Ingileif se quedó preocupada tras la visita de los dos policías. Una pareja extraña: la mujer negra tenía un acento islandés impecable, mientras que el hombre alto y pelirrojo hablaba con vacilación y un deje americano. Y ninguno de los dos la había creído.
Desde que había leído la noticia de la muerte de Agnar en el periódico había estado esperando a la policía. Pensaba que había perfeccionado su historia, pero, al final, no creía haberlo hecho muy bien. Simplemente no se le daba bien mentir. Aun así, se habían ido. Quizá no volvieran, aunque no podía evitar pensar que sí lo harían.
La tienda estaba vacía, así que volvió a su mesa y sacó algunas hojas de papel y una calculadora. Se quedó mirando todas aquellas cifras en negativo. Si retrasaba el pago de la factura de la electricidad, podría pagar a Svala, la mujer que había hecho las piezas de cristal de la galería. Algo se removió en su estómago y una ya conocida sensación de náuseas le recorrió el cuerpo.
Aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Le encantaba la galería. A todas, a las siete mujeres que eran sus propietarias y cuyas piezas se vendían allí. Al principio, habían sido socias igualitarias: ella aportaba su destreza para hacer bolsos y zapatos de piel de pez curtida dándole un bonito y luminoso brillo de diferentes colores. Pero resultó que tenía un talento natural para promocionar y organizar lo que hacían los demás. Había aumentado las ventas y subido los precios e insistía en que se concentraran en los artículos de la más alta calidad.
Su gran paso adelante había sido la relación que había desarrollado con Nordidea. Era una empresa de Copenhague pero tenía tiendas por toda Alemania suministrando artículos a diseñadores de interiores. El arte islandés se ajustaba bien a los espacios minimalistas que tan de moda estaban allí. Sus diseñadoras se dedicaban a hacer cristalerías, jarrones y candelabros de lava, joyas, sillas, lámparas, así como paisajes abstractos y los artículos de piel de pez que ella misma fabricaba. Nordidea se los compraba todos.
Los pedidos de Copenhague habían aumentado de una forma tan rápida que Ingileif había tenido que recurrir a más diseñadores, haciendo siempre hincapié en la mejor calidad. El único problema era que Nordidea era lenta a la hora de pagar. Después, cuando la crisis crediticia afectó a Dinamarca y a Alemania, se volvieron aún más lentos. Y luego simplemente dejaron de pagar.
Tenía que hacer frente a las cuotas de un gran crédito que habían pedido al banco. Por consejo del director de su banco, las socias habían pedido dinero a bajo interés. El tipo de interés fue bajo durante uno o dos años, pero a medida que la corona islandesa se devaluaba, el tamaño del crédito había aumentado hasta un punto en que aquellas mujeres ya no podían cumplir con los pagos que habían acordado en un principio.
Y lo más importante para Ingileif era que la galería le debía a sus diseñadoras millones de coronas y esa era una deuda que estaba absolutamente decidida a pagar. La relación con Nordidea había sido totalmente cosa suya; había sido un error de ella y pagaría por ello. Sus socias no tenían ni idea de lo serio que era aquel problema e Ingileif no quería que lo descubrieran. Ya había gastado la herencia que le dejó su madre, pero no había sido suficiente. Aquellas diseñadoras no eran solo sus amigas: Reikiavik era un lugar pequeño y todo el mundo del diseño conocía a Ingileif.
Si decepcionaba a aquella gente, no lo olvidarían, y ella tampoco lo haría.
Cogió el teléfono para llamar a Anders Bohr, de la empresa de contaduría que estaba tratando de recuperar algo de las caóticas cuentas de Nordidea. Lo llamaba una vez al día, haciendo uso de una mezcla de encanto y dureza con la esperanza de azuzarle para que le diera algo. Parecía gustarle hablar con ella, pero aún no había hecho nada. Lo único que podía hacer ella era intentarlo. Ojalá pudiera permitirse un billete de avión para ir a verlo en persona.
A cien kilómetros al este, un Suzuki rojo con tracción a las cuatro ruedas salía del recinto de un edificio. Constaba de tres construcciones: una amplia cochera, una casa grande y una iglesia algo más pequeña. Un hombre alto salió del coche: medía más de un metro ochenta, tenía el pelo oscuro algo grisáceo por las sienes, un mentón fuerte oculto por la barba y unos ojos oscuros que brillaban bajo sus cejas pobladas. Parecía tener cuarenta y cinco años y no su edad real, que era de sesenta y uno.
Era el pastor de Hruni. Se estiró y dio una gran bocanada de aire frío y limpio. Unas nubes blancas atravesaban el cielo azul claro. El sol estaba bajo. Nunca subía mucho en estas latitudes, pero emanaba una luz clara que dejaba en sombra el contorno de las colinas y montañas que rodeaban Hruni.
A lo lejos, hacia el norte, la luz del sol adquiría un magnífico color blanco sobre la superficie horizontal del glaciar que se dejaba ver entre los huecos de las montañas. Bajas colinas, praderas aún marrones en esta época de la primavera y rocas rodeaban la aldea. El pueblo de Flúdir, aunque solo estaba justo al otro lado de las montañas hacia el oeste, podría haber estado a veinte kilómetros. O a cincuenta.
El pastor se giró y contempló su querida iglesia. Se trataba de un edificio pequeño con fachada de metal ondulado pintado de blanco y un tejado del mismo material de color rojo al abrigo de las colinas. La iglesia databa de unos ochenta años atrás, pero las lápidas que la rodeaban eran de piedra gris nudosa y erosionada por los elementos. Como todo en Islandia, los edificios eran nuevos, pero los lugares antiguos.
El pastor acababa de regresar de atender a una de sus feligresas, la esposa de un granjero de ochenta años que sufría un cáncer terminal. Pese a su intimidatoria presencia, el pastor era bueno con su congregación. Algunos de sus colegas de la Iglesia de Islandia podrían tener un mejor conocimiento de Dios, pero el pastor conocía al diablo y, en un país que vivía bajo la constante amenaza de los terremotos, los volcanes o las tormentas, donde los troles o los fantasmas vagaban por el campo y los oscuros inviernos ahogaban a las comunidades aisladas con su fría empuñadura, conocer al diablo era algo importante.
Todos los integrantes de la congregación de Hruni conocían el terrible destino de sus predecesores, que habían bailado con Satán y habían sido tragados por la tierra por culpa de sus pecados.
Martín Lutero había conocido al diablo. Jón Thorkelsson Vídalín, en cuyos sermones del siglo XVII se había inspirado enormemente el pastor, también lo conocía. De hecho, por petición de la esposa del granjero, el pastor había hecho uso de una bendición de la liturgia anterior a 1982 para mantener alejados a los malos espíritus de su casa. Había funcionado. A las mejillas de la anciana había vuelto el color y había pedido algo de comer, la primera vez que lo hacía en una semana.
El pastor tenía un aspecto de autoridad en asuntos espirituales que daba confianza a la gente. También les daba miedo.
Antiguamente, solía realizar un doble acto muy efectivo con su viejo amigo, el doctor Ásgrímur, que había entendido lo importante que era conceder a sus pacientes el deseo de curarse por sí mismos Su sustituta, una mujer joven que venía de otro pueblo a quince kilómetros de distancia, era completamente fiel a la medicina y hacía lo posible por mantener al pastor lejos de sus pacientes.
Echaba de menos a Ásgrímur. El doctor había sido el segundo mejor jugador de ajedrez de la zona, por detrás del pastor mismo, y el segundo más leído. El pastor necesitaba el estímulo de un compañero intelectual, sobre todo durante las largas noches de invierno. No echaba de menos a su esposa, que lo había abandonado unos años después de la muerte de Ásgrímur, incapaz de comprender ni simpatizar con las cada vez mayores excentricidades de su marido.
El recuerdo de Ásgrímur le hizo al pastor pensar en la noticia que había leído el día anterior sobre el profesor que había sido encontrado muerto en el lago Thingvellir. Torció el gesto y se dirigió a su casa.
A trabajar. El pastor estaba escribiendo un estudio a fondo sobre el erudito medieval Saemundur el Sabio. Ya había terminado veintitrés cuadernos a mano. Le quedaban al menos otros veinte.
Se preguntó si su propia reputación se equipararía alguna vez a la de Saemundur y si algún futuro pastor de Hruni escribiría sobre él. Le pareció absurdo. Pero quizá algún día sería recordado por hacer algo que todo el mundo conocería.
Algún día.