, Baejarins beztu pylsur. Él y su padre solían ir allí todos los miércoles por la noche después del entrenamiento de balonmano, para comerse un perrito caliente. Se puso en la cola. Al contrario que el resto de Reikiavik, Baejarins beztu no había cambiado con los años, excepto que ahora había una fotografía en el exterior de un Bill Clinton sonriente comiéndose una enorme salchicha.
Masticando su perrito caliente, atravesó paseando el recinto del puerto y el muelle. Se trataba de un puerto en activo, pero a aquella hora de la noche estaba en calma. A un lado había barcos pesqueros y, al otro, lustrosos buques para ir a avistar ballenas y pequeñas barcas de pesca. Olía a pescado y a gasóleo, aunque Magnus pasaba junto a un surtidor blanco y achaparrado de hidrógeno. Se detuvo cuando llegó al final, a una respetuosa distancia de un pescador que andaba manipulando su cebo en el interior de una bolsa, y contempló aquella quietud.
Por detrás del muro del puerto, el peñón negro y la nieve blanca del monte Esja se reflejaba en las aguas de color gris metálico. Una gaviota daba vueltas a su alrededor, esperando que tirara algún resto de pan, pero pocos segundos después se alejó emitiendo una queja de decepción. Una lancha motora de apariencia oficial surcó la entrada del puerto dispuesta a cumplir alguna misión burocrática náutica.
Islandia había cambiado mucho desde su interrumpida infancia, pero lo que aún reconocía de Reikiavik lo devolvió a sus primeros años, sus años de felicidad. No tenía motivos para visitar a la familia de su madre. Ni siquiera tenían por qué saber que estaba en el país. Estaba encantado al ver cómo su islandés volvía con tanta facilidad, aunque sabía que hablaba con cierto acento americano. Tenía que seguir trabajando aquellas erres.
Reikiavik se encontraba muy lejos de Boston, a mucha distancia al norte de Boston. Veinticinco grados de latitud. No era solo el aire frío y las manchas de nieve lo que le hacía llegar a aquella conclusión —el puerto de Boston también podía ser bastante frío y desolador—, sino la luz: clara pero suave, pálida, fina. Había una sutil calidez en los colores grises del puerto de Reikiavik en comparación con los otros más fuertes de Boston.
Pero se alegraría cuando llegara la fecha del juicio y pudiera volver. Aunque el caso de Agnar era interesante, echaba de menos el tono violento de las calles de Boston. En algún momento de aquellos últimos diez años, resolver la sucesión diaria de tiroteos, apuñalamientos y violaciones, buscar a los malos para llevarlos ante la justicia se había convertido en algo más que un trabajo. Se había convertido en una necesidad, una costumbre, una droga.
Reikiavik no era así. Era una ciudad de juguete.
Sintió una punzada de remordimiento. Se encontraba a salvo, a miles de kilómetros de aquella ciudad atestada de bandas de narcóticos y juicios por corrupción policial. Pero Colby no lo estaba. ¿Cómo podía hacer que lo escuchara? Tenía la sensación de que cuanto más lo intentara, más obstinada se volvería ella. Pero ¿por qué? ¿Por qué tenía que comportarse así? ¿Por qué tenía que utilizar Colby aquel asunto, entre todos los demás, para tratar de resolver la cuestión de la relación que ambos tenían? Si él fuera más sutil a nivel emocional, si fuera como Colby, podría encontrar el modo de manipularla para que viniera a encontrarse con él. Pero mientras trataba de pensar en un plan, su cabeza le daba vueltas.
Dejó escapar un suspiro y volvió a la ciudad. Mientras subía de nuevo la colina por el Laugavegur buscó algún bar donde tomar una cerveza rápida. Por una calle lateral vio un lugar llamado Grand Rokk. Por fuera parecía un destartalado bar bostoniano, pero con un toldo por encima de las mesas en las que una docena de personas fumaban mientras tomaban su copa. En el interior, los clientes ocupaban una cuarta parte del local. Magnus se abrió paso junto a un grupo de habituales que se habían alineado a lo largo de la barra y le pidió una Thule grande a un camarero con la cabeza afeitada. Se acomodó en un taburete del rincón y le dio un sorbo a la cerveza.
Parecía como si los otros clientes llevaran allí mucho más tiempo. Varios de ellos tenían junto a sus cervezas unos vasos de chupito con un líquido marrón. Una hilera de mesas a lo largo de una de las paredes tenía incrustado un tablero de ajedrez. Unos clientes estaban jugando. Magnus se distrajo mirándolos. Los jugadores no eran muy buenos. Podría vencerlos fácilmente.
Sonrió al recordar cómo se enfrentaba a su padre, un jugador formidable, noche tras noche. La única forma en la que Magnus podía vencer a aquel estratega tan inteligente era atacando agresivamente a su rey. Casi siempre fracasaba, pero, a veces, solo a veces, se abrió paso y ganó la partida, para gusto tanto del padre como del hijo. Magnus sabía que aunque su padre nunca le diera un respiro, lo alentaba, siempre lo alentaba.
Muchas veces, Magnus miraba a su padre solo a través del terrible prisma de su asesinato, olvidando los tiempos más felices anteriores a su muerte. Más felices, pero no felices.
Ragnar fue un hombre muy inteligente, un matemático reputado a nivel internacional, y aquel fue el motivo por el que le ofrecieron un puesto en el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts. También fue una persona compasiva, el salvador que había alejado a Magnus y a su hermano de las miserias de Islandia cuando ya temían que los había abandonado. Magnus tenía muy buenos recuerdos de su padre durante sus años de adolescencia: no solo jugando al ajedrez y leyendo juntos las sagas, sino también saliendo de excursión por los Adirondacks y por Islandia y las largas conversaciones nocturnas sobre cualquier cosa que interesara a Magnus, discusiones entre adversarios en las que su padre siempre le escuchaba y respetaba su opinión, aunque también trataba de demostrar que se equivocaba.
Pero había un aspecto de la vida de su padre que Magnus nunca comprendió: su relación con las mujeres. No comprendía por qué Ragnar se había casado con su madre ni por qué la había dejado. Lo cierto es que no entendía por qué se había casado después con aquella horrible mujer, Kathleen. Era la joven esposa de otro profesor del MIT y Magnus se dio cuenta más tarde de que debían estar teniendo una aventura incluso cuando Magnus se trasladó con su padre a Boston. Aunque por fuera era encantadora y guapa, Kathleen resultó ser una mujer controladora que sentía celos de Magnus y Ollie. A los pocos meses de haberse casado, pareció que Ragnar también le empezaba a molestar. Magnus no tenía ni idea de por qué su padre no había visto venir aquello.
Dieciocho meses después de aquel espantoso matrimonio, Ragnar murió. Lo encontraron muerto a puñaladas en el suelo de la sala de estar de la casa que alquilaban durante los veranos en Duxbbury, en la costa sur de Boston.
A Magnus no le cupo duda de quién era la principal sospechosa. Los policías que investigaron el caso escucharon sus teorías sobre su madrastra, al principio por lástima, y luego con irritación. Tras unos primeros días de haberla seguido con atención, terminaron dejándola. Aquello carecía de sentido para Magnus, puesto que no tenían ningún otro sospechoso. Pasaron los meses y la policía no pudo sugerir una idea mejor que la de un extraño que entró en la casa, apuñaló a Ragnar y después desapareció en la nada sin dejar más rastro que un pelo que la policía no fue capaz de identificar, a pesar de haberle practicado la prueba del ADN.
Fue al año siguiente cuando Magnus dedicó sus vacaciones de verano a realizar sus propias investigaciones y descubrió que su madrastra tenía una coartada irrebatible: se encontraba en la cama con un instalador de aire acondicionado de la ciudad en el momento del asesinato. Un hecho que tanto la madrastra como la policía habían decidido ocultar a Magnus y a su hermano.
El bar se estaba llenando de gente más joven que abrumaba a los bebedores más madrugadores que salían tambaleándose a la calle. Llegó un grupo de música y en pocos minutos comenzaron a tocar. La música estaba demasiado alta para un bebedor de cerveza pensativo, así que Magnus se fue.
Fuera, las calles, que tan tranquilas habían estado antes, se habían llenado, atestadas de jóvenes y no tan jóvenes vestidos para pasar una noche por la ciudad.
Hora de irse a la cama, pensó Magnus. Cuando abría la puerta de su nuevo alojamiento se cruzó con Katrín, que salía en ese momento vestida con sus mejores galas negras y góticas, el rostro empolvado de blanco y con unos sorprendentes piercings de metal.
—Hola —lo saludó con media sonrisa.
—Que lo pases bien —respondió Magnus en inglés. De algún modo, aquel le pareció el idioma perfecto para dirigirse a Katrín. Ella se detuvo.
—Eres algo así como policía, ¿verdad?
Magnus asintió.
—Algo así.
—Árni es un gilipollas —murmuró Katrín mientras desaparecía en aquella semioscuridad.
Diego tardó un rato en entrar en aquel apartamento bajo de Medford. El apartamento ocupaba la mitad inferior de una pequeña casa de tablones que se encontraba en una calle tranquila, y la buena noticia era que el jardín estaba oculto entre los árboles. Nadie lo vería, así podía concentrarse en no hacer ruido.
Subió por la ventana de la cocina y entró silenciosamente en la sala de estar. La puerta del dormitorio estaba abierta y pudo oír unos suaves ronquidos. Olfateó. Marihuana. Sonrió. Eso ayudaría a que su objetivo actuara con mayor lentitud.
Se deslizó en el dormitorio. Entrevió el bulto sobre la cama y la lámpara de la mesilla de noche. Sacó la pistola, una Smith and Wesson del calibre 38. Entonces, encendió la lámpara, tiró del edredón y levantó el arma.
—Incorpórate, Ollie —espetó.
El hombre se irguió de repente con los ojos entrecerrados y la boca abierta por la sorpresa. Se correspondía con la fotografía que Diego había estado examinando anteriormente: unos treinta años, delgado, pelo castaño claro y rizado, ojos azules que ahora estaban hinchados y enrojecidos.
—¡Como grites te vuelo la cabeza! ¿Entendido?
El hombre tragó saliva y asintió.
—Muy bien. Tengo una sola pregunta que hacerte. ¿Dónde está tu hermano?
Ollie trató de hablar. No articuló ni una palabra. Tragó saliva y volvió a intentarlo.
—No lo sé.
—Sé que se quedó aquí contigo la semana pasada. ¿Adónde dijo que iba cuando se fue?
Ollie respiró hondo.
—No tengo ni idea. Pasó aquí un día y al siguiente se fue. Se limitó a coger sus cosas y se fue sin despedirse. Típico de mi hermano. —Ollie pareció empezar a despertarse—. Oye, ¿podemos llegar a un acuerdo? Por ejemplo, te doy dinero y me dejas en paz.
Diego agarró la cabeza de Ollie por el pelo con la mano izquierda y le introdujo el revólver en la boca con la derecha.
—El único acuerdo al que vamos a llegar es que me digas dónde se encuentra. Si no sabes dónde está, mala suerte, porque vas a morir.
—Oye, tío. No sé dónde está. ¡Te lo juro! —Ollie masculló aquellas palabras mientras trataba de hablar con el metal en la boca.
—¿Has jugado alguna vez a la ruleta rusa? —le preguntó Diego.
Ollie negó con la cabeza y tragó saliva.
—Es muy fácil. Hay seis recámaras en esta pistola. Una de ellas tiene una bala. Ni tú ni yo sabemos cuál. Así que cuando apriete el gatillo no sabremos si vas a morir. Pero deja que apriete el gatillo seis veces. Vas a morir seguro. ¿Lo pillas?
Ollie tragó saliva y asintió. Lo había pillado.
Diego soltó el pelo de Ollie. Al fin y al cabo, no quería dispararse en su propia mano y, después, apretó el gatillo.
Hubo un chasquido. La recámara giró.
—Dios mío —exclamó Ollie.
—Quizá creas que eres el único que corre peligro aquí —continuó Diego—. Pero la verdad es que yo también. Porque si te vuelo los sesos y no me dices lo que quiero saber, saldré perdiendo, ¿entiendes? Eso hace que el juego sea más divertido para los dos —dijo, sonriéndole a Ollie—. Así que, una vez más, ¿dónde está tu hermano?
—No lo sé, tío. ¡Te juro que no lo sé! —gritó Ollie.
—¡Eh, cállate! —le ordenó Diego, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes? Sigo sin creerte. —Volvió a apretar el gatillo.
Clic.
—¡Dios mío, no me dispares! ¡No me dispares! —gritó Ollie con la voz quebrada—. Te lo diría si lo supiera. ¡Te juro que lo haría! Unos tíos del FBI vinieron a recoger sus cosas. Les pregunté adónde se lo llevaban, pero no me lo dijeron.
Diego oyó un pequeño siseo y olió la orina caliente. Bajó la mirada hacia la mancha oscura que se extendía rápidamente por los calzoncillos de Ollie. Según su experiencia, una vez que se meaban encima, estaban diciendo la verdad.
Pero apretó el gatillo por tercera vez, solo porque sí.
Otro clic.
Había hablado de aquello con Soto. Había dos corrientes. Una era deshacerse de todos los familiares y compañeros del testigo para enviarle un mensaje claro a él y a cualquier otro que pudiera seguirle la pista. Pero cuando el testigo resultaba ser un policía, aquella no era una buena idea. Estarían declarando una guerra sin cuartel contra un oponente tremendamente armado y bien organizado. Los negocios de drogas de mayor éxito operaban sin llamar la atención, haciendo el menor ruido posible, manteniendo tranquilo el negocio.
Ollie no sabía dónde estaba Magnus. No tenía sentido buscarse más problemas.
—Muy bien, tío. Abandono la partida —dijo Diego—. Digamos que ha habido un empate. Pero no vayas a la policía para contarles que estoy buscando a tu hermano. ¿Entiendes lo que digo? Si lo haces, no jugaremos más. Me limitaré a volarte la tapa de los sesos de un disparo.
—Vale, tío. De acuerdo. Está bien. —Ollie se sorbió las lágrimas que le caían por la cara.
Diego se inclinó hacia delante y apagó la luz.
—Ahora vuelve a dormir. Felices sueños.